por Alberto Buela
Informador
Público, 20-12-20
La lucha por la
igualdad nació con la modernidad y parece no terminar jamás, pues todos los
días aparece una nueva demanda y la búsqueda de una nueva conquista, ya sea un
derecho, ya un capricho subjetivo.
El fundamento de
nuevos derechos es irrecusable cuando aceptamos el dictum de Eva Perón: allí
donde hay una necesidad hay un derecho. Y ciertamente que el feminismo clásico
se fundó sobre él, pues el varón a lo largo de la historia se reservó la
exclusividad de derechos que negó a la mujer. Lo primero en toda disputa es el
triunfo en la guerra semántica. Así ocurrió con la apropiación del término
hombre, cuando el mismo corresponde tanto al varón como a la mujer. Sucedió lo
mismo con los hispanoamericanos, que somos tanto o más americanos que los
yanquis, pero ellos se quedaron con el nombre y a nosotros nos llaman
latinoamericanos, con lo que, además, logran extrañarnos por el nombre.
Volviendo al
feminismo, después que las mujeres consiguieran el derecho al voto, apareció el
neo feminismo a partir de mediados de los años 60 del pasado siglo. Ese nuevo
movimiento deja el liberalismo sufragista originario y se vuelca a la izquierda
y comienza la seguidillas de reivindicaciones que llegan hasta hoy:
anticapitalista, antirracista, antibelicista, antipatriarcal, abortista,
eugenista, lesbianista, homosexualista, la adopción de niños por parejas de un
mismo sexo, zoofilista en Canadá y un largo etcétera.
En una palabra, el
neofeminismo no tiene límites en sus reivindicaciones pues no hay nadie que se
le oponga. En realidad, en nuestras sociedades, permisivas y democráticas nadie
se opone políticamente. Y cuando en una sociedad las minorías avanzan sin
oposición alguna se tornan cada vez más violentas, por aquello que observó el
viejo Platón: el hombre que puede actuar sin límite ni sanción alguna se
convierte en un déspota.
Y esto sucede con
las minorías neofeministas o cualquier otra que pueda actuar sin sanción ni
límites, como los grupos indigenistas en el sur argentino que ocupan tierras
privadas y queman casas e iglesias impunemente.
La razón última es
que, por un lado, son políticamente correctos pues se suman el proyecto de
globalización contribuyendo a la disolución de las naciones históricas, y por
otro, sin la existencia de enemigos, aunque sean ficticios, sus dirigentes
dejarían de existir. De modo que no nos tiene que llamar la atención el
ejercicio de la violencia sin límites tanto sobre las cosas como sobre las
personas así como el vocabulario soez y la actitud machista de mujeres que
defecan en el atrio de la Catedral de Buenos Aires, arruinan monumentos
públicos o pintan iglesias y escuelas.
En concreto,
observamos que nuestra sociedad actual, que no es ni homofóbica ni
antifeminista, está sometida al chantaje de estos grupos en demandas regulares
y sucesivas cada vez más violentas por la razón que sin tales demandas dejarían
de existir. Una vez que una sociedad concede todo lo que se le exige solo cabe
esperar que su final no se demore.
Terminado este
artículo me llegó uno excelente de la periodista Claudia Perió titulado
Feminismo vs feminismo: una luchadora antifranquista, a juicio por defender el
sexo biológico donde muestra como Lidia Falcón, pionera en defensa de los
derechos de la mujer, fue llevada a juicio por las neofenimistas por ideología
del odio al transgénero. Y lo único que hizo Falcón fue oponerse a la
manipulación de los niños adoptados por los transexuales cambiándoles el sexo
inyectándoles bloqueadores de la pubertad y hormonas.
Esto muestra,
afirma Peiró, que existe un choque frontal entre el feminismo radical de corte
marxista y el tansfeminismo sostenedor de la teoría del queer que sostiene la
autodeterminación del género.
Al mismo tiempo me
llegó, algo atrasada, la revista francesa Éléments N° 184 donde el escritor
Benoit Duteurtre afirma sobre el tema: J’ai du mal a voir l’enfant comme un
“droit”.