Javier Ruiz Portella
El Manifiesto, 16 de mayo de 2018
No sólo se decretó “el estado de felicidad permanente”
—ese horror aún no del todo realizado (salvo en Un mundo feliz, la novela de
Huxley). También se “prohibió prohibir”, también se promulgó que “lo sagrado es
el enemigo”… al tiempo que se endiosaba al individuo que se toma por el centro
del mundo: ese fatuo personaje que ni entonces ni hoy se ha enterado de que el
centro no es él, de que el centro es el Mercado y el Capital.
Peor: al creer que ocupa el pilar central del mundo,
al aniquilar toda instancia externa o sagrada (tradición, historia,
comunidad…), ese individuo no hace, el pobre, sino someterse a la más
subyugadora de todas las instancias: el Dinero, la Mercancía… Estas mismas
mercancías contra cuyo Orden, sin embargo, arremetían ardorosamente aquellos
rebeldes de las calles de París: “Consumid más, viviréis menos”, “La mercancía
es el opio del pueblo”, “Acabaréis todos reventando de comodidad. Estáis tan
vacíos”, clamaban, al tiempo que, por primera vez en la historia, se
introducían en el ámbito público enormes dosis de humor y mordacidad.
¿En qué quedamos, pues?
Quedamos en que pasó lo de siempre. Pasó lo que tantas
veces ha pasado a lo largo de este siglo de pesadilla y de esperanzas…
tronchadas de raíz por la estupidez, el engreimiento…, la maldad también de los
hombres. Pasó que se desencadenó todo un vendaval de convulsas esperanzas ante
el eventual derrumbe de un orden que sí —¡no lo dudéis!—, merecía (y merece)
ser derrumbado. Pero pasó también que, por los presupuestos mismos que
sostenían tales esperanzas, por toda la carroña con que andaban revueltas,
cabía temer el más pavoroso de los resultados en caso de que llegara a triunfar
todo aquel mejunje en el que legítimas esperanzas se veían envueltas,
aplastadas, por los más ilegítimos de los anhelos.
Triunfó el mejunje, vaya si triunfó. Los díscolos
estudiantes, es cierto, fueron derrotados, pero el espíritu de Mayo del 68 es
lo que ha acabado imponiéndose por doquier: pregúntenselo, si no, a todos los
pijos progres (acrónimo: pijopres) que, ya de derechas o de izquierdas, ya
“liberales” o “sociatas”, ostentan hoy el poder (cultural, político, económico,
mediático…). Lo que quedó derrotado fueron las esperanzas: aquel espíritu indómito,
aventurero, de quienes querían “explorar sistemáticamente el azar” o “llevar la
imaginación al poder”; aquel desparpajo iconoclasta de quienes denunciaban que
“las elecciones son una trampa para bobos”, al tiempo que se alzaban contra “un
mundo en el que la certeza de no morirse de hambre se cambia por el riesgo de
morirse de aburrimiento”.
Lo que ha triunfado es todo lo demás: los presupuestos
nihilistas y egoístas (“¡Viva lo efímero”, “Ni amo ni Dios. Dios soy yo”); todo
aquel hedonismo barato (“Gozad aquí y ahora”, “Mis deseos son la realidad”) que
junto con el igualitarismo antijerárquico (“Exámenes = servidumbre, promoción
social, sociedad jerarquizada”) se plasma en la mitad aproximadamente de las
pintadas que cubrieron los muros de París.
Sí, aquellos rebeldes… domesticados por el
resentimiento igualitario y el individualismo egoísta han llegado hoy al poder.
Quien lo ocupa no es, desde luego, la imaginación que pretendían que lo
alcanzara. Quien okupa el poder (como dirían, años después, sus émulos
españoles), quien domina la sociedad es el más mortal de los aburrimientos: el
tedio gris que exhalan unos principios “liberal–libertarios” que, como señala
Rodrigo Agulló, uno de los colaboradores de El Manifiesto, no han hecho sino
facilitar el triunfo del “capitalismo absoluto”, ese régimen que “sólo puede
erigirse sobre un proceso de des–simbolizacióntotal de la sociedad”: la
desimbolización, la destrucción de valores que impone el pensamiento
liberal–libertario “al desacreditar todo aquello que, por derivar de una
dimensión trascendente —valores morales, culturales, religiosos— no tiene una
conversión directa en forma de mercancías o servicios”.[1]
¿Por qué, como casi siempre en la historia, al menos
en la de estos dos últimos siglos, han perdido una vez más los buenos y ganado
los malos (los buenos y malos principios, quiero decir)? Sin duda porque es
mucha la fuerza que se requiere para arremeter contra el mundo dominado por el
Dinero, la Mercancía y el Nihilismo, sin aferrarse al mismo tiempo a ningún
ídolo: ni a los de ayer ni a los de hoy; ni a los ídolos de los que se querían
liberar —y hacían bien— las muchachas y muchachos del 68, ni a los demás
fetiches: aquellos a los que ya se sometían entonces y que han acabado
esclavizándolos del todo. (Un ejemplo entre mil: la libertad sexual recién
conquistada —“Amaos los unos sobre los otros”, clamaban los muros de París—
queda degradada, desfigurada de entrada, por todo lo que implica, por ejemplo,
una memez como la lucha “contra la fijación afectiva que paraliza nuestras
potencialidades”, decía un “Comité de mujeres en vías de liberación” [sic].)
Hay dos “Mayos del 68” —tres, en realidad, como luego
veremos. Acabamos de examinar los dos primeros. Basta recorrer sus lemas y
consignas, basta dar la palabra a los muros, para constatarlo con toda claridad
—como podrán constatarlo nuestros lectores con sólo leer las dos columnas en
las que ofrecemos, enfrentadas, las dos caras de lo que aquellos días se
jugaba. Y en medio, por así decirlo, rechazando categóricamente una de las dos
caras y suscribiendo el espíritu rompedor de la otra, ¿cómo no situar este otro
espíritu: el del periódico que ahora mismo está usted leyendo?; ese periódico
que, inspirado en el Manifiesto contra la muerte del espíritu y la tierra, se
alza también contra el orden materialista que, hace ahora cuarenta años, se
combatía (pero desde premisas radicalmente distintas y desde motivaciones y
objetivos totalmente opuestos) en las calles de París.
No somos los únicos en hacerlo así. Hace también
cuarenta años se producía en el mismo París un acontecimiento —“el tercer Mayo
del 68”, decía— del que pocos tienen noticia, pero que se impone saludar como
un hito de capital importancia. Otros jóvenes franceses celebraban en aquel
histórico mes el acto fundacional de lo que acabaría siendo una corriente de
pensamiento que, impugnando el orden dominante del mundo, no caería sin embargo
en la adoración de ninguno de los fetiches que subyugaron a quienes se
manifestaban aquellos mismos días por calles y universidades. El 4 y 5 de mayo
de 1968 un grupo de jóvenes intelectuales, entre los que destacaban Alain de
Benoist y Dominique Venner, celebraban en París la primera reunión del GRECE
(Grupo de investigación y estudios para la civilización europea). De ella
saldría toda la corriente de pensamiento que recibiría la no por infausta menos
arraigada denominación de “Nueva Derecha”. Desde aquí lo recordamos y saludamos
con emoción.
[1] Rodrigo Agulló, "El progresismo, enfermedad
terminal del izquierdismo", El Manifiesto, n.º 10.