por Alberto Buela
Informador
Público, 30-5-21
El hombre no es un
individuo que flota alegremente sobre sociedad al que le importan “tres
belines” lo que suceda en ella. De igual manera, no es la sociedad la que
determina necesariamente a ese sujeto en lo que es. Pues no existe
determinación de nuestros actos sino condicionamiento.
De modo tal que el
hombre no es ni un individuo-solipsista ni un individuo-masificado. Es un ser
racional cargado de emotividad que tiene que vivir en comunidad, un “animal
político”, con sus taras, sus defectos y sus virtudes. Sabiendo que las reglas
de su obrar no son matemáticas sino, en el mejor de los casos, verosímiles.
Por esto último
los griegos exaltaban como máxima virtud la phrónesis, término que fue mal
traducido por prudencia, y que indica la capacidad de actuar adecuadamente
sobre casos donde no existe ninguna regla.
La bancarrota del
marxismo y del liberalismo produjo en la actualidad un conglomerado de ideas
comunes conocido como progresismo. Así, la sumatoria de supermercados,
entidades financieras, medios masivos de comunicación, redes sociales,
corrupción, ineptitud de los políticos y desarrollo exponencial de la
tecnociencia, produjo la decepción de los pueblos que ven, de más en más,
agudizados sus problemas y que, además, quedan sin resolver.
Los progresistas
son aquellos seres que están siempre en la cresta de la ola, en la vanguardia
de todo. El éxtasis temporal de su existencia siempre es el futuro, jamás el
pasado.
Me voy a detener
en este último aspecto: la tecnociencia.
La ciencia ha
gozado durante este último siglo de un prestigio incuestionado e
incuestionable. El maridaje de ciencia y mass media produjo la nueva religión
de la “cienciología”, pero, luego del descalabro de Hiroshima y Nagasaki, la
gente comenzó a dudar cada vez más de la benevolencia de los descubrimientos
científicos.
Existe una
decepción generalizada sobre la validez de las vacunas, sobre los tratamientos
oncológicos, sobre las células madres o la recuperación peneana. La ciencia se
desprestigia día a día. Y los científicos o mejor pseudo científicos parecen un
elefante en un bazar cuando aconsejan medidas.
Hoy la tecnociencia
produjo efectos múltiples sobre la vida cotidiana con la manipulación genética
y la procreación asistida. Y así se crean comités de ética y cátedras de
bioética (compuestas, sobre todo por médicos que no trabajan de médicos y
filósofos que no son tales. En Argentina tuvimos la dupla Mainetti- Maliandi=
Mamma mía). Cátedras que se ocupan si la esperma del marido muerto o de un
desconocido significa lo mismo; si el hijo es del útero en alquiler o de la que
lo paga, si desconectamos el respirador o lo dejamos, si todas las embarazadas
tienen que abortar o solo la violadas, etc.
Pero aquello que
nunca se pregunta si es correcto que Argentina gaste millones en dineros
públicos o privados en una sola procreación asistida o en el aborto de una
mujer que dio el mal paso como la costurerita de Carlos de la Púa, sabiendo del
estado lamentable de los servicios médicos sanitarios en que vivimos y vive la
población mundial. Que gaste en función del deseo del Sr. A y la Sra. B, o del
Padre A y el Padre B de los travestis, por tener como un juguete un hijo
propio.
Más que una
bioética necesitamos una biopolítica que responda a la pregunta si es ético que
se gasten miles de dineros públicos (o privados). Ni que hablar del aborto que
es un crimen políticamente correcto realizado sobre un ser indefenso, en donde
el Estado gasta millones de pesos.
¿No es acaso
contradictorio alentar el aborto de las embarazadas y propiciar ayuda a esas
mismas mujeres embarazadas? Va contra el principio octavo de la lógica clásica
que afirmaba: dos contrarios en un sujeto destruyen al sujeto.
La biopolítica
viene de Foucault, pasa por Roberto Esposito y Giorgio Agamben y llega hasta
hoy siempre interpretada como un instrumento de la lucha anticapitalista, pero
más allá de su ideologización la biopolítica es útil al poder para que éste sea
administrado reflexivamente “priorizando la vida” y sobre todo “la vida de las
mayorías,” esto es, de los pueblos.
La biopolítica, en
sentido estricto, alienta y defiende la vida como su multiplicación. Una
consecuencia de la biopolítica está en la salvación de las especies en vías de
extinción así como el equilibrio ecológico para mantenerlas.
Un objetivo es la
redefinición de las ciudades, sobre todo de las megalópolis invivibles para el
hombre contemporáneo. Y así como no puede existir vida política sin la ciudad
(polis), de la misma manera no puede existir vida política en una megapólis que
nos aliena.
Alguna vez dijo
Perón recordando a los griegos: todo en su medida y armoniosamente. Bueno, la
biopolítica pretende hacer eso con la política.
Hoy, por el
contrario y sin saberlo en forma explícita, tenemos una biopolítica que condena
a muerte a miles de ciudadanos por falta de atención médica, por escasez de
aparatos de diálesis o respiradores, o peor aún, por escasez de vacunas contra
covid porque las utilizaron sus jóvenes militantes y los satisfechos con
sistema.
Esta falsa
biopolítica, que nunca se pregunta si es correcto que Argentina gaste millones
en dineros públicos o privados en una sola procreación asistida o en el aborto
de una mujer que dio el mal paso(la costurerita de Carlos de la Púa), sabiendo
del estado lamentable de los servicios médicos sanitarios en que vivimos y vive
la población mundial, en función del deseo del Sr. A y la Sra. B, o del Padre A
y el Padre B de los travestis, por tener como un juguete un hijo propio.
Hoy esta pseudo
biopolítica justificada por negligencia de una bioética progresista -nunca los
académicos son reaccionarios en el sentido de reactivos, de que pueden reaccionar-
está dejando en la calle a millones de ciudadanos sin trabajo, está matando a
los pueblos por cientos de miles, está dejando sin libertad a sociedades
enteras, y todo ello, bajo la excusa verbal de defender la vida, pero que de
hecho la elimina.
En el orden del
discurso político la contradicción es evidente: mato la vida para defender la
vida. Y en el orden moral no se puede caer más bajo: hacer el mal para evitar
un bien (malum faciendum, bonum viatandum).