Autor: Santiago MARTÍN,
sacerdote
Católicos-on-line, mayo 2020
Mientras en algunos países
los obispos siguen peleando con los respectivos gobiernos por la negativa de
estos a permitir las misas con público -los más sonados han sido los de
Luxemburgo y del Estado norteamericano de Minnesota-, en otros la normalidad va
poco a poco recuperándose. Si es que se puede llamar normalidad a tener que
estar en Misa con mascarilla y a tener que lavarse cuatro veces las manos con
gel antes de comulgar, como se exige en una diócesis española.
Una característica casi
general es que son muchos los que tienen miedo a volver a la Iglesia, sobre
todo porque se ha difundido la idea de que es un lugar peligroso para la salud;
desde luego, lo es mucho menos que un supermercado, un medio de transporte
público o incluso determinados parques que están tan concurridos que resulta
difícil guardar la distancia de seguridad. Esperemos que poco a poco ese miedo
pase y sea más fuerte el deseo de estar con el Señor que el temor a un contagio
casi imposible.
Siguen siendo motivo de
debate las propuestas que se discutirán en el Sínodo alemán. Según ellos, la
adaptación al mundo es imprescindible para poder evangelizar. Les molesta
especialmente la moral sexual de la Iglesia -radicalmente opuesta a la
ideología de género-, pero también les molesta que, a efectos sacramentales y
de poder, no sean iguales hombres y mujeres. Para esa adaptación hay que
renunciar a la Palabra de Dios, a la Tradición y al Magisterio, en todo aquello
que incomode al mundo, porque, según ellos, echando todo eso por la borda la
gente volverá a llenar los templos y los jóvenes ingresarán en masa en los
seminarios. Dicen que “contra facta non valent argumenta” (contra los hechos no
valen los argumentos), y los hechos están ahí: tozudos, insobornables,
clarísimos. Los protestantes hace mucho tiempo que asumieron todo lo que ahora
quieren los promotores de la “Nueva Iglesia”, y la realidad -vuelvo a repetir,
tozuda, insobornable y muy clara- es que su crisis es tremenda, mucho peor que
la que aflige a la Iglesia católica. Es imposible que los “neocatólicos” no lo
vean, porque lo tienen ante sus ojos ya que en Alemania hay tantos protestantes
como católicos. Por eso resulta evidente que de lo que se trata es de hacer una
Iglesia a gusto del mundo, aún sabiendo que no sólo será una traición a Cristo
sino un fracaso. Ellos sabrán por qué lo hacen. A mí me parece clarísimo.
Por eso conviene recordar lo
que en 1969 dijo un teólogo alemán: “También en esta ocasión, de la crisis de
hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá
que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios
construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos
de sus privilegios en la sociedad. Se presentará, de un modo mucho más intenso
que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que sólo se puede
acceder a través de una decisión. Como pequeña comunidad, reclamará con mucha
más fuerza la iniciativa de cada uno de sus miembros. A mí me parece seguro que
a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha
comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas. Pero yo estoy también
totalmente seguro de lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto
político, ya exánime, sino la Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será nunca
más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace
poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como
la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte”.
Ese
teólogo era Joseph Ratzinger, el hoy Papa emérito Benedicto XVI.
Adaptarse al mundo no es un
camino para la evangelización. Es un camino para la autodestrucción. Adaptarse
es sucumbir y, además, no podría ni debería ser de otra manera, porque ¿qué
sentido tiene que sobreviva una institución que ha traicionado a su fundador,
renegando de Él y, en el fondo, rechazando la premisa fundamental sobre la que
fue construida: la divinidad de Cristo? Una Iglesia así merece morir.
Adaptarse, por lo tanto, es sucumbir. Lo que les está pasando a las Iglesias
históricas protestantes es la prueba. “Contra facta non valent argumenta”.