un NO país
Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica –
10/08/21
Vuelven a
aburrirnos las monsergas de una izquierda elemental. Reaparecen las propuestas
ideológicas, más o menos disimuladas, que llevaron a una guerra interna muy
dolorosa… La Iglesia está muda. Ya desde hace tiempo ha perdido toda presencia
en los sitios en que se gestan las vigencias culturales
El general Charles
De Gaulle fue uno de los principales protagonistas de la Segunda Guerra Mundial.
«Protagonista» no de una obra de ficción, sino de una tragedia efectiva, de
sangre y de muerte. Luego se distinguió en la política francesa: fue presidente
de la República en el gobierno provisional, cuando Francia pudo salir de la
contienda, entre 1944 y 1946. Más tarde, en condiciones más normales, ejerció
un mandato presidencial entre 1959 y 1969. Su obra principal en este período
fue la sanción de una nueva Constitución, fundamento de la Quinta República. A
él se debe una concisa descripción de lo que necesita un país para ser
considerado tal: moneda, un ejército y un idioma, elementos constitutivos,
estructuras esenciales.
Adoptemos ese enunciado. ¿Es un país la
República Argentina? Digamos mejor, la Ex República Argentina; porque ahora le
han cambiado el nombre. Oficialmente, como reza el membrete utilizado en los
avisos, se llama Argentina - Presidencia. Con razón, ya que el gobierno se
ejerce no a través de la dinámica institucional que corresponde a una
república, sino mediante «decretos de necesidad y urgencia» (DNU) del Poder
Ejecutivo bipersonal: la Vice que decide y el Presidente, que pone la firma.
Busquemos, en esta nueva realidad, los tres elementos constitutivos, según De
Gaulle.
Moneda, que es el signo representativo del
precio de las cosas, entendido como un sistema estable, lo que permite realizar
normalmente operaciones necesarias para la vida de todos los días. La Argentina
tuvo 5 monedas en los últimos 139 años, con una aceleración del cambio hacia el
final. El real circuló hasta que pudo crearse un signo monetario propio. Ello
ocurrió durante el primer gobierno del General Julio Argentino Roca. En 1883 se
creó el peso moneda nacional, que permitió una unificación después del uso de
cuasi-monedas provinciales. Pero posteriormente apareció la inflación, que fue
creciendo hasta tornarse un fenómeno crónico; eso hizo que al peso se le fueran
quitando ceros, mientras se cambiaba el nombre del signo monetario. Se
sucedieron el peso ley (por referencia a la ley 18.188 que lo creó), el peso argentino,
el austral, y la moneda actualmente en curso, que se siguió llamando con el
nombre prestigioso de peso, pero que es una sombra de lo que fue. La inexorable
devaluación hizo que la población le perdiera toda confianza; suele refugiarse
en el riesgoso uso de criptomonedas (del griego kryptós, que significa oculto,
escondido) o mejor aún en el dólar. La moneda norteamericana se ha convertido
en una obsesión argentina. Imaginemos al más cerril nacionalista: no tiene otro
remedio para vivir que servirse del dólar.
Desde 1983, la «democracia recuperada» ha
agravado indeciblemente la situación económica, con las terribles secuelas del
incremento de la pobreza (la cifra se discute, pero ronda el 50% de la
población) más el desempleo, el cierre de empresas, y bolsones de indigencia,
de miseria. El programa del gobierno actual consiste principalmente en criticar
al anterior,que fue malo, y en procurar mantenerse aferrado a la gestión del
Estado. La pésima política sanitaria ante la pandemia debe cargar con más de
100.000 muertos, número que crece día a día, y del desastre económico, que ya
ha eliminado unos 100.000 puestos de trabajo. ¿Culpa del Covid? Sí, pero sobre
todo de la ignorancia, torpeza y negociados de los gobernantes. Cuando se
desencadenó la pandemia, el Ministro de Salud de la Nación nos aseguraba que
«el virus no llegará aquí». La ideologización, los trámites ilusorios y los
negocios de la casta política no han permitido todavía que una vacuna sea
inoculada a la mayoría de la población.
Queda poco de la Argentina en la que el mérito
era valorado y el Estado no había adquirido las dimensiones elefantiásicas que
abrigan el clientelismo y la corrupción de sus agentes. Debo decir aquí que no
faltan los hombres y mujeres políticos capaces y honrados, pero ¿cómo pueden
prosperar en un sistema viciado que, cada dos años, se entrega al festival de
las elecciones y que intenta incorporar a chicos de 16 años a esa danza
mentirosa?
Esta primera carencia, la de la moneda,
califica, según la sintética fórmula gaullista, a la Argentina - Presidencia de
NO-país.
Un país necesita
un ejército, es decir, Fuerzas Armadas que sean tales y cuenten con todos los
medios necesarios para cumplir su misión. En los años de mi ejercicio pastoral
como arzobispo de La Plata (2000-2018) solía visitar las unidades militares
instaladas en el territorio de la arquidiócesis. Era simplemente una expresión
de aprecio y cercanía, ya que todas ellas dependen pastoralmente del Obispado
Castrense.
En la conversación con los jefes recibía
noticia de las carencias, deterioro u obsolescencia del material de las
instalaciones, y de los sueldos miserables que percibían los militares. Era
notoria -a pesar de la prudencia con que los jefes se expresaban- la tirria
vengativa de la casta política, orgullosa de haber recuperado la democracia
para servirse de ella. Como si dijeran: «¡ahora nos toca a nosotros!» En los
últimos días he leído que se ha preparado un proyecto de reequipamiento;
esperemos que se cumpla.
La ex - República
Argentina tiene Fuerzas Desarmadas, empeñadas en tareas sociales, que por
cierto tendrían que acometer en casos extremos, necesarios, pero no
habitualmente, descuidando su misión esencial. Este es el momento de decir que
nuestro país carece de una política consistente de defensa nacional. La
población aprecia el papel social de las Fuerzas Armadas, pero es mi impresión
que no comprende cuál es el lugar de la milicia en relación con la seguridad
del país y la tutela de su soberanía. Un episodio desafortunado llevó a la
eliminación del servicio militar obligatorio que, por otra parte, ya no cumplía
bien con su objetivo fundamental. Un cierto pacifismo eclesiástico no permite
apreciar el principio romano si vis pacem, para bellum y su valor natural, que
puede ser integrado en la concepción cristiana del mundo.
Lo tercero es el idioma, que en mi infancia y
adolescencia nos era enseñado cuidadosamente; guardo numerosos recuerdos al
respecto. Ahora, los niños concluyen el ciclo primario, en su mayoría, sin
saber leer y escribir correctamente. La educación es deficiente en todos los
niveles y ámbitos del saber, y el lenguaje se ha deteriorado en la sociedad
argentina. Yo extraño el lunfardo, que se hablaba popularmente y que tan bien
recopiló el académico José Gobello. Para colmo, el Presidente de la Nación
promueve el mal llamado «lenguaje inclusivo»; así se le oye decir «argentinos y
argentinas», «todos y todas» y aún «todes», «chicos, chicas y chiques». No se
avergüenza de exhibir ideológicamente semejante ignorancia. Se supone que en la
Argentina se habla -debe hablarse- el castellano; en la gramática castellana el
masculino es un género no marcado, que en su uso designa tanto sujetos
masculinos como femeninos.
En relación con
este punto podemos considerar los avances de la ideología de género, impulsada
por el gobierno actual. Una medida reciente ha modificado el documento nacional
de identidad (DNI), que en adelante ya no registrará el sexo de una persona,
con el ridículo argumento de que ese dato no debe interesarle al Estado. Este
arbitrio es un atentado contra la realidad de la naturaleza: el ser humano ya
no sería varón o mujer, sino que podría identificarse con un género elegido a
voluntad según la autopercepción subjetiva, el cual debe ser reconocido por
todos. Para registrar a las presuntas identidades no binarias, en el DNI
aparecerá un signo convencional. Se ha presentado esta solución como una
innovación pionera en América Latina que viene a completar la sanción de la ley
de «matrimonio igualitario», debida a la actual Vicepresidenta durante su
mandato presidencial. Me divierte imaginar qué pensarían Perón y Evita de
semejantes disparates. El gobierno incluye un Ministerio de Mujeres, Género y
Diversidad que alienta los proyectos del feminismo militante y de la alteración
del orden familiar y social.
Otra imposición insensata es la fijación de un
cupo femenino obligatorio para ocupar cargos públicos; medida discriminatoria y
anticonstitucional, pues nuestra Carta Magna sólo impone el requisito de la
idoneidad. En realidad podría haber más mujeres idóneas que hombres. Se añade a
esta medida la exigencia de recibir en los organismos de dirección de las
empresas un porcentaje de personas que no se identifican con ninguno de los dos
sexos ordenados por la naturaleza. Se ha comentado que el Presidente Fernández
no sólo profesa esta ideología, sino que también resuelve el caso de un hijo
suyo, que no se considera ni varón ni mujer.
La cuestión del idioma me ha llevado a descubrir
una cuestión más amplia que merece un tratamiento específico; en ella se
manifiesta lo que no vacilo en llamar perversa orientación educativa en las
escuelas estatales y la presión sobre el sistema de gestión privada para que
adopte esos mismos criterios. La manera de hablar es el medio de expresión de
las ideas. El uso del «lenguaje inclusivo», impuesto por decisión oficial,
lleva a la difusión de la ideología de género, con el propósito de cambiar el
modo de pensar de la población, arbitrio gramsciano de transformación cultural
que comienza a ejercerse sobre niños y adolescentes, como ya lo he sugerido.
En varias
asignaturas del currículo escolar se ejerce el intento de erosión de la verdad:
Historia, Construcción de ciudadanías -que puede recibir otros nombres- y sobre
todo Educación Sexual Integral, que yo llamo Perversión Sexual Integral,
gravísimo atentado contra la integridad personal de los alumnos. En este campo,
el actual gobierno de ateos e inmorales -muchos de ellos bautizados- ha llegado
al límite. Sería algo irrisorio, sino fuera trágico: acaba de comprar penes de
madera a fin de distribuirlos entre los educadores para que ellos enseñen
gráficamente a los chicos a usar el preservativo. Los padres de familia,
teniendo en cuenta lo que se enseña en la escuela a sus hijos, deberían
rebelarse ante semejante iniquidad. Se promueve la prematura iniciación sexual
de los adolescentes, lo cual está en consonancia con las leyes inicuas ya
promulgadas y en las que desaparece el concepto natural de matrimonio y
familia. Son todas estas iniciativas de inspiración diabólica, ya que el diablo
es el principal enemigo de la naturaleza humana tal como ha sido concebida por
la sabiduría de Dios.
La escuela católica debería asumir el desafío,
e instrumentar, donde todavía no lo está, una educación para el amor, la
castidad, el matrimonio y la familia, en conexión con los padres de los
alumnos, quienes podrían recibir también una instrucción semejante. Sería
importante que cursos sobre este tema puedan difundirse por los medios de
comunicación. Con serenidad y sin vergüenza alguna.
Como se puede apreciar, la cuestión del
«lenguaje inclusivo» no tiene nada de inocente. Argentina - Presidencia ha
renegado oficialmente del idioma, que junto con los otros elementos de la
definición del General De Gaulle son la garantía de que ese conglomerado de
población constituya un país.
La concisión del esquema gaullista no permite
expresar la tragedia de un país que a comienzos del siglo XX se contaba entre
los primeros quince del todo el mundo; y al concluir esa centuria, y en la
actualidad ocupa un lugar entre los quince más rezagados. La decadencia
argentina es para asombrarse, pero no oculta misterio alguno; han sido los
políticos adaptados en los últimos 70 años, y la categoría de la clase política
los elementos responsables. La Argentina moderna fue tradicionalmente tierra de
inmigrantes, como mis abuelos, que huían de la pobreza de su país de origen. El
empuje de las primeras décadas del siglo XX parecía encaminarnos a un destino
similar al de Canadá, por ejemplo. En la actualidad no nos sorprende, nos
parece obvio, el fenómeno inverso.
La Argentina de
hoy es tierra de emigrantes; ya un millón de hijos de esta tierra ha encontrado
mejor ubicación en otras regiones del globo; es el 2,2% de nuestra población
actual, según estimaciones de las Naciones Unidas. La economía no crece desde hace más de una década,
la tasa de desempleo se mide en dos dígitos, la mitad de los estudiantes no
concluye el ciclo secundario, y es perceptible el peligro que corren las
instituciones republicanas. Numerosas empresas ya han buscado mejores
horizontes, y muchas otras están en estos días meditando su futuro. Se afirma
que se torna imposible obtener aquí una rentabilidad razonable, bajo el agobio
de una fuerte presión impositiva para sostener a un Estado ineficiente y
clientelista en el que medra la casta política, con pocas honradas excepciones.
Las familias que pueden hacerlo sacan de aquí a sus hijos con la esperanza de
asegurarles un futuro. La historia argentina ha conocido numerosas peripecias,
pero esta sostenida decadencia hace pensar a muchos que no hay remedio: «el
último que salga, que apague la luz».
El Presidente de la Nación elogia y defiende
en los ámbitos internacionales a los regímenes de Cuba y Venezuela, y se suma
en su ignorancia a quienes confunden embargo -que es lo que se ha impuesto a
esas naciones- con bloqueo. Vuelven a aburrirnos las monsergas de una izquierda
elemental. Reaparecen las propuestas ideológicas, más o menos disimuladas, que
llevaron a una guerra interna muy dolorosa; los miembros de aquella «juventud
maravillosa» o sus parientes son elogiados como próceres.
La Iglesia está muda. Ya desde hace tiempo ha
perdido toda presencia en los sitios en que se gestan las vigencias culturales.
Cuando digo «la Iglesia» me refiero especialmente al Episcopado. Pero podemos
estar orgullosos porque hemos dado al mundo el Papa.