Prólogo
al libro “Identidad y lenguaje”
Por Eduardo
Arroyo (24.11.2020)
Nunca he entendido por qué Alberto Buela
se define como “eterno comenzante” porque muchos tenemos la sensación de
encontrarnos bastante detrás de él. ¿Qué seremos nosotros entonces? ¿También
eternos comenzantes? Desde luego no podemos ser lo mismo. En los libros de
Buela uno siempre aprende algo, algo que no se lee en otros sitios. Por eso:
por edad y saber, creo que bien puede contarse entre los maestros de varias
generaciones de jóvenes y de no tan jóvenes.
En este caso, Buela nos presenta esta pequeña obra titulada “Identidad
y lenguaje”. El asunto no es baladí y quien espere encontrar una defensa
exacerbada de un idioma sin más se equivoca porque el asunto va mucho más allá.
El opúsculo que presentamos tiene, a mi entender, tres partes diferenciadas:
Primero, Buela expone la alienación y postración de los países de “nuestra
América”, hoy condenadas a la irrelevancia; segundo, explica qué debe entenderse
por identidad y cómo la identidad se ajusta mucho más al pluriverso real y
efectivo, antes que al “one-world” de los ideólogos globalistas. Por último,
lanza una idea fuerza: “nuestra América” como “katechón”, como muro de contención
frente al proyecto globalista.
Estas tres partes del opúsculo están transidas de idioma español en
calidad de patrimonio de esa América desposeída. Por ejemplo, y para empezar,
“nuestra América” es víctima de la neolengua global y por eso los medios de
comunicación obligan a algunos americanos a definirse como “latinoaméricos”.
Después viene el ninguneo: el español no sirve para la ciencia ni para la
técnica, dicen. Tampoco es apto para la nueva civilización tecnocrática que,
claro está, es la única posible. Además el español es, no el primero, sino el
segundo o incluso el cuarto idioma más hablado en el mundo.
Buela constata con amargura que son pocas o inexistentes las órdenes
de relevancia en política internacional que han sido cursadas en español. Esta
situación es insoportable para una inteligencia auténticamente nacional como la
del autor y por ello emprende una defensa, decidida y contundente, de la lengua
española. Así, presenta datos que demuestran la pujanza sobre el inglés en
cuanto al número de hablantes. Su defensa pone a cada uno en su sitio: “En este
campo específico estamos rodeados de un hato de ineptos. Ineptos que como el
‘rey cazador de elefantes’ sostienen en la última cumbre Iberoamericana de
Cádiz que somos cuatrocientos millones los hispano parlantes o como las
autoridades del Instituto Cervantes que sostienen que somos 450 millones de
castellano hablantes en el mundo y, para colmo de errores, que es la segunda
lengua después del inglés: stultorum infinitus numerus est”.
Como se ve, Buela defiende en primer lugar cómo se dicen las cosas y
quiere que le sean reconocidos al español sus derechos y su preeminencia. Pero
Buela no es un defensor sin más del modo en que se dicen las cosas, una actitud
que quedaría inmediatamente impugnada por el hecho palmario de que todos los
días el poder que rige en España -y en América no es diferente- dicta leyes y
afirma cosas letales para el conjunto del pueblo, leyes, normas y decisiones
que minan y socavan nuestra identidad, nuestra historia y nuestro mismísimo
derecho a estar en el mundo. De ahí que nuestro autor afirme en estas páginas
un sugestivo proyecto para devolver su ser a esa hispanidad postergada. ¿Qué significa
esto?
Por “azares llenos de sentido”, que
diría Nietzsche, recientemente han visto la luz dos entrevistas de dos
personajes separados por mundos distintos y biografías así mismo diferentes. La
primera es del propio Buela y ha sido realizada por Jorge Fontevecchia, cofundador
de Editorial Perfil y director ejecutivo de “Perfil Network”. La entrevista ha
aparecido en www.perfil.com, fechada el 7 de febrero de 2020.
El agudo entrevistador formula a nuestro autor una pregunta final: “¿Qué
sensación le produce lo que hoy está viviendo la Argentina y qué consejo o
mensaje podría darles a los lectores?”.
Alberto Buela responde: “Primero, una sensación de tristeza. Nací en
un país en el que éramos contenidos por la comunidad. Tengo 72 años, estoy
criado mitad en la ciudad, mitad en el campo. Nací en Parque Patricios pero a
los dos días me moría y mi padre hizo un cajoncito y me llevaron a Magdalena,
donde estaba toda mi familia, de modo tal que nací allá de hecho. Me crie,
teníamos el colegio, el club Huracán, estaba la parroquia de San Bartolomé en
Chiclana y Boedo. Teníamos muchas organizaciones que nos contenían; éramos una
familia humilde. Iba a la pileta de calle Pepirí, me expresaba como nadador. En
el club Huracán jugaba a la pelota o al frontón, que también me gustaba. En la
parroquia hacíamos campamentos. En la escuela estudiábamos. En la poliomielitis
todos los vecinos salieron a pintar los árboles con cal.
Nací en una comunidad. Nací en una polis. Y produjimos algo
extraordinario: así como los griegos pasaron de las tribus a las polis, esto lo
dice Platón en el último libro de las leyes: “La diferencia con los bárbaros es
que nosotros tenemos polis y ellos no. Y tenemos un sistema de leyes por el
cual Sócrates dice, ante la opción de escapar de la cicuta: ‘La ley es mi madre
y mi partera’. Argentina logró un milagro extraordinario, aparte de tener a
Lionel Messi y a Diego Maradona. Nací en una polis y voy a morir en una tribu.
Tenemos las tribus de los abortistas, de los antiabortistas; las de
los terraplanistas, de los subsidiados, de las madres, de los hijos, de los
primos, de los indios. Se quebró la idea de pueblo como mayoría. Hicimos lo
contrario de los griegos”.
¿Esto que percibe Alberto Buela, esta desintegración paulatina de la comunidad, es un fenómeno local argentino? La respuesta es decididamente “no”. Con fecha 2 de noviembre de 2020, la revista “Modern Age”, en su número de otoño de este año, ha publicado una entrevista de Atilla Sulker al ideólogo “paleoconservador” estadounidense Pat Buchanan, el denominado en aquél país como “profeta del populismo”.
Pregunta el entrevistador: “Usted ha mencionado el capitalismo democrático. Quería preguntarle un poco acerca de esto ya que hablamos del asunto. ¿Qué le parece esta concepción del capitalismo al estilo de Ayn Rand, ese hiper-individualismo y como lo distingue usted de un orden económico de libre mercado más tradicional?”. Buchanan responde: “Bueno, Ayn Rand [tenía] una visión ultra-libertaria del mundo y de la sociedad y de cómo debería funcionar el mundo. No lo comparto en absoluto. Soy mucho más tradicionalista. Tengo las doctrinas sociales de la Iglesia Católica, donde somos básicamente una comunidad: las personas se cuidan unas a otras y tenemos obligaciones entre nosotros.
Somos una comunidad que trabaja en conjunto en lugar de este hiperindividualismo. La familia, la comunidad, el país, el vecindario, la iglesia y todas estas cosas son importantes para mí. Y no lo son para algunos de los que adoran en el altar del capitalismo sin adornos o sin inhibiciones. Así que nunca fui de esa tribu. Y siempre he sentido simpatía por los sindicatos y la acción colectiva de la gente para hacer que la sociedad sea más justa y equitativa. Eso siempre me atrajo, y realmente me afectó cuando viajé por el país en 1990 y 1991, viendo cómo todas estas fábricas y empresas cerraban y se mudaban al extranjero, se perdían puestos de trabajo, se despedían personas y las familias pasaban por condiciones infernales.
La economía debe estar estructurada para unir a
las personas y hacer que las personas confíen entre sí y se apoyen unos en
otros. Una vez más, la idea del individualismo o de estas instituciones
corporativas que no tienen lealtad o lealtad a nada más que al fondo, eso nunca
me atrajo”.
Como Buela, Buchanan, al final de la entrevista afirma: “cuando se da
una situación en la que no hay base religiosa para tu comunidad, cuando tampoco
la comunidad tiene una base moral sobre la que todos están de acuerdo y cuando estás
en desacuerdo acerca de la mayoría de cuestiones básicas, entonces dejas de
tener un país; más bien tienes un centro comercial lleno de gente de diferentes
creencias, culturas y todo lo demás”.
Es llamativa esta coincidencia en cuanto al fenómeno paulatino de la
desintegración de comunidades humanas y es precisamente su diagnóstico el que
hace posible en nuestro tiempo que muchas veces estemos más cerca, por visión
de la vida y del mundo, de una persona que ni siquiera habla nuestro idioma que
de nuestros propios compatriotas envenenados de modernidad.
Pero volvamos a nuestro autor. Está claro que es importante en qué
idioma habla uno -el cómo- pero también lo que se dice en él -el qué-, para
estar en el mundo. De ahí que Buela lamente la falta de relevancia política del
idioma de “nuestra América”. Y precisamente por esto llega la parte más
sugestiva y remuneradora del presente trabajo: por su peso específico y su
pujanza el idioma español y las comunidades que lo hablan están llamados a
recuperarse a sí mismos, a salir del estado de alienación en el que se
encuentran de un modo desafiante y esperanzador.
Buela enseña que el fundamento de todo hacer político en el mundo es
un “arcano”, pero no en el sentido del secreto casi imposible de conocer, sino en
el de “principio” u “origen”. Así, frente al embate destructor y desintegrador
del mundo actual, el idioma español, su pluriverso hispano, debe alzarse como
valladar infranqueable. Como era de esperar Buela nos remite al concepto
paulino de “katechon”: un impedimento o dique de contención frente a las
potencias del caos que también tienen un arcano aunque siniestro. Ese
“katechon” debe expresarse en español porque solo el español tiene el peso
específico planetario para contrarrestar esa lengua franca de un inglés
empobrecido que el capitalismo quiere imponer en todo el orbe. Es este un
idioma español dueño de sí, no alienado y que sabe lo que quiere y, sobre todo,
lo que no quiere.
Pero es importante precisar que Buela no quiere hacer del español un
mero hijo contestatario de la respuesta a la globalización. En realidad, va
mucho más allá porque el “katechon” hispano, una idea metapolítica nacida del
“arcano”, queda fundamentada según nuestro autor en el símbolo solar de Nuestra
Señora de Guadalupe: “Suramérica forma parte de un espacio cultural mayor que
es Iberoamérica; esto es, los pueblos que van desde el Río Grande hasta Tierra
del Fuego. Y este espacio tiene un singular destino escatológico que está dado
por el esplendor solar de la Virgen Morena de Guadalupe”.
Recordando a Primo Siena, ilustre discípulo del filósofo Silvano
Panunzio, nuestro autor destaca que, en la advocación de la Virgen de
Guadalupe, “la imagen de Nuestra Señora aparece encinta como lo fue en el
oculto viaje hacia Belén narrado por los evangelistas, o como resulta del
maravilloso cuadro solar, presentido en el Apocalipsis por el discípulo predilecto”.
Es fácil ver aquí el camino de esperanza y renovación que plantea esta
simbología; no por nada se denomina en español al embarazo como “estado de
buena esperanza”.
Esta esperanza, hay que recalcar que no es meramente política, ni
siquiera solo metapolítica porque alcanza también lo personal desde el momento
en que el mensaje cristiano, que interpela al corazón de cada hombre, irradia
también un proyecto histórico de singulares características. La propuesta de
Buela tiene por tanto un destino en el que cada uno puede redimir su vida
haciendo de ella misma un verdadero “katechon” personal. Como Russell Kirk,
nuestro autor sabe que la pregunta por lo político es en realidad una pregunta
por el sentido de la vida humana. De ahí que quiera encaminar los senderos de
“nuestros americanos” hacia las más altas cumbres, hacia una consumación
gloriosa.
Por todo esto, la propuesta de Alberto Buela, con su “katechon”
hispano contra los reyes del dinero y del “one-world”, supone en realidad una
consumación de “nuestra América”, de “Las Españas”, lanzadas otra vez por las
sendas de la historia, por un nuevo camino en el que el idioma común servirá a
un destino auténticamente metapolítico, libre y señor de su verdadera identidad,
al servicio de ese Dios que impulsó la epopeya evangelizadora en América.
Que el lector juzgue por sí mismo si este pequeño opúsculo no contiene
en sí la semilla de algo verdaderamente grandioso.