relato y extravío conceptual de Fernández
Por Pablo Esteban
Dávila
Alfil, 18
noviembre, 2020
Es risible
escuchar los argumentos del presidente Fernández sobre la deuda externa del país,
especialmente la que supo tomar el gobierno de Cambiemos con el Fondo Monetario
Internacional. Para las usinas ideológicas del Frente de Todos, aquel
empréstito se acordó al solo efecto de permitir la fuga de divisas de los
amigos Mauricio Macri. Dicho sea de este modo: el Fondo le prestó a la
Argentina 40 mil millones de dólares que, tras un fugaz paso por el Banco
Central, fueron adquiridos por ricos y famosos para llevárselos a su casa o
enviarlos al exterior.
Esta es una visión
recurrente en buena parte de la clase política nacional, esto es, creer que se
toma deuda para hacer chanchullos y cobrar jugosas comisiones. Ojalá esto fuera
cierto: los problemas de balanza de pagos se solucionarían sólo con honestidad.
La realidad, como siempre, es mucho más compleja y excede a la bondad
kirchnerista.
Desde el punto de
vista operativo, Macri tomó deuda (primero con bonistas, luego con el Fondo)
para hacer dos cosas: pagar los vencimientos de bonos en dólares emitidos por
Cristina y solventar el gasto público que no podía ser sufragado con ingresos
corrientes. Tan simple como esto. Tres de cuatro dólares fueron a pagar
compromisos anteriores. El dólar restante, a bancar el gasto público.
Como el déficit
fiscal parece no extinguirse nunca, no solo Macri tuvo que seguir endeudando al
país sino que también lo está haciendo Alberto y, seguramente, quienes lo
sucedan en el futuro. Lejos de cualquier teoría conspirativa, los gobiernos
argentinos deben tomar fondos en el exterior porque no les alcanza con lo que recaudan.
O darle a la maquinita de imprimir billetes. O ambas cosas a la vez.
Esta última
combinación es la que se está ejecutando en la actualidad, pese al horror que
declama el presidente por los compromisos externos heredados. Fernández no solo
ha impreso billones de pesos (no es una exageración) sino que, además, se ha
endeudado por $20 mil millones de dólares, aproximadamente la mitad de lo que
le reprocha a Macri y en apenas un año de mandato. El mecanismo utilizado es
dinamita pura: tomó todo lo que debía en pesos y lo canjeó por un bono pagadero
en dólares. A su vencimiento será mandatorio ajustarse los cinturones.
¿Se encuentra
Fernández pergeñando algún desfalco o diseñando alguna fuga de divisas, igual
que su antecesor? Nada de eso. Apenas continúa el triste camino del déficit.
Pero, mientras que para Juntos por el Cambio el diagnóstico estaba
relativamente claro (aunque no así los remedios), el presidente parece sumido
en una confusión conceptual, una niebla cognitiva.
Tanto él como sus
funcionarios vienen diciendo que no se pagará al Fondo con ajuste, y que
tampoco serán los más débiles los perjudicados por la negociación que se está
llevando a cabo. Los senadores kirchneristas fueron todavía más allá,
requiriéndole al organismo que “se abstenga de exigir o condicionar la política
económica” nacional. Asombra tanta valentía. Sin embargo, el ajuste ya comenzó
y está cayendo sobre los que menos tienen. La nueva fórmula jubilatoria es un
ejemplo perfecto de este cinismo, al igual que la brutal caída del salario real
que sufren todos los argentinos casi por igual.
El problema es que
no consisten en un programa coherente, explícito, sino de meras estrategias de
supervivencia que colisionan con el discurso oficial. Si se trataran de medidas
explícitas de estabilización al menos se sabría hacia donde se piensa llegar
con la estrategia, o cual es el diseño del país del futuro, pero esto está
lejos de ocurrir. Todo indica que, como tantas veces en la historia reciente,
el gobierno solo trata de comprar tiempo a la espera de mejores momentos. Y
que, cuando estos lleguen, comenzará nuevamente la fiesta populista. Es una
fórmula atroz: sufrir mucho ahora, para seguir sufriendo menos después.
Comprar tiempo
requiere mansedumbre popular y también recursos adicionales. Como el frente
externo está blindado -nadie presta un centavo a la Argentina- aquellos pueden
ser logrados con el exclusivo expediente de crear nuevas gabelas. Esto explica
la iniciativa de la dupla Carlos Heller – Máximo Kirchner de establecer un impuesto
a la riqueza “por única vez” (imposible no entrecomillar tal justificación)
para supuestamente financiar los inesperados gastos generados por la pandemia.
Esto suena a una
excusa. Del propio texto del proyecto que se discutía anoche en Diputados surge
que apenas un tercio de lo que se recaude se aplicará al sistema de salud. El
resto será destinado a YPF Gas con el propósito de incentivar la generación de
energía, lo cual desmiente la supuesta transitoriedad del impuesto. Cualquier
inversión en el campo energético es, por definición, una cuestión de largo
plazo.
De lo que sí no
existen dudas es que este tributo traerá litigios al por mayor. Tiene múltiples
inconsistencias, genera dobles imposiciones y confunde bienes patrimoniales con
capital de trabajo. Muchos de los alcanzados recurrirán a los tribunales porque
se trata de un expolio sobre sus negocios corrientes, mientras que otros lo
harán por un tema eminentemente conceptual. El gobierno los tildará de
miserables -el presidente ya utilizó el término para referirse a Paolo Rocca, a
inicios de la cuarentena- pero mucha gente, aun la que está muy lejos de
integrar cualquier plutocracia, se solidarizará con los reticentes, como
sucedió en su momento con Vicentin.
Sucede que el país
productivo no soporta más impuestos, ni que el gobierno continúe en sus afanes
de cazar en el zoológico. Tampoco produce ninguna emoción, excepto
prevenciones, las declamaciones oficiales sobre la solidaridad con los que
menos tienen o la redistribución de la riqueza. Si hay algo claro en el país es
que, con el discurso redistributivo, queda cada vez menos riqueza que repartir
para una cantidad siempre creciente de pobres. Si se considera que, al menos
desde 2002, este es el discurso predominante, es difícil no concluir que existe
una relación de causalidad entre el pobrismo de la clase dirigente y la pobreza
de los que efectivamente no tienen nada.
Las confusiones
entre la verdadera naturaleza de la deuda externa y los remedios para hacerse
de más recursos públicos desnudan el principal problema que atraviesa la
coyuntura, esto es, el extravío conceptual. No son temas especialmente
complejos, pero requieren aceptar que la disciplina fiscal es un valor que
excede las cuestiones ideológicas o la imaginación del peronismo K. La
inflación, la deuda y la consiguiente estampida contra el peso son tanto
manifestaciones del déficit fiscal como de la desconfianza oficial en el
mercado para recrear las condiciones de crecimiento macroeconómico y atraer la
inversión privada. Las respuestas del gobierno, como siempre, son de cabotaje.
Más impuestos y más relato, y una dosis infinitamente cínica de prevenciones
anticapitalistas. Así estamos, así seguiremos.