La nueva derecha
Reflexiones
sobre la revolución conservadora en la Argentina
Para recuperar el
terreno que fue abandonado a la izquierda, los intelectuales tienen por delante
una enorme responsabilidad.
Gerardo Palacios Hardy
Tradición viva,
18-5-21
Tradición Viva
publica en primicia el prólogo del último libro publicado por Fernando Romero
Moreno, “La nueva derecha. Reflexiones sobre la revolución conservadora”
[….] Y así no hay
de qué te admires si en este piélago de la vida padeciéramos muchas tormentas,
porque nuestro intento no es otro que desagradar a los inicuos. Que aunque el
ejército de ellos es muy copioso, con todo eso le hemos de despreciar, porque
se gobierna sin capitán, y así a cada paso es asaltado del error loca y
temerariamente; [….].”
Boecio, De la consolación por la Filosofía
La fuerza política que reciben las llamadas izquierdas
se debe a la táctica singular de los que no quieren
ser izquierdistas,
que primero las incuban y protegen desde los gobiernos
y después se dedican a tenerles miedo y a regular por
él su acción.
Juan Vázquez de Mella
I
Cuando a través de
anatemas y exorcismos laicos, provenientes de medios, personajes y ONG’s
políticamente correctos, se alerta contra el crecimiento en diversas naciones
de esa cosa horrible llamada derecha, aparece entre nosotros – y en buena hora
– este libro de Fernando Romero Moreno.
Para que el título
elegido – La Nueva Derecha – no indujese a equívocos, el autor lo ha
subtitulado Reflexiones sobre la Revolución Conservadora en la Argentina, para
luego, en la Introducción, enunciar de manera abierta, franca y sin rodeos lo
que se ha propuesto: mostrar la necesidad – también la urgencia – de constituir
en nuestro país un Frente Nacional de Derecha, es decir, una alianza política
“entre sectores conservadores, tradicionalistas, nacionalistas y liberales
clásicos (incluyendo a radicales y peronistas de línea ‘nacional-cristiana’,
republicanos y pro-mercado)”, que defienda ciertos valores, principios e
instituciones comunes a todos ellos “en torno a propuestas de mínima, sin
desconocer las diferencias de máxima y cediendo cada uno en algo por vía de
tolerancia.” Romero Moreno admite que esa propuesta no colmaría los ideales de
máxima de los convocados a forjarla, pero está convencido de que es “el único
bien posible en las actuales circunstancias.”
A partir de allí
el autor dedica un capítulo al análisis de cada uno de los cuatro sectores o
movimientos que deberían converger en la alianza, describiendo no sólo sus
orígenes históricos y doctrinarios, tanto en el mundo occidental cuanto en la
Argentina, sino también remitiendo a una notable galería de políticos y
pensadores que dieron forma y sustancia a cada uno de aquellos. Ello se hace,
como el mismo autor advierte y con citas muy bien seleccionadas, con el fin de
descubrir “el mínimo común denominador que las une, a pesar de las innegables
diferencias que tienen entre sí.”
El libro se
completa con tres capítulos, dedicados cada uno al mismo número de cuestiones
en las que con mayor frecuencia aparecen las diferencias entre conservadores,
tradicionalistas, nacionalistas y liberales clásicos, cuales son el
capitalismo, la democracia y la religión.
II
La propuesta no es
novedosa. El mismo autor se refiere en la última parte de la Introducción y en
otros capítulos a algunos intentos similares habidos en nuestro país. Nunca
terminaron de cuajar, tal vez porque, como dice Bandieri con buena ironía, “en
el pequeño grupo de esclarecidos de entre los cavernarios se ha perdido
demasiado tiempo en acusaciones mutuas de herejía.” En efecto, dentro del
pensamiento nacional o de derecha hemos asistido a peleas y rupturas entre
amigos y camaradas, algunos de los cuales, al mejor estilo cátaro, han sido más
inflexibles con los próximos que con los enemigos.
El caso es, sin
embargo, que la situación de la Argentina ha venido a ser gravísima, con el
peligro adicional que se da en el contexto de un mundo obsceno. Como dice
Nicolás Gómez Dávila, “ya no se necesita tener olfato fino para que el mundo
moderno huela feo; basta tener olfato.”
Es que el mundo no solamente ofrece grandes y graves problemas: él mismo
se ha convertido en un problema; y esto básicamente porque las naciones, sus
instituciones (tanto las locales cuanto las internacionales), ONGs varias,
medios de comunicación, en fin, todo aquello que de un modo u otro lo expresa,
ha concluido por abrazar la ideología de la modernidad, cuyo talante profunda y
cada vez más agresivamente contrario al bien y al orden parece que no se
termina de advertir.
En dicho contexto
la Argentina va acelerando el proceso de decadencia que inició hace muchos
años, sumando a ello que, a medida que se derrumba, va eligiendo como
gobernantes a gente de la peor ralea, empeñada, como se lamentaba Discepolín,
en empacar mucha moneda, vender el alma, rifar el corazón y tirar la poca
decencia que te queda…
El régimen
político de la Argentina se ha vuelto decididamente oligárquico, ya que, como
lo ha descripto Ernesto Palacio, tiene como objetivo tan sólo el beneficio de
las clases gobernantes, formadas con la peor de todas – la clase política desde
luego – y con los sindicalistas, empresarios, la mixtura de periodismo y
farándula y algunos miembros del clero, cuya complicidad ha sido comprada o
alquilada por la primera. Este régimen, que se cubre con la máscara de una
democracia declamada pero que no logra ocultar su fealdad, se nutre de la
corrupción, la mentira y el prevaricato de sus jueces. Ha expropiado el Estado,
poniéndolo enteramente al servicio de aquellas castas dominantes y, desde allí,
después de haber endeudado a la nación más allá de sus posibilidades, la ha
arruinado también en lo económico, lo social, lo cultural, lo espiritual y
hasta en lo religioso, volviéndose cada vez más tiránico. Ha sorbido el alma de
los argentinos hasta dejarlos exangües, contemplando incrédulos las ruinas que
no causaron guerras brutales ni catástrofes naturales, sino la acción de unos
gobiernos y de unos partidos que, como vislumbró Estrada hace más de 100 años,
vemos hoy agrupados en bandas rapaces, movidas de codicia, la más vil de todas
las pasiones, enseñoreándose del país, dilapidando sus finanzas, pervirtiendo
su administración, chupando su sustancia, pavoneándose indolentemente en las
más cínicas ostentaciones del fausto, comprando y vendiéndolo todo, hasta
comprarse y venderse unos a los otros a la luz del día.
III
La gravedad de la
situación exige destruir el régimen oligárquico, ponerle fin a las catervas
políticas y restaurar las leyes de la república y los valores permanentes de la
patria.
Esto requiere de
gobernantes virtuosos, dirigentes con principios y valores no sólo compartidos
sino sobre todo verdaderos y un pueblo firmemente comprometido con el bien
común. Pero de lograr todo eso, estaremos
más lejos de la formulación de un programa de gobierno y mucho más cerca
de la fundación de una nueva república.
Creo de verdad que
se trata nada menos que de tamaña meta. El argentino, redescubriendo sus
auténticas raíces, debe curar a la nación enferma y que parece haber extraviado
su destino y con ello su razón de ser. Debe ventilar a la patria, liberándola
de los vicios que la han corrompido tan hondo y de los que los sembraron. Y
debe restablecer la justicia, sin la cual no hay orden ni puede haber paz
social.
Todo esto se ha
vuelto evidente para cualquiera que tenga la mente un poco alerta. Pero no
menos evidente es que semejante gesta no puede ser llevada a cabo por una
facción, por iluminados que sean sus integrantes. La magnitud del peligro en
que se encuentra la patria y la dimensión de la hazaña que hay que realizar
para conjurarlo requieren de una acción en común, de una alianza de voluntades
como a la que en este libro exhorta Romero Moreno.
En una palabra,
dicha tarea requiere de una virtud poco conocida –o poco practicada- entre
nosotros. Me refiero a la concordia.
El hombre, ser
social por naturaleza, sale de sí mismo para ponerse en contacto con los demás.
¿Pero cómo ha de hacerlo? ¿Acaso imponiendo su voluntad, sus ideas, sus
ocurrencias? A eso tiende por cierto el hombre moderno, que impregnado de
individualismo y subjetivismo y adornado con una libertad cuya única medida es
la propia libertad, se ha convertido en un ser aislado en medio de una sociedad
egoísta.
San Agustín enseña
que la sociedad ha de ser una multitud de hombres unidos por estar de acuerdo
acerca de las cosas que aman. Pero lo primero que se debe amar es al otro. Eso
implica saber renunciar a lo propio, suprimir el odio y la enemistad, evitar la
generación de tensiones, abstenerse de proferir ofensas. Así se obtiene la
concordia, para la cual es preciso reconocer en el otro la dignidad propia de
su condición humana.
En la Argentina de
nuestros días, exasperada por la siembra de enemistad y rencor entre hermanos
que se hace desde los más altos niveles de poder, la concordia política también
es una necesidad.
Con razón escribe
Félix Lamas: “La paz social se funda en la justicia y consiste en una cierta
concordia ordenada; implica una aceptación voluntaria (y consiguientemente,
racional), de parte de los miembros del Estado, de algunos principios en
función de los cuales la comunidad política puede encontrar la clave de su
organización. Principios que regulan la transmisión y los límites del poder,
establecen las competencias de cada uno dentro del contexto social y político y
que constituyen a la vez la norma suprema y la máxima orientación de la vida
colectiva.”
Lejos estoy de que
esto se interprete como la pretensión de imponer un pensamiento único o de
prohibir el disenso. Esto es precisamente lo que caracteriza a los tiranos,
muchos de cuyos vicios exhiben sin pudor los mandones de turno. Por el
contrario, como enseña Santo Tomás (siguiendo a Aristóteles): “la amistad no
comporta concordancia de opiniones, sino en los bienes útiles para la vida,
sobre todo en los más importantes, ya que disentir en cosas pequeñas es como si
no se disintiera. […] la discusión en las cosas pequeñas y en opiniones se
opone, ciertamente, a la paz perfecta, que supone la verdad plenamente conocida
y satisfecho todo deseo; pero no se opone a la paz imperfecta, que es el lote
en esta vida”.
Por eso la
concordia debe ser para nosotros “la unión de nuestras voluntades” respecto de
bienes e intereses comunes. Y aunque pueda haber concordia y no paz genuina,
como sucede en una banda de ladrones, no puede haber paz si no hay concordia.
La concordia política es un elemento integrante de la paz. Si la Argentina,
pues, no restablece la amistad política entre sus hijos, no tendrá paz.
Ahora bien, si
esto es verdadero para la patria, ¿cómo no podría serlo para aquellos que
quieran proponerse la salvación de esa misma patria?
Este libro habla
de alianza, no de confusión. Se sitúa a la altura de las circunstancias
tremendas que estamos viviendo. Pelear la guerra inevitable con herramientas
aptas y ganas de ganarla. Cuando los fundamentos de la casa están podridos, los
dueños no se ponen a discutir acerca del color con que pintarán las paredes.
Las relaciones
entre quienes concuerden no tienen por qué ser cordiales. La alianza debe estar
basada en la voluntad de reconquistar la Argentina, liberándola de las
oligarquías que se han adueñado del Estado para desde allí esclavizar a la
patria y a los argentinos. No se trata por ende de impulsos emocionales, sino
fundamentalmente de actos de voluntad. Esa voluntad nace de la certeza de que
la patria se encuentra amenazada y en riesgo cierto de perderse.
Frente a la crisis
no sirve el optimismo ingenuo, que se empeña en creer que las cosas van a
mejorar sólo porque uno desea que mejoren y porque Dios es bueno. Hay que poner
manos a la obra, es decir, animarse a denunciar el mal profundo y a poner en
evidencia la insanable ilegitimidad de los falsos dirigentes. Y a éstos, en
apariencia tan olvidados de sus tremendos deberes y de los dolores que causan,
habría que exhortarles como san Gregorio Magno lo hacía con sus obispos:
aquellos que no han sido llamados a tal tarea, que no la busquen con
superficialidad; aquellos en cambio que la hayan asumido sin la debida
reflexión, que sientan nacer en el alma una necesaria turbación.
IV
Se necesita pues
de una decisión política y cultural, que active el ancho campo – está
comprobado que es así – de lo que llamamos derecha, a falta por ahora de un
nombre mejor que nos contente a todos. Debe hacerse a partir de los principios
básicos que sustentan ese movimiento, precisamente porque están siendo atacados
con saña y, lo que es peor, están cerca de derribarlos. Sabemos cuáles son: el
patriotismo, el trabajo honesto, la moral familiar, la autoridad, el orden, la
decencia, la libertad personal, la jerarquía, el coraje, la disciplina, el
honor, la lealtad.
Como enseña
Gentile, la convergencia de voluntades presupone una visión común y algo
efectivamente común, que será precisamente el fundamento del consenso y del
vivir juntos.
Para esto, para
recuperar el terreno que fue abandonado a la izquierda, los intelectuales
tienen por delante una enorme responsabilidad. Nótese que digo intelectuales,
por lo que quedan excluidos los ideólogos, cualquiera fuere el color de esa
ideología. Los intelectuales que aquí y ahora tengo en la mente son aquellos
hombres y mujeres que trabajan con su inteligencia, haciéndolo a partir de una
común adhesión a los principios y valores que antaño llamábamos occidentales y
cristianos, sabiendo a la perfección lo que con esos términos queríamos
significar. Tal vez por eso han pasado a ser ellos los rebeldes, los
contestatarios, porque van contracorriente. Pero recuérdese lo de Chesterton:
del que nada contra la corriente se sabe que está vivo.
Necesitamos voces vivas que den otra vez
sentido a las verdades de siempre, para que vuelvan a inflamar el corazón y el
espíritu. Hay que despertar el alma dormida en las palabras. El pensamiento
debe traducirse en acciones. Esa será la mejor repulsa al activismo, que
consiste en actuar por actuar y concluye también en el nihilismo.
Se dirá que no
parece haber reacción contra la obscenidad del mundo. Lo que ocurre es que si
bien hay quejas, no se reconocen las causas del estado de cosas. En otras
palabras, se deploran las consecuencias, pero no se advierte o no se quiere
aceptar que están causadas por una concepción absurda y perversa del mundo y
del sentido de la vida.
Las causas de la
crisis – en la Argentina y en el mundo – no son económicas, son culturales y,
en el fondo, religiosas. Por eso la crisis tiene esta gravedad y sólo un cambio
de mentalidad, un cambio en los hábitos, que se traduzca en la decisión
colectiva y sostenida de abandonar los comportamientos que nos llevaron a este
desastre, hará de la Argentina una nación grande.
Algunos años
atrás, un hombre lúcido como Arturo Uslar Pietri prevenía contra este mundo de
hoy, “en el que parece predominar – decía – el repudio a todo lo que significa
refinamiento, elevación mental, esfuerzo hacia la dignidad de la conducta y pretensiones
hacia una mejor apariencia física y moral”. Frente a semejante situación,
concluía que “los hombres de pensamiento del mundo entero no tienen tarea más
urgente que la de estudiar a fondo como ha llegado la humanidad a tan peligroso
estado que nos acerca al nihilismo, y lo que es más importante, qué podremos
hacer inteligentemente para empezar a salir de él”.
¿Quiénes sino los
intelectuales pueden iluminar las inteligencias? “Hay que romper el silencio”,
titulaba la profesora Claudia Romero una columna de su autoría en el diario La
Nación, para citar luego a la politicóloga alemana Noelle-Neuman, quien
“explica en su teoría de la espiral de silencio que las personas prefieren
acallar sus opiniones cuando creen que éstas contradicen un cierto estado de
consenso y son contrarias a lo que aparece como opinión dominante. Lo hacen por
miedo al aislamiento, al rechazo y a la soledad. [….] Sin embargo, la teoría
advierte que la gente con mayor nivel educativo logra afirmarse en sus
opiniones, vencer los temores y manifestar sus convicciones sin temor al
aislamiento.”
Los intelectuales
deben proponerse algo similar a lo que se propuso en su tiempo Maurras. Dice
Massis que aquél demostró a los jóvenes propensos a las veleidades “que lo que
es rico en aventuras, en antagonismos, no es la anarquía, sino la autoridad.
‘Lo extraordinario, les decía, no es lo irregular, lo indefinido, lo absurdo
(la existencia nos colma a diario de ello), sino que el hombre pueda llegar a
la ley, a la perfección del arte’. Y les repetía sin cesar: ‘Lo que me asombra,
lo que es extraordinario no es el desorden, sino el orden’.”
Los fundamentos
del orden social deben ser objeto de la reflexión crítica. El Estado moderno se
ha desentendido de ello, y pretende que sus decisiones sean siempre legítimas
en tanto se hayan seguido determinados procedimientos. Sin embargo, las
decisiones que provengan de esos procedimientos, para que se consideren
legítimas, deben ser examinadas por su correspondencia con la verdad y la
justicia.
Esa también es
tarea de los intelectuales. Y nosotros contamos con ellos, muchos y valiosos,
infatigables y brillantes investigadores y propaladores de la verdad, que
refutan con solidez los errores de la modernidad, a la que incluso llegan a
poner en ridículo.
Es el caso de
Fernando Romero Moreno y el de este libro que me honra prologar.
Gerardo Palacios Hardy