El precedente de la fiebre amarilla
P. Javier Olivera Ravasi
Que no te la cuenten,
25.03.20
Entre las cosas que nos
preguntamos aquellos a quienes nos gusta la historia hay una que es permanente:
- “¿Y cómo hacían antes?”.
Y esto, quizás, por ese
hábito de buscar en el pasado (en la “memoria”, que es parte cuasi-integral de
la prudencia, como dice Santo Tomás), lo que termina siendo una guía para el
presente y el futuro.
Al menos el presente y el
futuro probable.
Es por esto que, quizás, el
gran Cicerón dijo que “la historia es maestra de la vida” (magistra vitae);
porque nos enseña a vivir. Y a morir…
Incluso en tiempos de
coronavirus.
Pensando y re-pensando
entonces, en estos días lo de nuestros templos vacíos, dimos con la historia de
la famosa fiebre amarilla de Buenos Aires (1871) que, de una ciudad de 180.000
habitantes, se llevó a 13.600, según los datos oficiales aproximados.
Lo que esos mismos datos no
narran es que hubo un grupo social entre los fallecidos que, contrariamente a
lo que el presidente (masón) Sarmiento haría por ese entonces (se escaparía a
la ciudad de Mercedes, huyendo del contagio) vivió y murió codo a codo con los
enfermos. Nos referimos a los 67 sacerdotes del clero de Buenos Aires que perdieron
heroicamente la vida atendiendo y ayudando a enfermos y moribundos.
De doscientos noventa y dos
sacerdotes que había por entonces en la ciudad ocupándose del prójimo, el 22 %
perdió la vida, en comparación con sólo doce médicos, dos practicantes, cuatro
miembros de la Comisión Popular y veintidós integrantes del Consejo de Higiene
Pública.
Es a ellos a quienes, en
pleno debate parlamentario acerca de la separación Iglesia y Estado, Guillermo
Rawson se referiría a fines del siglo XIX:
“He visto también, señores,
en altas horas de la noche, en medio de aquella pavorosa soledad, a un hombre
vestido de negro, caminando por aquellas desiertas calles. Era el sacerdote,
que iba a llevar la última palabra de consuelo al moribundo. Sesenta y siete
sacerdotes cayeron en aquella terrible lucha; y declaro que este es un alto
honor para el clero católico de Buenos Aires, y agrego, que es una prueba de
que no necesita ese culto del apoyo miserable que pensamos darle” [1].
Honor y gloria, entonces, a
aquellos hombres de negro, hoy recordados en un olvidado monumento en el Parque
Ameghino.
- “¿Y qué pasaba con los
templos?”
La epidemia de la fiebre
amarilla atacó a Buenos Aires en la misma época que ahora el Coronavirus. Para
el inicio de año. Y no terminó hasta la mitad de ese año.
Y los templos… también
fueron cerrados…
“Claro –se nos dirá– pero la
historia nunca es igual: una cosa fue la tremenda fiebre amarilla (que no
perdonaba a nadie) y otra el actual coronavirus", una epidemia que, al
parecer, es letal sólo para los mayores y más vulnerables y que, lo que denota
es doble:
- Un gran laboratorio de
dominación de las masas.
- Una tremenda falta de Fe
de muchos católicos -aún de los más “ortodoxos"- que temen
desmesuradamente a la muerte.
Pero quizás sea aún
demasiado pronto para hacer análisis o para reconocer si, estrictamente, era o
no necesaria la clausura de nuestros templos. Lo que si sabemos es que, hubo un
tiempo de epidemias duras en que los templos se cerraron por mandato del
gobierno y con la anuencia de la Iglesia.
Ni misas públicas ni nada de
nada. Todos a sus casas. Así nomás:
“Día 31 de marzo (1871):
Prohíbense funciones de Iglesia […]” [2]
Punto.
Ni la Semana Santa de ese
año se salvó, siendo el pico de cantidad de muertos; más de 500 por día, de
allí que la Comisión de Salubridad solicitase a Mons. Aneiros, por entonces
Vicario Apostólico de Buenos Aires (dos años después sería nombrado su
Arzobispo), la suspensión de las celebraciones propias de la Semana Mayor.
Y así se hizo:
“El Vicario Capitular, Buenos Aires, Marzo 31
de 1871. A los señores Párrocos, Prelados Regulares y Capellanes de las
Iglesias. Doloroso es al infrascrito tener que prohibir en la Semana Mayor, la
solemnidad del culto, sus funciones de concurso, maitines cantados, estaciones
de concurso y sermones, pudiendo hacerse todo el oficio demás rezado y cantado.
Prohibimos la aglomeración y en las Iglesias pequeñas, reuniones de más de
veinte personas. Encargando la ejecución a los señores curas, les recomendamos
exhorten al pueblo que santifiquen estos días con doble empeño, aunque sea
privadamente con la oración, con los sacramentos, lectura de la Pasión de
Nuestro Señor y otras análogas y con obras de caridad cuando pudiesen. Aunque
se tenga en veneración y depósito la Sagrada Hostia el jueves santo, será con
sujeción a estas disposiciones, sin mayor adorno, y cerrándose la Iglesia a la
noche. Nuevamente se recomienda el aseo y la ventilación. F. Aneiros” [3].
De allí que algunos, desde
el diario La Tribuna escribiesen:
“El mismo Señor Obispo, comprendiéndolo así, y
a instancias de la Comisión Popular de Salubridad, ha ordenado la suspensión de
todas esas fiestas. No importa. Haremos un templo en nuestros pechos y dentro
de él elevaremos nuestras preces fervientes.
Así, veneraremos al Mártir de los mártires, reforzaremos nuestro ánimo,
tan necesario para continuar la tarea, y alcanzaremos la salvación de un pueblo
sumido hoy en el dolor y el desconsuelo” [4].
Los templos cerrados,
entonces. Pero no por ello la Iglesia cesó de atender a los enfermos y
moribundos, celebrando, al mismo tiempo misas privadas, rogativas, novenas y
hasta repartiendo oraciones dirigidas a la Madre de Dios para que terminase con
la epidemia:
“Virgen inmaculada, Refugio
de los pecadores, Consuelos de los afligidos, Esperanza de los atribulados, os
suplicamos con todo el afecto de nuestro corazón contrito y humillado,
interpongáis vuestra intercesión para con el Dios de las misericordias, que no
desea la muerte, sino la conversión de nosotros miserables pecadores, para que
se digne mirar con ojos de compasión y de clemencia la aflicción de su pueblo.
Haced, os pedimos, que ordene al Ángel ministro de su justa indignación, que
hemos nosotros provocado con nuestras muchas culpas, que vuelva a la vaina la
espada fulminante que tiene desenvainada para nuestro exterminio, y que se
aleje de ESTA CIUDAD, devota vuestra, el azote terrible de la pestilencia, que
tan de cerca le está amenazando […]” [5].
* * *
Templos cerrados, curas heroicos
y devoción a Maria Santísima entonces. Y si nos llegase a tocar (como es
previsible) una Semana Santa con templos aún cerrados, una vez más, haremos un
templo en nuestros pechos y dentro de él elevaremos nuestras preces fervientes
venerando al Mártir de los mártires.
A Aquél que murió
Pero que está vivo.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
[1] A. MARTÍNEZ, Escritos y
discursos del Doctor Guillermo Rawson, Buenos Aires, 1891, Tomo I, 45.
[2] M. NAVARRO, Diario de la
epidemia (en adelante DMN), Buenos Aires, 1871.
[3] LT, 2 de abril de 1871.
[4] Diario La Tribuna (desde
ahora, LT), 2 de abril de 1871.
[5] AGN, Archivo y colección
de Andrés Lamas, legajo 2672, Buenos Aires, 1997, Oraciones para pedir a Dios
nos preserve de la peste de 1871 (cfr. Jorge Ignacio García Cuerva, “La Iglesia
en Buenos Aires durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871”, en Teología 82
[2003/2] 115-147).