Manuel Solanet
marzo 25, 2020
INFOBAE –
La salud y la vida
constituyen la primera preocupación de toda persona y conjunto social. Frente a
una pandemia, esta preocupación se extiende y se acentúa. Lo estamos viviendo
en una experiencia inédita que excede cualquier situación anterior ocasionada por
enfermedades virósicas y contagiosas. Ni
en épocas de guerra o de catástrofes naturales los gobiernos llegaron a cerrar
sus fronteras o a obligar compulsivamente a permanecer dentro de las casas.
El coronavirus lo ha logrado. Nos proponemos reflexionar sobre la razonabilidad
de las medidas de prevención que se están aplicando en casi todo el mundo,
incluyendo la Argentina.
El cuidado de la salud y de
la seguridad de las personas está sometido a una ley inexorable: cuanto más se
garantizan, tanto mayor es el costo para lograrlo. Además, en la medida que se
acentúa el grado de prevención, el incremento de los costos ocasionados se hace
exponencial. Esta realidad experimental determina que en general no se intente
alcanzar la seguridad absoluta. Siempre quedará una probabilidad que suceda lo
que se intenta prevenir. Veamos algunos ejemplos. Una autopista reduce la
probabilidad de accidentes, pero ningún país ha reemplazado por autopistas la
totalidad de sus caminos rurales. No habría presupuesto que alcance, aunque se
sacrificasen otras necesidades.
Un caso similar es el de la
polución. Las normas ambientales fijan estándares mínimos o máximos sin
pretender contaminación cero. Para alcanzarla seguramente los costos
incrementales harían inviables las actividades productivas, por lo tanto, se
admite no llegar al óptimo visto del lado exclusivo de la salud humana. Muchas
veces esto genera críticas de quienes no deben solventar los costos, pero sí
sufrir las consecuencias. Cuando estas se refieren a la salud o a pérdidas de
vidas surgen indignaciones colectivas (colective outrage) emergentes a su vez
de pánicos colectivos. La extensión de estas reacciones a amplios segmentos de
la sociedad impulsan a gobiernos y políticos a responder a esas demandas. Casi
les resulta imposible encarrilarlas, aunque sepan que es imposible
satisfacerlas. Además, los costos no se limitan a los gobiernos o a las
empresas. Los ciudadanos también son alcanzados cuando una limitación determina
la pérdida de puestos de trabajo o la desvalorización de sus ahorros colocados
en propiedades o pequeños negocios.
Política sanitaria
La
reacción de los habitantes de Gualeguaychú frente a las pasteras uruguayas es
un caso de estudio. Alguien que alegó conocimiento pero que no
estaba al tanto de los adelantos en la industria celulósica, alarmó a la
población vaticinando una contaminación destructiva de salud y vidas. Entonces
ya no hubo retorno. El colective outrage se hizo irreversible e inmune a los
más respetables y confiables informes técnicos. Los periodistas llevados a
Finlandia para observar plantas similares que respetaban los más exigentes
estándares no se animaron a opinar a su regreso para no ser acusados de haber
sido comprados. Los gobernantes locales y nacionales se subieron a la protesta.
Ya
hace más de diez años que opera la planta en Fray Bentos sin afectar el
ambiente ni la salud, pero todavía la sociedad de Gualeguaychú lucha contra la
pastera en defensa de la vida. El costo de cerrar el paso fronterizo durante cuatro años fue alto y no
se recupera, como tampoco la prohibición a los forestadores entrerrianos de
vender su producción a las plantas uruguayas.
En estos momentos estamos
frente a un problema de escala planetaria. El COVID-19 se ha diseminado en el
mundo a partir de China. Su mortalidad (3,8%) es menor que la del SARS de 2003
(9,6%), pero mucho mayor que la de la gripe común (0,13%). La mortalidad de la
Gripe Española de 1918 (30%) no es comparable debido al escaso avance de la
medicina de la época. El poder de contagio del COVID-19 es alto. Cada enfermo
contagia entre 2 y 3 personas mientras que la gripe común muestra un promedio
de 1,3. Está claro entonces que el COVID-19 es mucho más peligroso y expansivo
que la gripe común y que esto explica su rápida diseminación y el temor que ha
ocasionado. Pero cabe la pregunta: ¿estamos frente a un fenómeno de pánico
generalizado y colective outrage que lleva a personas y gobiernos a una
reacción exagerada con muy altos costos y daños?
Cualquier respuesta será
rebatida. Estando en juego la salud y la vida, contestar que es exagerada puede
ser considerado como una respuesta casi asesina. Sin embargo, yendo por el lado
de costos creciendo exponencialmente, cabe pensar dónde se detienen las medidas
de prevención. Así como no puede considerarse
asesino al gobernante que dejó de evitar una muerte por no convertir en
autopista un camino rural de escaso tráfico, debe darse un espacio de decisión
razonable a quienes legislan las medidas preventivas contra el COVID-19.
No
es bueno que dirigentes y políticos compitan por ampliar estas medidas si eso
lleva a detener la producción o los servicios esenciales y a hacer colapsar la
economía. Finalmente, el impacto sobre la pobreza, y consecuentemente sobre la
salud, podría más que neutralizar el objetivo pretendido. Lo que corresponde es
evaluar seriamente el programa de medidas preventivas en todos sus efectos, más
allá de los ánimos colectivos en un momento tan crítico.