No negar la
libertad de expresión
Norma Morandini
La Nación, 24 de marzo de
2020
Para refutar un dislate, un
disparate: si se llegara a aprobar el proyecto de ley que nos obligará a
utilizar el lenguaje oficializado de la memoria trágica, Graciela Fernández
Meijide, integrante de la Comisión Nacional de los Desaparecidos (Conadep), por
poner en debate el número de presos desaparecidos, podría ser condenada hasta
con 2 años de prisión. Y también yo, por negarme a llamar a la dictadura
"cívico-militar", no porque ignore el apoyo civil con que contó la
dictadura, sino porque cívico remite a ciudadanía y lo que define a las
tiranías es que cancelan todos los derechos ciudadanos.
La fórmula impuesta por los
organismos de derechos humanos es un contrasentido. Pero ojalá se tratara de
una cuestión semántica y no de la malversación de los principios democráticos,
o la clara intencionalidad de construir un discurso único sobre el pasado
trágico. En la Argentina no se puede hablar de negacionismo como en Alemania,
Francia, Bélgica y Suiza, países que sancionan a los que niegan el exterminio
de los judíos y las cámaras de gas. Nuestra democracia nació bajo el signo más
auspicioso: el juicio a las juntas, que instituyó una verdad que hoy nadie
puede negar.
Lo que distingue a la
tiranía de nuestro país de otras es que en la Argentina la represión fue
clandestina. Una estrategia perversa para evitar que los cadáveres pudieran
condenar a un Estado que se hizo terrorista. Así se entiende la titánica tarea
de la Conadep, creada para reconstruir lo que había sucedido en la
clandestinidad con la valerosa colaboración de los sobrevivientes que fueron
reconstruyendo el calvario. Entonces los Falcon, símbolo del terror, todavía
circulaban por la ciudad y nadie sabía si la democracia tendría larga vida. Dos
años después, el juicio a las juntas instituyó la verdad: en la Argentina el
Estado había cometido crímenes atroces y al condenar a los comandantes de las
tres juntas se establecieron las responsabilidades penales. Por las
desapariciones y los campos de detención clandestina, la Argentina pasó a
engrosar las odiosas masacres administradas del siglo XX, junto al nazismo y al
estalinismo.
Si el negacionismo es la
actitud de negar la realidad para evitar una verdad incómoda, o es el rechazo a
lo que se puede verificar, la sociedad demoró años en aceptar que en nuestros
país las personas habían sido deliberadamente secuestradas, mantenidas en
campos de detención clandestinos, arrojadas al agua en los vuelos de la muerte,
apropiados los bebes nacidos en cautiverio. Y existió el negacionismo político:
la autoamnistía negociada por el peronismo si ganaba Luder.
¿No hubo también
negacionismo cuando los levantamientos carapintadas le arrancaron a la
democracia las leyes de obediencia debida y punto final, o cuando se compró el
indulto de Firmenich, que terminó favoreciendo a Videla? Por años los
legisladores peronistas se negaron a dar quorum y debatir los proyectos de
leyes para establecer la inconstitucionalidad de esas leyes de perdón.
Negacionismo histórico existe cuando se niega la violencia de la Triple A y las
organizaciones armadas que antecedió a la dictadura y se deja en manos del
demonio lo que hicieron seres humanos concretos con nombre y apellido. Hasta
que en el gesto más transparente de la confusión entre el Estado y el gobierno,
Kirchner, como si dijera "el Estado soy yo", pidió perdón, bajó el
cuadro de Videla, y sobre eso se comenzó a escribir la historia que hoy busca
imponernos cómo debemos hablar y pensar.
La mayoría de los países
europeos tiene mecanismos para castigar a los que incitan a la violencia, el
odio y el racismo. Si los que acompañaron al Presidente en su viaje a Francia
hubieran puesto atención, habrían escuchado a Macron defender como valor supremo
de Francia la libertad de expresión aun cuando ofenda. A ningún país le resulta
sencillo lidiar con el pasado trágico, pero la mayoría sabe que la cultura de
la memoria es un hecho colectivo que tiene un propósito fundamental: evitar su
repetición. La Argentina, como país, fue más lejos que nadie en la región con
el juicio y la condena del terrorismo de Estado, y la constitucionalización de
los derechos humanos. Pero poco o nada se hizo para combatir la incitación a la
violencia y el lenguaje del odio.
Confío en que los verdaderos
demócratas no acepten el chantaje emocional del que fui testigo en mi vida
legislativa, cuando poquísimos diputados y senadores se animaron a contrariar
las imposiciones de la mayoría sobre temas controversiales: el cambio del prólogo
del Nunca más, el 24 de marzo como feriado, la extracción de ADN compulsiva, la
restricción de la universalidad del Banco Nacional de Datos Genéticos.
No se
pueden instaurar por ley o decreto "verdades oficiales" ni castigar
las opiniones por "negacionistas", porque eso es negar el valor
supremo de la democracia: el derecho a decir y a opinar sin persecución.