o para que queríamos la cuarentena
Alfil, 20 mayo, 2020
Por Pablo Esteban Dávila
La marcha atrás de la
flexibilización de la cuarentena en la ciudad de Córdoba a raíz de la aparición
de un caso de coronavirus en el Mercado Norte obliga a hacer una pregunta
incómoda: ¿para qué, entonces, la queríamos? Porque, debe convenirse, si habrá
reacciones de espanto cada vez que se produzca algún contagio luego de tal o
cual liberalización, lo mejor sería no flexibilizar nada hasta que alguien
encuentre una vacuna y los sistemas de salud terminen por aplicarla a todos los
argentinos.
Esta sería una opción
deseable, desde luego, pero es totalmente quimérica, al menos por ahora. Pasará
por lo menos un año más antes que la vacuna se encuentre disponible en el
mercado para todo el mundo. Con suerte, podremos vacunarnos en el comienzo del
otoño de 2021 e, incluso con semejante calendario, será todo un alarde de la
ciencia y la industria farmacéutica. Mientras tanto, habrá que lidiar con el Covid-19
lo mejor que se pueda.
Esto retrotrae la cuestión a
la pregunta inicial que, reformulada, interroga sobre la finalidad última que
se tuvo en miras al implementar el aislamiento social, preventivo y
obligatorio. ¿Se pretendía -como se dijo en algún momento- ganar tiempo para
preparar el sistema sanitario para acoger a los casos más agudos? ¿O se quiso
realizar un experimento social de enorme escala para congelar las relaciones
sociales a la espera de un milagro?
La segunda posibilidad es un
absurdo, por supuesto, pero algunas veces parece que ciertos funcionarios o
sanitaristas se han enamorado del instrumento. Claro que la cuarentena es
eficaz para detener la propagación de la pandemia, nadie discute esto; sin
embargo, sus daños colaterales son también complicados. La parálisis económica
y el malhumor del encierro forzado son consecuencias que están produciendo un
inocultable malestar entre la población.
Es difícil que alguien salga
a respaldar una cuarentena eterna; no obstante, también es complicado encontrar
a quienes se animen a expresar públicamente que, en definitiva, todo se trataba
de ganar tiempo, la supuesta tesis inicial de la medida.
¿Y cómo estamos al respecto?
El panorama sería alentador. Un informe del portal La Política On Line dio
cuenta, el pasado lunes, de que “la ocupación de camas de terapia intensiva en
la Ciudad de Buenos Aires alcanza solamente el 8% del total de plazas previstas
para coronavirus” y que, además, su sistema de salud pública “cuenta con 3793
camas de terapia intermedia (15% cubierto) y 2300 lugares en hoteles”, aun
disponibles. Las cifras en Córdoba, no taxativamente conocidas, serían
similares.
Tales números sugieren que
ya existe capacidad para recibir a una buena cantidad de infectados que
presentaran los cuadros más severos. Inclusive el presidente Alberto Fernández,
anticipándose a este cuadro, hasta mandó a intervenir a una empresa cordobesa
que produce respiradores artificiales para reordenar la demanda nacional sobre
estos insumos, imprescindibles para la terapia de agudos. Por lo tanto, da la
impresión de que el objetivo inicial se ha conseguido, por lo que la
flexibilización no debería detenerse ante la aparición de nuevos casos. Después
de todo, este es un riesgo aceptable pues, de lo contrario, no tendría sentido
salir de la cuarentena estricta.
Es preciso aceptar, aunque
cueste escucharlo, que muchos nos infectaremos porque, simplemente, no podremos
seguir encerrados ad aeternum. De no matarnos el coronavirus, lo hará el hambre
o las revueltas sociales. Esto no significa abandonar a su suerte a los grupos
de riesgo, todo lo contrario. A ellos debería orientarse la actividad
preventiva del Estado con todas las herramientas disponibles. Asimismo, habrá
que acostumbrarse a protocolos estrictos para ingresar a comercios, lugares
públicos o regresar a clases. Son molestias mínimas, aunque imprescindibles,
atento a lo que está en juego.
Es por esta razón que el
retroceso dispuesto por el Comité de Operaciones de Emergencias de Córdoba es
una medida, cuanto menos, opinable. Los menos informados dirán que es
necesaria, toda vez que hay que evitar la propagación del virus, pero quienes
intentan pensar lógicamente, sin los clichés del tipo “vida versus economía”,
tienen el derecho a sostener que está fallando un eslabón en la cadena de
razonamiento. Y que este fallo puede contaminar lo que suceda en distritos más
densamente poblados, como la Capital Federal o el gran Buenos Aires, ante
situaciones similares a la vivida en el Mercado Norte.
Además, debe ponderarse que,
una vez liberalizada tales o cuales actividades, será muy difícil retrotraerlas
a la fase anterior. Simplemente, habrá una resistencia civil. Tal vez no sea
violenta ni contestataria; adquirirá, de seguro, ribetes de desafío urbano, de
baja intensidad. Comerciantes que no deberían tener sus escaparates al público
ofrecerán, sin embargo, sus productos con la excusa del delivery y con
persianas a media asta, como haciendo saber a sus clientes que están allí a
pesar de las prohibiciones. Las autoridades podrán amenazar o enviar a la
fuerza pública para forzar la obediencia, pero también ellas necesitan que la
actividad regrese a cauces normales antes de que las cuentas públicas colapsen
sin remedio. Es un equilibrio delicado y más inestable que nunca.
Así las cosas, es necesario
actuar con realismo. Flexibilizar implica más riesgos de contagios, y tal cosa
no debería mover a histeria. Si es cierto que, durante este tiempo, tanto la
Nación como las provincias han adecuado sus respectivos sistemas sanitarios
para hacer frente al pico de la pandemia, pues la sociedad tendrá que convivir
con la idea de que las camas preparadas al efecto comenzarán a llenarse con
personas que, probablemente, tengan altas chances de curarse. El Covid-19 tiene
tasas de letalidad directamente proporcionales a los recursos disponibles en
hospitales y equipos de salud. Si el tiempo ganado ha sido correctamente
utilizado, estaremos listos para la batalla a la espera de una solución de
fondo y, si esta no se produce, para lograr la inmunización de manada, que es
el viejo artilugio de la humanidad para sobrevivir a las pestes antes de que
las vacunas o los antibióticos hubieran sido inventados.