e identidad política
Por Javier Boher
Alfil, 28-4-22
Hay algunos temas
que hacen a la agenda de la izquierda desde que se cayó el ideal clasista del
marxismo ortodoxo. Si bien se puede aceptar que el mundo es perfectible y que
las desigualdades deben tratar de ser combatidas o morigeradas, la
particularidad de la última etapa de la izquierda es convertir su visión en un
dogma, repitiendo la misma tara de superioridad moral que tenían sus versiones
pasadas.
Immanuel
Wallerstein planteó estos temas en un artículo de hace ya varios años (casi 20)
cuando se preguntaba “¿qué significa hoy ser un movimiento antisistémico?”.
Allí rastreaba la decadencia de la izquierda clasista y los movimientos
nacionalistas a partir de los ‘60, porque gobernaban prácticamente en todo el
mundo sin haber logrado transformarlo.
En el mencionado
artículo el sociólogo identifica cuatro tipo de movimientos de izquierda que
reemplazarían a la izquierda clasista y a los nacionalismos: el maoísmo (y
similares) que se disolvió rápidamente, la nueva izquierda de los ‘70 (con
agenda ambiental, de género, el racismo o la orientación sexual), los
movimientos por los derechos humanos en los ‘80 (que perdió fuerza con la
difusión de la democracia post Guerra Fría) y los movimientos antiglobalización
de los ‘90.
De todos esos los
que verdaderamente nos importan en este momento son los de la nueva izquierda y
los antiglobalización, que definieron en gran medida la identidad de los
progresismos que a partir del 2000 fueron ocupando los gobiernos en América
Latina. No hubo gobierno latinoamericano de izquierda o centroizquierda que no
impulsara una agenda vinculada a esos temas: aborto, drogas, ambiente, género.
No se trata aquí
de escribir un panfleto en contra de esas causas, a las que se puede adherir en
tanto derechos humanos individuales o colectivos que hacen a la realización
personal del propio proyecto de vida, sino de señalarlos como un rasgo central
en la identidad que surgió a la hora de definir un relato que legitime a
gobiernos que llegaban para resolver los problemas heredados de una
“globalización neoliberal”.
A partir de allí
se hizo difícil separar la nobleza de las causas de un relato o una pertenencia
partidaria. Lo que debería -o al menos podría- ser algo transversal a los
partidos de similar extracción ideológica se terminó convirtiendo en la bandera
de un reducido puñado de fervorosos adherentes que se constituyó en regente de
dichas causas. Nada que funcione por fuera de esa visión oficial o totalizadora
puede ser aceptado como una voz válida en la defensa de esos temas.
Esta semana se
viralizó un video del médico y ex candidato a intendente de Carlos Paz Emilio
Iosa. Allí se ve el deplorable estado del Lago San Roque, señalando una verdad
que muchos eligen callar. El nivel de contaminación del espejo de agua debería
ser un tema de estado, una de esas cuestiones a resolver con urgencia por
motivos turísticos, económicos, ambientales y -fundamentalmente- de salud.
Sin embargo no
faltó la polémica. Algunos sectores de la política de Carlos Paz señalaron que
el video se aprovechó de una situación inusual, debido a un problema puntual en
el tratamiento de las aguas. Desde otro lado dijeron que en realidad eran
excusas para esconder la verdadera cara de una ciudad que se vende amigable al
turista pero que es hostil para con el habitante regular.
La cuestión
central es que existe una doble vara en el ambientalismo que hace muy difícil
la discusión. Si bien es cierto que debería primar un espíritu conservacionista
del paisaje serrano y su ecosistema también es real que los que defienden esas
posturas miran para otro lado cuando eso pone en riesgo la pertenencia
política.
Todo el tiempo se
agrega una bruma que no deja ver con claridad si los intereses son genuinos o
si se está montando un aparato de comunicación de intenciones que oculta la
profunda incapacidad de gestión.
El problema
ambiental es uno de los grandes desafíos del siglo XXI, pero es imposible
resolverlo con mañas y pequeñeces propias del siglo XIX. Establecerse como
paladines de la causa y cercenar las posibilidades de que existan otros
discursos y otros enfoques sólo aporta a un inmovilismo burocrático que tiene
como consecuencia directa que los problemas se intensifiquen.
La política se
trata de priorizar problemas, brindar soluciones, gestionar recursos y hacer
equilibrio entre todas las demandas de la sociedad, poniendo siempre como guía
la calidad de vida de la gente que sostiene todo el aparato público. En cada
caso quedarán ganadores y perdedores, que idealmente resultarán beneficiados lo
mismo porque en la política democrática necesariamente nadie gana lo que
quiere, pero todos pierden menos de lo que cabría esperar.
Llevamos años
escuchando visiones catastróficas e ideologizadas sobre los incendios
forestales, las inundaciones o la contaminación del agua, que se asientan sobre
cuestiones probadas que se magnifican con fines políticos.
La alternativa a
ese dogmatismo no puede ser abrazar posturas negacionistas del cambio climático
que pretendan someter todo a las fuerzas del mercado. Debe encontrarse un
espacio de equilibrio intermedio que evite la pendulación y garantice una
política coherente y sustentable en el tiempo.
Si la agenda
ambiental (como tantas otras) sigue cooptada por una izquierda decadente los
problemas no se lograrán resolver. Hay que arrebatarle las causas a los
partidos que hacen política con ello. En esa transformación que sufrieron los
partidos de izquierda desde los ‘70, sacarle esas banderas sería también
quitarles lo que justifica su existencia.