Sesenta años del
país: política, catolicismo e Iglesia
José Claudio
Escribano
(La Nación, 31 de
agosto de 2020)
Las categorías de
tiempo y espacio que rigen la humanidad se vieron en apuros para encuadrar la
fuerte, llamativa personalidad de Cosme Beccar Varela en los 82 años que
alcanzó de vida.
Era un caballero.
Pero un caballero del Medioevo en el espacio público en que suscitaba su
aparición comprensible perplejidad: hosco, agrio, sin límites en la
persistencia de sus actitudes y palabras críticas y de arrojo intrépido frente
a los adversarios. Razonablemente mundano, hasta ceremonioso, con los amigos y
gente que respetaba. Pero estos también podían, en el instante más inesperado,
ser arrastrados por “Cosmín” a la liza a fin de dirimir querellas que cabían
más en la propia imaginación que en la de otros. En un país desde hace tiempo
sin polemistas natos, como la tradición ha identificado en algunos países
europeos –Francia, el Reino Unido–, “Cosmín” llenó casi el cupo de una
generación de argentinos.
Provenía de una de
las familias argentinas más antiguas. Entre sus antepasados se contaban la
figura romántica de Florencio Varela, el poeta Juan Cruz Varela y Horacio
Beccar Varela, su abuelo, fundador hace cien años de uno de los estudios
jurídicos de mayor nombradía. Con su padre, Cosme “Bachicha” Beccar Varela, se
retiraron del viejo bufete familiar en 1979 y fundaron C&C, especializado
en asuntos bancarios, inversiones, seguros y minería, que hoy continúa uno de
los cuatro hijos de “Cosmín”.
Cuando, en 1967,
se puso al frente de la Sociedad Argentina de Defensa de la Tradición, Familia
y Propiedad (FTP), la capa escarlata, la boina roja enjarretada en la cabeza y
los lienzos púrpura, con la imagen tan hispánica como británica del león
rampante, fueron el distintivo apropiado para ese grupo católico de la época.
Así entrazados, sus miembros salían de la sede tudor en la avenida Figueroa
Alcorta en proselitismo por las calles. No podía negarse que llamaban la
atención, y en no pocos casos eran observados con aireado rechazo por quienes
simplifican los fenómenos ciudadanos con expresiones del tipo “gente de mente
cerrada”.
Aquella vestimenta
colectiva parecía confeccionada a medida de la figura desafiante y espigada de
“Cosmín” Beccar Varela. De extremarse un paso más la versión perdurable de que
constituían con aquel vestuario un cuadro anacrónico en el mundo que se
preparaba para el mayo francés de 1968, se hubiera dicho que “Cosmín”
interpretaba a Godofredo de Bouillón, el cruzado que hace mil años retuvo para
la Cristiandad el Santo Sepulcro. Seguramente no le habría incomodado la
comparación como líder natural de una facción alistada siempre para el combate,
aunque sin otras armas que la determinación y las sobradas certidumbres
–demasiadas– sobre las ideas que encarnaban.
Como Godofredo,
“Cosmín” reunía valor, fortaleza física, intemperancia y fogosidad desbordante
en la defensa de su fe. Dentro del vasto y complejo universo del catolicismo,
el único eje doctrinario pertinente de los largos sesenta años de luchas desde
que en 1956 fundó con otros 50 muchachos la revista Cruzada –y por la cual
conoció a su mujer– es la influencia que ejerció el indiscutible jefe del
integrismo católico brasileño, Plinio Correa de Oliveira.
El peso
intelectual de Correa de Oliveira se extendería también a grupos del
catolicismo chileno, español y portugués, todos más definidos por la militancia
activa y perseverante que por el número de prosélitos que cosechaban. La línea
doctrinaria del numen brasileño pasó por la brega sin cuartel no solo contra el
comunismo, sino también contra los partidos de mera tendencia socialista, cuya
proscripción procuró en amparo discutible del derecho natural a la propiedad
privada y las tradiciones familiares.
Correa de Oliveira
había puesto su movimiento bajo la advocación de la Virgen de Fátima y terminó
en conflictos con los obispos brasileños y denunciando al Vaticano por su
política de diálogo con los gobiernos comunistas de la época. No debe olvidarse
que en ese terreno la Santa Sede había logrado preservarse –salvo en casos
excepcionales, como el de Hungría, por la resistencia del cardenal Józef
Mindszenty– el privilegio de una única vía de negociación en cuanto a los
intereses de la Iglesia y los fieles, además de servir de eco a la diplomacia
occidental en delicados asuntos. El caso de Cuba ha sido un ejemplo de esto.
Con la declinación
y muerte de Correa de Oliveira, en 1995, la TFP entró en crisis. También en la
Argentina. “Cosmín” procuró hasta donde pudo mantenerse al margen de las
reyertas, pero su hijo Mario, sacerdote, quedó vinculado con la fracción de
sesgo más estrictamente religioso, la de los Heraldos del Evangelio (Evangelium
Preconium). Otro grupo se confinó a Europa, donde varios de sus miembros
litigan ante los tribunales por cuestiones de familia de trascendencia
colectiva.
La leyenda sobre
el uso del cilicio –una aplicación para producir mortificación corporal en
quien la porta– ha persistido como caracterización de prácticas habituales en
la desaparecida TFP. Se la toma como referencia del rigor al que se sometían
sus miembros en prueba de compromiso religioso. Quienes hoy pueden hablar con algún
conocimiento de causa sobre aquellos años más que desmentir la leyenda declaran
que “el sacrificio, la limosna y la abstinencia” han sido tres normas de
cumplimiento para quienes han sabido respetar el magisterio de la Iglesia.
“Cosmín” estaba
casado con María Josefina Amadeo, hija de Mario
Amadeo, canciller
del presidente Lonardi, embajador de Frondizi ante las Naciones Unidas y de
Onganía en Brasil, y tal vez el intelectual de mayor ascendencia por años en el
nacionalismo argentino. Muchas veces se ha asociado a la TFP con ese tipo de
nacionalismo, de tono más bien aristocrático. Sin embargo, en 1970 Beccar
Varela, Jorge Storni, Carlos Ibarguren (n.) y Ernesto Burini publicaron un
libro que implícitamente rectificaba esas apreciaciones: “El nacionalismo, una
incógnita en permanente evolución”.
En palabras de
“Cosmín”, el nacionalismo lo ha sido todo, y en el fondo, nada: en los treinta,
hispanista; más tarde, fascista; al fin, peronista. La autocrítica había
comenzado en parte con Mario Amadeo, que en Ayer, hoy y mañana, publicado en
1956, reconoció que los nacionalistas solo habían prestado a la libertad el
lugar que le debían cuando advirtieron que había sido perdida en manos de
Perón.
Al rechazar in
totum la modernidad, y ni qué decir la Ilustración y la Revolución Francesa, es
posible que la unción por el tradicionalismo y los fueros medievales haya
contribuido a afirmar en Beccar Varela una conciencia paternalista del
capitalismo, opuesta a las hegemonías monopólicas y el colectivismo, y
reivindicativa de los derechos individuales económicos más allá de las
restricciones de la doctrina social de la Iglesia. Su punto de partida fue,
pues, distinto del de los nacionalistas aferrados sin concesiones al concepto
de Estado-nación.
“Sí, señor –dijo
“Cosmín” a un periodista en 1970–, estoy librando una guerra santa contra
comunistas, peronistas, socialistas, radicales, demócratas cristianos y otros
agentes de la subversión”.
No se tomaba
demasiado trabajo en distinguir matices y este mismo diario –que era bien o mal
su diario de lectura infaltable– fue objeto a menudo de invectivas que cruzaban
la raya de lo admisible en las polémicas. Así como revoleaba denuedos podía
convocar días después como si nada a un diálogo civilizado.
Porfió en una
enemistad absoluta con los sacerdotes de la Teología para la Liberación y con
la demagogia clerical, punto que subraya la naturaleza política de una parte
sustancial de su prédica. Cuando los montoneros secuestraron al expresidente
Aramburu, un periodista le preguntó qué palpitaba al respecto. “Ustedes saben
dónde está –contestó–. Búsquenlo en las sacristías”.
Beccar Varela no
tuvo nada en particular para decir del Opus Dei, salvo reconocerle “la
fidelidad doctrinaria” a la Iglesia. Como otros católicos de su formación abrió
los ojos ante la irrupción del lefebvrismo. De hecho, había recibido a monseñor
Marcel Lefebvre en su domicilio de la calle Montevideo cuando vino a la
Argentina en 1974. Pero tomó distancias al regresar este dos años después.
Se abstuvo de
criticar a la Santa Sede en su decisión de excomulgar a Lefebvre y a los
obispos que este había nombrado en 1988 en su fraternidad San Pío X, medida que
alcanzó a sacerdotes ordenados también en lo que se consideró una falta
disciplinaria grave al orden jurídico de la Iglesia. Para gentes en la línea de
pensamiento de Beccar Varela fue un alivio la indicación de Juan Pablo II al
cardenal Ratzinger de buscar una aproximación con Lefebvre, sobre todo cuando
algunos estudiosos de la Iglesia, como el teólogo y politicólogo francés
Jean-yves Calvez, interpretaban que no había materia cismática que juzgar. Se
avanzó en el camino de la reconciliación y se levantaron las excomuniones. En
la Argentina, donde el lefebvrismo tiene por lo menos cinco prioratos, la
Secretaría de Culto lo reconoció en 2015 como persona jurídica con el aval del
cardenal primado Mario Poli, que bien debía saber la opinión de Bergoglio.
En los últimos
años se acentuaron las críticas de Beccar Varela a la conducción de la Iglesia.
Su medio de expresión era una página de internet que publicaba regularmente
desde 2000 con el nombre de La Botella al Mar. Por momentos declaraba infecunda
su prédica, que no llegaba más que a los 4000 suscriptores de forma gratuita de
esa página. Allí tanto denunciaba que “la libertad de prensa es un cuento
chino” –a raíz de que su botella boyaba en pleno mar sin llegar a orillar los
medios– como la apostasía en que a su juicio se incurría en la Iglesia por las
tesis “falsas” del progresismo.
En uno de los
últimos números de La Botella al Mar, “Cosmín” hizo durísimas críticas al
papado de Bergoglio. Se detuvo, como siempre, en la frontera con la ruptura.
“Es prudente –escribió al final de las argumentaciones– seguir aguantando a
este clero infiel en los templos de siempre, haciendo actos continuos de fe y
rezando para que Dios abrevie estos días de inequidad”. No cuesta imaginar que
Pío XII estuvo entre los pontífices modernos preferidos de este batallador que
estuvo en la primera línea de combate en 1986 en los medios públicos contra la
ley de divorcio.
Había debutado en
disturbios callejeros al prevenir con otros cientos de católicos desde las
escalinatas de ingreso a la Catedral, el 12 de junio de 1955, que una turba de
la Alianza Libertadora Nacionalista, fuerza de choque del peronismo, la tomara
por asalto. Se refugió luego en el templo y salió con garantías otorgadas por
la policía al obispo auxiliar Manuel Tato de que podría abandonar sin problemas
la Plaza de Mayo. Terminó en la cárcel de Devoto y de allí fue derivado a una
cárcel de menores.
Escribió tres
libros: Buenos Aires reconquistada, Dónde está el pueblo y Aquellas aguas
trajeron otros lodos. Este hombre por tantos motivos criticados, pero de vida
personal íntegra, fue un lector voraz. Difícilmente haya otro vecino de Buenos
Aires que pueda ir como él a un café de la ciudad –Josefina’s, de Juncal y
Talcahuano, en su caso– y pasarse mañanas leyendo la Suma Teológica de Santo
Tomas, cuyos quince tomos devoró. Por entonces ya había digerido por entero la
monumental Historia Universal de la Iglesia Católica, escrita en el siglo XIX
por Rene Francois Rohrbacher. Se dice que por influencia de Rohrbacher se
produjo en Francia el desvanecimiento del galicismo, la tendencia dispuesta
desde el siglo XVII en la iglesia francesa a separarse de Roma y fortalecer de
ese modo el centralismo del poder político. Autor grato para ese tipo de
lector.
Cosme Beccar
Varela jugó al rugby en el SIC y como golfista fue más afortunado que con su
candidatura presidencial en 2003 por el Partido de la Recuperación: se
enorgullecía de que su handicap hubiera estado por un tiempo por debajo de un
dígito y haber conquistado dos medallas por hoyo en uno.
Había nacido en
San Isidro el 28 de enero de 1938. Sus restos fueron inhumados en el cementerio
de la Recoleta.
(La Nación, 31 de
agosto de 2020)