¿utopía virginal o experiencia probada y
fracasada?
Por Claudia
Peiró
Publicada en
Infobae el 17 de noviembre de 2021
(Fuente: Foro
Patriótico)
La izquierda
trotskista -que en lo local subraya su condición de “tercera fuerza”- suele dar
lecciones de pureza revolucionaria a los demás partidos “burgueses” desde la
condición de proyecto hasta ahora nunca concretado. ¿Es realmente así?.
El trotskismo
argentino -unificado desde 2011 en el Frente de Izquierda y los Trabajadores
(FIT)- se vanagloria hoy de ser la tercera fuerza política del país. Es verdad
que los números lo avalan, pero menos del 7% de los votos -6,16%-y una
distancia casi sideral con la segunda fuerza -hoy el kirchnerismo con 33,87%-
no justifican tanto optimismo, salvo que estén cómodos en el rol de fuerza
testimonial.
Es cierto que han
logrado unirse -toda una hazaña en una corriente que lleva la división en los
genes-, que vienen creciendo sostenidamente, que tienen una inserción ruidosa
en casi todos los movimientos de protesta social y una importante capacidad de
movilización callejera. En concreto, una presencia importante en la vida
pública y en el debate político de los últimos años; sin embargo, en la
actualidad, más allá de los cuadros militantes, existe un alto desconocimiento
de lo que es el trotskismo en el conjunto de su electorado.
“Anticapitalismo”
es quizás la más dura de sus definiciones, aunque cuesta creer que alguien los
tome en serio, por lo remota que es la posibilidad de que lleguen al gobierno y
puedan acabar con el capitalismo como no se cansan de proclamar es su objetivo.
“Somos
antiimperialistas, anticapitalistas, socialistas y luchamos por un gobierno de
los trabajadores de ruptura con el capitalismo”, declara el FIT, que además se
define como “una coalición de la izquierda clasista y socialista”, integrada
por el Partido de Trabajadores Socialistas (PTS) el Partido Obrero (PO), la
Izquierda Socialista (IS) y el Movimiento Socialista de los Trabajadores (MST).
El programa del
FIT es tan utópico como lejana la posibilidad de tener que llevarlo a cabo. En resumen: “Plata para educación, salud y trabajo, no
para el FMI; unificación y centralización del sistema de salud; estatización de
todos los servicios públicos; aumento inmediato de salarios y jubilaciones; no
a la megaminería y al uso indiscriminado de los agrotóxicos; que legisladores,
funcionarios y jueces ganen lo mismo que un obrero especializado o una maestra;
prohibición de despidos y suspensiones; 82% móvil y aumento del haber mínimo de
los jubilados; eliminación del IVA de la canasta familiar; y reparto de las
horas de trabajo entre ocupados y desocupados, sin afectar el salario”.
Esto lleva a
pensar que el voto a la izquierda representó antes que nada un vehículo para
expresar descontento hacia la coalición oficialista; algo análogo al castigo
que, en el otro extremo del arco político, muchos electores propinaron a la
oposición a través del voto a Javier Milei.
La aureola de
inocencia con que aparece esta izquierda facilita un voto testimonial. Es
virgen respecto del poder. No existe, en apariencia al menos, ningún modelo en
el cual referenciar -para bien o para mal- al trotskismo. Ahora, ¿es tan así?
Las ideas anticapitalistas de las diferentes vertientes de las fuerzas surgidas
del gran enfrentamiento entre León Trotski y Josef Stalin ¿nunca se aplicaron?
Pese a sus muchas
y continuas divisiones, es posible delimitar los ejes de una doctrina común en
los distintos trotskismos.
En primer lugar,
el trotskismo es una vertiente del marxismo leninismo. Comparte la
interpretación leninista de las teorías de Marx, interpretación que Trotski
contribuyó a formular.
Por empezar, el
materialismo histórico: es la materialidad la que determina la conciencia. No
son las ideas o la voluntad humana las que generan los cambios de la economía,
sino al revés; los cambios económicos provocan los cambios de pensamiento, de
conciencia. Por lo tanto, el socialismo, la propiedad colectiva de los medios
de producción, será el resultado de la evolución de las leyes de la economía
capitalista: la concentración industrial, que elimina la competencia; el
empobrecimiento, que agudiza la lucha de clases; las inevitables crisis de
superproducción y el consecuente desempleo; todo eso se irá agravando hasta
desembocar en la crisis final del capitalismo.
La sociedad se
divide en dos clases antagónicas: la burguesía capitalista y el proletariado
obrero. La lucha de clases puede acelerar la evolución de esa sociedad
capitalista. Cuando se produzca la crisis final, la clase obrera, organizada en
un partido revolucionario, tomará el poder e instaurará una dictadura del
proletariado para conducir la transición hacia la propiedad colectiva de los
medios de producción.
A estos puntos
básicos, Lenin y Trotski le sumaron otras tesis, que pueden resumirse así: la
clase obrera por sí misma es incapaz de concebir y realizar el socialismo, su
mayor nivel de conciencia es el sindicalismo, o sea, busca mejoras pero dentro
del capitalismo. Por lo tanto, es necesario organizar una vanguardia
esclarecida -marxista- de revolucionarios profesionales -el partido único de la
clase obrera-, que lidere la revolución. Previamente, esa vanguardia, aunque no
conduzca la totalidad del movimiento de masas, sí puede infiltrar la dirección
de sus organizaciones, como los sindicatos (el famoso entrismo, la práctica que
recomendó Lenin y que haría escuela en todo el mundo).
Hasta aquí,
estalinistas y trotskistas coinciden.
Ahora bien, la
Revolución Rusa no siguió las leyes marxistas. La Rusia de octubre de 1917,
según la lógica del materialismo histórico, estaba lista para una revolución
democrático burguesa, no para el socialismo. País de industrialización
incipiente y mayormente campesino, su proletariado era muy minoritario, menos
del 10 por ciento de la población. Y de hecho, en febrero de 1917, el zarismo
cayó y fue sustituido por un gobierno socialista moderado. Burgués. Pero Lenin
y Trotski vieron la oportunidad de tomar el poder y no por la acción de un
movimiento de masas sino de una facción -el partido bolchevique-. En
concreto, la idealizada Revolución Rusa fue un golpe de Estado planeado y
ejecutado por una minoría favorecida por las consecuencias de la guerra: el
descontento de los soldados, la anarquía y la incapacidad del gobierno de
Kerenski para mantener el orden.
Lenin y Trotski
apostaron luego a una propagación del ejemplo revolucionario, convencidos de
que el régimen bolchevique no podría sostenerse aislado. La Revolución rusa
debía ser el primer paso de la Revolución Mundial y por eso Lenin creó la
Internacional Comunista.
Fue cuando se hizo
evidente que el impulso revolucionario se estaba agotando en Europa que se
bifurcaron los caminos de Stalin y Trotski. Ambos creían que había que salvar
la Revolución Rusa, pero diferían en el cómo. Stalin sostiene que todos los
partidos comunistas del mundo deben subordinar sus acciones a los intereses de
Moscú, a las “necesidades” de la Revolución, que cada vez más resultan ser los
“intereses” de Stalin mismo, a medida que éste va concentrando el poder. Para
preservarlo, practicará un realismo internacional que lo lleva a todo tipo de
arreglos con los Estados capitalistas que la Internacional comunista debía
derribar.
Consecuentemente,
exige la subordinación total a sus designios, incluso la renuncia de los demás
partidos comunistas a luchar por el poder en sus países, si ello comprometía
los intereses y las alianzas soviéticas.
También Trotski
creía que la Revolución Rusa debía ser preservada por encima de todo. Pero para
ello la clave era la extensión del fuego revolucionario y no su extinción. Los
partidos comunistas de todo el mundo debían sostener una lucha constante por la
toma del poder. Aunque no lo lograran, esa agitación revolucionaria evitaría
que los países capitalistas volcaran sus fuerzas contra la URSS. El socialismo
no podría sostenerse en Rusia por mucho tiempo más si no se extendía la
revolución: eso creía Trotski. La teoría estalinista del “socialismo en un solo
país” era la causa de las desviaciones de la revolución rusa bajo la conducción
de su enemigo mortal Josef Stalin.
El comunismo debía
ser internacional, sí o sí. Y aquí se configura el otro rasgo de identidad del
trotskismo. Para esta corriente, los sentimientos nacionales son secundarios.
Incluso hay que combatirlos, porque son un obstáculo a la solidaridad
internacional de los trabajadores, al clásico mandato marxista: “Trabajadores
del mundo, ¡uníos!”
En la versión
vernácula, pensemos en la polémica afirmación de la ahora diputada electa por
el FIT en la ciudad de Buenos Aires, Myriam Bregman, de que el Himno Nacional
no la representaba. Consecuentemente, al asumir por primera vez una banca como
diputada nacional en 2015, lo hizo con una reafirmación de internacionalismo:
“...porque nuestra lucha es por acabar con la barbarie capitalista en todo el
mundo, ¡sí, juro!”.
LA REVOLUCIÓN
PERMANENTE
Recostado en su
experiencia en Rusia, Trotski postula la Revolución permanente: ésta puede
hacerse incluso en los países que todavía no pasaron por la etapa democrático
burguesa. Allí, independientemente de las condiciones objetivas, las
vanguardias socialistas deben luchar por la toma del poder y establecer la
dictadura del proletariado. El entrismo es la clave: los comunistas siempre son
minoría, pero copando la dirección de las organizaciones de masas, su carácter
de fuerza organizada y adoctrinada, disciplinada, les permitiría prevalecer en
el seno del movimiento revolucionario.
En concreto, la
tesis de la revolución permanente invierte el determinismo económico de Marx,
al poner por encima de éste el voluntarismo, la voluntad política de una
vanguardia.
La influencia de
esta idea fue de largo alcance. Si hoy los trotskismos del mundo se presentan a
elecciones y entran a los parlamentos, en los 60 y 70, esta tesis voluntarista
llevó a muchos a perder de vista el análisis de la realidad y lanzar aventuras
revolucionarias por la vía armada, experiencias que desembocaron en tragedia o
dieron lugar a dictaduras de izquierda, tan duras como las de derecha.
Pasados ya estos
fervores, actualmente los partidos trotskistas, aunque mantienen la retórica
anticapitalista, se muestran como la expresión de un descontento social que de
momento no sale de los cauces legales de expresión. El crecimiento de esta
corriente se vio en parte impulsado por la decadencia de los partidos
comunistas, acelerada tras la disolución de la Unión Soviética.
Actualmente, el
trotskismo se presenta como un comunismo bueno, no autoritario, abierto a todos
los movimientos de protesta actuales, del feminismo al ambientalismo, pasando
por la globofobia, pero sin renunciar, al menos explícitamente, a los
postulados más doctrinarios que le dieron origen.
¿Cómo concilian el
anticapitalismo, que aseguran profesar radicalmente, con la participación en el
sistema parlamentario burgués, fruto de ese sistema que aborrecen? De eso no se
habla.
Para todas las
vertientes del trotskismo, el estalinismo fue una desviación condenable; pero
llamar “estalinismo” al “socialismo realmente existente” es una forma de dar a
entender que eso no fue comunismo, un sistema que siguen reivindicando.
Existiría entonces
una versión pura del comunismo que todavía no se hizo realidad en ningún país.
Lo ocurrido en la Unión Soviética -la represión feroz, las hambrunas, los
campos de reeducación, la censura permanente, la burocracia de Estado, la
colectivización forzosa, la pesadez del aparato productivo- no tiene nada que
ver con la dictadura del proletariado, la propiedad colectiva de los medios de
producción, la vanguardia revolucionaria esclarecida que sabe lo que el pueblo
necesita aunque éste no lo sepa, etcétera, etcétera.
En la versión
edulcorada del trotskismo del tercer milenio, que se presenta como un adalid de
la democracia, León Trotski, aunque no abjuran de él, es sustituido por la
imagen que suponen más romántica del Che Guevara. Trotski era un enemigo
declarado de la democracia representativa. La expresión de la voluntad popular
debía ser sustituida por la voluntad de la vanguardia.
Pero además es
difícil ocultar el rol de Trotski, previo a su caída en desgracia, en la
configuración del régimen soviético y en muchos de los rasgos que hoy se califican
de estalinistas. Primero, fue protagonista esencial en la toma del poder, luego
en la organización del Ejército rojo, y enseguida, en la represión y el terror
mediante el cual los bolcheviques se consolidaron en el poder. Represión contra
campesinos y obreros. Trotski fue uno de los defensores de la Cheka, la
terrible policía secreta del régimen. También promovió la militarización del
trabajo, es decir, el encuadramiento forzoso de los obreros por el Estado a fin
de garantizar la producción. Prohibió las huelgas y deportó o fusiló a los
infractores.
De todos estos
crímenes, nunca se mostró arrepentido. Más aun, teorizó sobre el uso de la
violencia para acelerar los procesos revolucionarios. La violencia era
necesaria para hacer avanzar la historia. Postulados que luego sirvieron de
justificación a las guerrillas tanto urbanas como rurales en muchos países a lo
largo y ancho del mundo y muy claramente en América Latina en los años 60 y 70.
La paradoja es
que, la persecución implacable por parte de Stalin le dio a Trotski una aureola
de víctima y blanqueó a su corriente de los crímenes iniciales. De este modo,
muchos críticos del estalinismo, se hicieron trotskistas.
Como el trotskismo
supuestamente nunca se realizó, siente que no tiene que dar explicaciones de
cara a la historia. Difícilmente hoy alguien diga “en otro tiempo fui
estalinista”; en cambio, admitir un pasado trotskista parece no afectar la
reputación de nadie. “Somos muy ortodoxos en nuestras ideas, somos trostkistas,
marxistas y no negamos ni un minuto de eso”, decía Myriam Bregman (Revista
Anfibia, noviembre de 2016).
El trotskismo
postula que Stalin fue el malo de la película. Trotski en cambio denunció la
desviación de la revolución, la burocracia, la represión.
Los trotskistas se
presentan como defensores de una versión pura del comunismo y, sobre todo, como
los únicos que no transan con el capitalismo. Pese a sus reiterados fracasos, a
su eterna condición de minoría, sienten que van en el sentido de la historia.
Algún día ésta les dará la razón. Es una convicción a prueba de la realidad. No
hay adversidad que les haga revisar esta concepción, reforzada ante cada crisis
socioeconómica, en la que siempre ven los estertores del capitalismo.
“La pandemia lo
expuso como nunca”, sentenció por ejemplo Bregman, en referencia al
capitalismo. Y en la pagina del FIT, se afirma que los resultados obtenidos en
la elección “expresan en Argentina la lucha contra los efectos de la crisis
capitalista mundial detonada por la pandemia sobre la clase obrera y las masas
explotadas”.
Para Myriam
Bregman, “crisis climática y desigualdad social son obras del capitalismo,
imposible combatirlas si no se cuestionan profundamente relaciones y modelos de
producción”. Es otro rasgo del trotskismo; todo es atribuible al capitalismo
cuya caída es objetivo y excusa al mismo tiempo: todos los reveses en las
luchas se deben a que no se voltea el capitalismo. Si se fracasa, es por culpa
de los reformistas burgueses, incapaces de profundizar los procesos.
“Lejos de aquellos
reformistas que sostenían que, para ser exitosos electoralmente, había que
rebajar el programa, el FIT plantea abiertamente un programa para expropiar a
los expropiadores”, dice el frente. “La crisis capitalista mundial”, sostiene
también, es la que “ha desnudado la impotencia y complicidad de los partidos
centroizquierdistas y ‘nacionales y populares’, partidarios de frentes de
colaboración de clases”.
Cristina Kirchner
vendría a ser el Stalin del trotskismo argentino; más allá de algunas
coincidencias en el pasado, hoy encarna la desviación de la revolución que será
anticapitalista o no será.
Cada estallido
social, cada masificación de un conflicto, reaviva esa convicción. “Estoy
totalmente convencida de que hay que tirar abajo este sistema que no tiene para
ofrecer más que miseria a las grandes mayorías”, dice Myriam Bregman en su
presentación oficial.
En lo discursivo
no renuncian al planteo anticapitalista y el comunismo sigue siendo su fin
último. “El FIT-U no busca ganar una mayoría en el parlamento en coalición con
partidos burgueses (...). El FIT-U lucha por un gobierno de las y los
trabajadores en ruptura con el sistema capitalista-imperialista”.
Hoy muchos jóvenes
en rebeldía con la sociedad encuentran en el trotskismo un espacio y cierta
coherencia en la lucha, en la denuncia permanente de las injusticias, sin tener
demasiada formación ni conciencia histórica del origen de ese movimiento.
Citando “un
estudio norteamericano”, Myriam Bregman decía en septiembre pasado que “la
mayoría de la juventud prefiere el socialismo al capitalismo”. “Aunque con
ideas vagas -reconocía-, es una demostración de que este sistema ya no tiene
nada bueno que ofrecerles a las nuevas generaciones”.
Hoy los trotskistas
se postulan como abanderados de las luchas de los estudiantes, de las mujeres,
de los colectivos LGTBI; son movimientos cuyo carácter anticapitalista sólo
existe en el relato. Las reivindicaciones de las “diversidades” como se los
llama hoy son casi promovidas por el sistema. Eso no los amilana.
“El marxismo es la
única ideología que permite incorporar las luchas socioambientales, de la mujer
y otras”, aseguraba Bregman, porque “al querer acabar con toda forma de
explotación y opresión, empalmamos naturalmente con todas las causas
anticapitalistas”.
Todo en la misma
bolsa. El FIT enumera: “La oleada de luchas obreras en Estados Unidos, la
huelga general en Corea del Sur, las huelgas en Italia, España, Francia y
Alemania, el movimiento juvenil ambientalista que recorre el mundo o las
rebeliones que han recorrido los Andes y el Caribe en América Latina, Medio
Oriente y se van insinuando en todo el mundo”.
Ciertamente, los
trotskistas han logrado una implantación sindical considerable. Pero hoy hablan
de democracia directa, autogestión, movimientos sociales y ya no tanto de lucha
de clases. La bandera roja también puede ser verde -de ambientalismo o de
aborto- o arcoiris, en nombre de la diversidad sexual.
Lo que siempre
queda en cierta nebulosa es la forma alternativa al capitalismo que proponen,
porque la dictadura del proletariado y la colectivización de todos los medios
de producción son experiencias de triste memoria en el mundo entero. La utopía
trotskista también está manchada de sangre, aunque hoy se la presente como
inofensiva.