UNA ESTAMPA DEL ESTADO PERDIDO
Por Jorge Ossona
Infobae, 20 de mayo de 2020
La trayectoria profesional
del Dr. Ramón Carrillo simboliza la culminación de un tiempo argentino definido
por un Estado potente que convirtió al país en un notable modelo de sanitarismo
para toda América Latina. Oriundo de una extensa familia santiagueña de
condición humilde, su talento superior fue valorado por una educación pública
igualitaria e igualadora que lo proyectó hasta la Facultad de Medicina de la
Universidad de Buenos Aires, en donde se graduó en 1929 con medalla de oro de
su promoción.
Incursionó en las
preocupaciones en aquel mundo de entreguerras en el que las hipótesis
cientificistas del siglo XIX se conjugaron con las políticas totalitarias
convirtiéndolas en un insumo de sus extravíos. Fue el caso de la eugenesia, una
disciplina que procuraba mejorar a las razas humanas en fenotipos nacionales de
hombres superiores. Una cuestión que venía inquietando a diversos exponentes de
la intelectualidad argentina en procura de un ser nacional superador del crisol
étnico de la inmigración aluvional.
Becado en 1930 para
proseguir sus estudios en una Europa sumergida en los estragos de la Gran
Depresión, fue testigo de los avances de las industrias fármaco químicas
aplicadas al rendimiento de las tropas ante la inminencia de una nueva guerra
como el uso de las anfetaminas. Observó con notable perspicacia la competencia
entre los laboratorios de los distintos países en abastecer a sus respectivos
Estados de esos insumos estratégicos. Su germanofilia fue de origen profesional
a raíz del liderazgo alemán en la materia. No dejó de quedar impactado por la
oratoria de Adolf Hitler antes de llegar al poder en un tiempo en el que la
política de masas ponderaba ese aspecto novedoso de la comunicación social
facilitada por la radio.
En el plano ideológico, Carrillo
estaba próximo al nacionalismo católico particularmente comprometido en afirmar
un espíritu nacional primigenio asimilable a una eventual “raza” argentina. Ya
de regreso al país en 1933, continúo su carrera pública meritocrática
desempeñándose en Hospital Militar. Allí confluyó con las inquietudes
profesionales de otro sector del Estado preocupado por las condiciones
sanitarias de la población desde la base informativa ofrecida por el servicio
militar obligatorio. Ya especializado en neurocirugía, y a poco de ganar por
concurso la titularidad de esa cátedra en la UBA, tomó contacto con el
vicepresidente Perón, funcionario estrella del régimen militar instaurado en
1943, quien le encomendó la elaboración de un Plan Sanitario Nacional. Ya
arribado a la presidencia, Carrillo fue nombrado secretario de Salud Pública,
primero; y luego ministro de esa flamante cartera.
Afrontó con éxito dos brotes
epidémicos: el de la viruela en 1947 y el de la peste bubónica dos años
después. Su idea de una “medicina social integral” procuraba la instauración de
régimen de salud de cobertura universal y gratuita con aportes del Estado, los
empresarios y los trabajadores. Pero este proyecto audaz, que contaba con la
simpatía del presidente, le ganó nuevas antipatías en el gobierno: a los
sectores procedentes de la izquierda laicista que cuestionaban su anticomunismo
cerril se le sumaron los sindicatos, que desde el Ministerio de Trabajo
propiciaban un proyecto alternativo de obras sociales gremiales inspirado en el
mutualismo ferroviario de origen inmigratorio. Comenzó así una prologada guerra
intercorporativa entre médicos y sindicalistas, ganada por estos últimos en
medio de que en los rigores económicos de los 50.
No obstante, su gestión
siguió ofreciendo logros de calidad que curiosamente la propaganda oficial
explotó poco como la erradicación del paludismo, el incremento de la esperanza
de vida y la disminución de la mortalidad infantil. Tanto como la incorporación
en el ministerio como funcionario a un mayor exiliado de las SS próximo a
Heinrich Himmler, responsable de ensayos eugenésicos en el campo de Buchenwald,
quien lanzó una campaña oficial para la cura de la homosexualidad concebida por
el gobierno justicialista como una enfermedad abordable mediante terapias hormonales.
Su relación con Evita fue
dual: su “estatalismo” lo llevaba a rechazar la autonomía y la discrecionalidad
de la Fundación en cuestiones que rozaban su incumbencia. Aunque, como
contrapartida, fue uno de los nervios del Tren Sanitario Justicialista Eva
Perón que recorría el país ofreciendo servicios de radiología y hematología. Su
muerte marcó el comienzo del ocaso de su estrella que se acentuó con el
conflicto entre el régimen y la Iglesia. Su enemistad manifiesta con el
vicepresidente Alberto Teisaire lo condujo a renunciar a principios de 1954,
tras lo cual se radicó en Nueva York para proseguir sus investigaciones.
Fue acusado por el gobierno
de la Revolución Libertadora de malversar fondos públicos y de una peregrina
compra irregular de combustibles por su cartera. Desde entonces sobrevivió en
la miseria afectado por una hipertensión arterial crónica que condujo a emigrar
a Belem, en el nordeste de Brasil, en procura de un tratamiento. Falleció en
1956 víctima de un ACV.
El fin de su carrera evoca
los extravíos de un faccionalismo político que con el correr de las décadas se
habría de devorar a la propia maquinaria burocrática de la que fue cabal
exponente de excelencia. Y que hoy pretende conmemorarlo en el billete de una
moneda cuya volatilidad exhibe uno de los aspectos más inequívocos de su
degradación.
El autor es miembro del Club
Político Argentino