No advertirlo es suicida.
Enrique Guillermo
Avogadro
5-1-21
La vieja parábola
de la rana sumergida en agua calentada lentamente para que no reaccione, hasta
que el calor la termina matando, es perfectamente aplicable al proceso
argentino. En rigor, la comparación más acertada -tal vez, más dolorosa- es la
de un caracol o una babosa a la que se le echa sal encima y se va secando sin
remedio, hasta su muerte.
Hay que ser
voluntariamente ciego para no advertirlo. El país se va disolviendo lenta pero
inexorablemente, deslizándose hacia la pobreza extrema alcanzando a cada vez
más argentinos. Y no es un ritmo inadvertido, sino persistente y sólido.
Todo lo que
significa el país moderno, vital, pujante y vinculado al mundo está siendo
desmantelado y con él, su base productiva.
El campo, la
industria, los servicios, los emprendedores, ven cómo se los expropia para
ampliar la economía asistencial, sin estímulo alguno ni compensación que
permita continuar generando riqueza.
Repartir lo ajeno,
aún a costa de destrozar la actividad productiva. Esa es la constante.
El símbolo de la
relación con el mundo, la moneda nacional, ha caído en un año a la mitad de su
valor real. Los salarios han acompañado este derrumbe, pero también la
rentabilidad empresaria, el valor de los activos físicos y el valor de las
empresas. No por la pandemia, sino por la mediocridad. Brasil ha sufrido la
pandemia con una intensidad sustancialmente mayor. El valor de su moneda, en un
año, pasó de 4,06 a 5,19 reales por dólar. El peso pasó de 63,20 a 166. Su
deterioro ha superado el 50 %. El propio valor "oficial" del peso ha
perdido en dos meses (del 1 de noviembre al 31 de diciembre) el 10 % de su
valor. Proyectando este deterioro, a fin de año superará otra caída a la mitad
de su valor, o más.
Los activos
inmobiliarios han perdido el 50 % de su valor, y quien sostenga que sólo lo han
hecho en un 30 % simplemente se ilusiona con el valor que se demanda por quien
quiere vender, ignorando que las operaciones no se hacen porque nadie paga en
la Argentina esos montos.
El país no vale.
Todos quieren vender y nadie comprar. Irse, no venir.
El sueldo medio de
la economía, que compartía el primer lugar en América Latina con Uruguay y
Chile, hoy es sólo superior al de Venezuela. La jubilación mínima -que superaba
los 250 dólares hace un año y medio- hoy apenas supera los 100 -Uruguay y Chile
nos duplican-. Todos los pasivos, de todos los niveles, han visto caer su
ingreso a la mitad en valores reales.
La capitalización
bursátil, que se encontraba hace un año en 10 billones de pesos argentinos
nominales, hoy apenas supera los 9 billones, lo que en términos de valor real
-comparado con el promedio de divisas- significa que cayó a menos de la mitad:
eso es lo que valen hoy las empresas argentinas, la mitad que hace un año.
La deuda pública,
por su parte, ha crecido en 20.000 millones de dólares en un año y quien le
presta a la Argentina demanda una tasa de interés del 15 % en dólares -se han
colocado bonos hasta el 17 %, o sea un riesgo país de 1700 puntos- mientras los
países del entorno regional pagan por su deuda entre 2 y 3 % (entre 200 y 300
puntos de riesgo-país). Todo eso es fruto de la falta de acuerdo estratégico
nacional que inspire confianza a quien pueda prestarnos. En lugar de perseguir
ese acuerdo estratégico para reducir el peso de la deuda en el presupuesto
público, el oficialismo prefiere ajustar los gastos, centralmente sobre quienes
tienen menos posibilidad de defensa, los pasivos, en un círculo vicioso
retractivo que termina inexorablemente en la miseria.
A la producción
agropecuaria, base fundamental del financiamiento de toda la estructura
industrial argentina, se le ha anulado su rentabilidad y ha perdido más de la
mitad de su valor. Cabe sólo observar lo que significa el nivel de retenciones,
aplicadas sobre el valor "oficial" de la divisa, para entender el empobrecimiento
de las empresas agropecuarias, cuyo capital es carcomido por una presión
impositiva desbordada, muy superior a la ya apabullante presión fiscal que
sufre toda la economía. Se le paga $ 60 por dólar al que exporta, pero se le
cobran $ 140 cuando debe comprar sus insumos.
En síntesis, la
Argentina se va disolviendo lentamente, impulsada hacia la insignificancia como
país y a la masificación de la pobreza como sociedad.
En el debate
económico, por su parte, concepciones que atrasan ocho décadas y se imponen con
prepotencia impiden cualquier mesa de diálogo. La obsesiva insistencia en
combatir la pobreza fabricando dinero no es sostenida en ningún lugar del
mundo, salvo en la dictadura venezolana, e impulsa un proceso inflacionario que
carcome sueldos, rentabilidades, capitales instalados, impuestos, jubilaciones
y títulos.
No hay, por lo
demás, señal alguna que siembre optimismo. No existe un apoyo público a la
actividad económica -todo lo contrario- por lo que sería voluntarista imaginar
la reversión de la tendencia. El aislamiento creciente anula cualquier
posibilidad de financiamiento y la estrábica política exterior incrementa la
desconfianza, junto a iniciativas que señalan la anulación de la seguridad
jurídica ante la presión constante del oficialismo sobre el poder judicial.
La proyección de
la tendencia nos indica que a fines del año que se inicia, la divisa argentina
habrá perdido otro 50 % de su valor real -según los cálculos de los economistas
más optimistas-. Y en un par de años más, para el 2023, su nivel de paridad
será similar al de la moneda venezolana. O sea, cercana a cero. Al terminar el
período de gobierno de Alberto Fernández, Argentina será Venezuela y sólo
podrán sobrevivir los que acepten la lógica del rebaño recibiendo las limosnas
de un Estado en manos del autoritario populismo cleptómano.
Las fuerzas
políticas y sociales que sostienen este rumbo no se caracterizan por lo
ideológico, sino que conforman un conglomerado heterogéneo cuya línea
unificadora es la destrucción del estado de derecho y la instalación de la ley
de la selva. Rentistas autodefinidos "empresarios", mafias varias
nuevas y viejas, corporaciones gremiales putrefactas, financistas sin
escrúpulos, caciques de tolderías varias disciplinadas por planes y bolsones de
comida, logias políticas sin ningún compromiso con el país que sólo ven al
Estado como un botín de guerra, todas ellas bendecidas por el
"pobrismo" de la línea hoy hegemónica de la iglesia católica, para la
cual la pobreza extrema es preferible a cualquier "desigualdad", aún
aquella resultado del esfuerzo de trabajo, de la inversión productiva y del
compromiso con el progreso económico. Desigualdad que, por supuesto, no se
exige a los -y "las"- sátrapas, que exhiben sin pudor su ambiciosa
angurria burlándose de las leyes, de la moral y de la miseria.
Existe un solo
camino de reversión y hoy aparece como imposible: un consenso estratégico entre
los argentinos con vocación patriótica más cercanos a los niveles de decisión.
La polarización impulsada por la mafia corporativa del populismo la hace
imposible. La banalidad con que es mirada la política por gran cantidad de
ciudadanos hace el resto.
La generalización
descalificadora hacia el espacio público de quienes debieran aportar
racionalidad al debate por su nivel cultural, su preparación y sus
conocimientos desalienta a quienes toman al compromiso público como lo que
debiera ser: un servicio a la sociedad. Y un coro de repetidores-operadores
desde los medios masivos hacen el resto, quitando nivel al debate nacional del
que se ha ausentado toda reflexión de futuro o mirada estratégica.
Quedan y son
importantes los que luchan, y luchan, y luchan, peleando contra la montaña.
Cual Quijotes contra molinos de viento, su prédica es comprendida por el país
democrático con visión de futuro, pero no alcanza ante la apabullante presencia
mediática de la banalidad comprada. Pero, fundamentalmente, por la ingenua -y
voluntarista- actitud de una dirigencia timorata, cuando no acomodaticia, que
podría incidir fuertemente en la construcción de una unidad de los que importan
pero que, sin embargo, privilegia la perspectiva del "botín" por
sobre el interés nacional.
El país, mientras
tanto, se sigue disolviendo lentamente. Y los argentinos, empobreciéndose, aún
aquellos que conforman la carne de cañón de la corporación de la decadencia.