P. Francisco José
Delgado
Infocatólica, 29.05.22
Me veo forzado,
aunque con enorme gusto, a robarle un rato al estudio en este duro periodo de
exámenes para responder justamente el elogioso artículo que D. Jorge González
Guadalix nos ha dedicado a los sacerdotes que formamos La Sacristía de La
Vendée (él incluido, junto al P. Javier Olivera Ravasi). Lo justo es que se lo
responda con un enorme agradecimiento. Lo podría haber hecho simplemente con un
comentario en su blog, pero he pensado que era mejor hacerlo compartiendo una
breve reflexión al hilo de sus palabras.
La Sacristía de La
Vendée se define como «tertulia sacerdotal contrarrevolucionaria» y, por el
momento, no es más que eso: un grupo de sacerdotes que se reúnen a conversar
desde una perspectiva de reacción a la revolución, siempre enemiga de la Fe y
la Tradición. En los comentarios
del artículo de D. Jorge se preguntaba un amable lector por qué referirnos a
«La Vendée» y no a algún movimiento contrarrevolucionario de carácter hispano.
Aunque algunas veces lo hemos explicado, y queremos hacerlo en breve de forma
más abundante, queríamos rendir un homenaje a los primeros que se enfrentaron
valientemente a la Revolución, perdiendo sus vidas por la causa de Cristo. Y lo
mismo que el mal pestilente de la Revolución se extendió desde Francia, también
en Francia nació así la contrarrevolución católica y tradicional.
La opinión pública
en la Iglesia
Dejando esto
aclarado, me refiero al punto sobre el que quiero reflexionar. Dice D. Jorge
que «para los sacerdotes que se reúnen en la sacristía de La Vendée no está
siendo fácil». En realidad, en la Iglesia las cosas no son fáciles para
cualquiera que se atreva a dar públicamente su opinión si lo hace en fidelidad
a lo que ya el Papa Pío XII estableció como postura justa y equilibrada en la
formación de opinión pública católica. D. Jorge lo sabe muy bien, por
experiencia propia.
Esto de la opinión
es algo muy interesante y delicado. De por sí, la opinión es un grado más bien
bajo en cuanto a la certeza con la que se afirma algo. Cuando la Iglesia ejerce
su facultad magisterial, por ejemplo, no se dedica a dar opiniones (vamos, no
debería dedicarse a ello), sino a afirmar claramente cuál es la verdad de la fe
y la moral, con seguridad y contundencia. La opinión entra cuando ante dos o
más posturas entre las que no se puede decir algo con seguridad absoluta, se
defiende una de las posturas con argumentos que tratan de convencer o
persuadir, dado que no se puede demostrar.
Pero, claro,
aunque el Magisterio normalmente se guarda de defender opiniones, ¿puede (y
debe) existir la opinión pública en la Iglesia? Mi postura, siguiendo las
enseñanzas de Pío XII, es que sí. Sobre este tema escribió, hace ya bastantes
años, Luis Fernando Pérez Bustamante, defendiendo precisamente la existencia de
una plataforma como Infocatólica. Ahí es donde cita un clarísimo discurso del
Papa Pío XII sobre la prensa católica y la opinión pública.
Además de defender
la necesidad de la existencia de la opinión pública en la Iglesia, y el bien
que supone para ésta, el Papa señala cuál es la postura católica en este tema.
La frase es clarísima y vale para aquel tiempo y para el actual: «el publicista
católico sabrá evitar tanto un servilismo mudo como una crítica descontrolada».
Es decir, el que cree opinión dentro de la Iglesia no ha de buscar
principalmente agradar, ni a la jerarquía ni al común de los fieles, ni llegar
a un punto de que la crítica (que forma parte necesaria de la opinión) llegue a
dañar a la Iglesia.
Habría, por tanto,
tres posturas en este tema: la del que se dedica a dar gusto a algún sector,
normalmente el sector episcopal; la del que se enroca en la crítica que
destruye y daña a la Iglesia; y, por último, la del que, huyendo de ambas
posturas, busca iluminar la verdad en aquellas cuestiones en las que caben
opiniones legítimas, defendiendo una postura frente a otra con argumentos
convincentes. Ya les anticipo que los que realmente sufren en la Iglesia de hoy
son los terceros, mientras que los primeros son premiados por los halagados y
los segundos son temidos y, por tanto, respetados.
El apostolado de
la opinión
Quedaría por
responder una última cuestión. ¿Puede un sacerdote dedicarse a la opinión
pública en la Iglesia? No creo que haya una respuesta definitiva así que,
curiosamente, nos movemos dentro del campo de lo opinable y, como defiendo que
sí se puede, voy a defender precisamente esa opinión.
No hay, que yo
sepa, ninguna prescripción en el Código de Derecho Canónico que impida a los
sacerdotes seculares dar libremente su opinión. Lo único que se pide es que se
sometan a censura, es decir, que se enmienden cuando sus posturas vayan en
contra de aquellas cosas que no son opinables.
Podría decirse que
es peligroso que un sacerdote, que tiene como misión enseñar aquello que enseña
la Iglesia, mezcle esas enseñanzas con opiniones. Yo creo que ese peligro se
evita fácilmente distinguiendo claramente qué es enseñanza segura de la Iglesia
y qué es opinión, además de cuidando los ámbitos en los que se desarrollan
ambas actividades. Ahí es donde entran, precisamente, medios como Infocatólica,
que no tienen como objetivo principal exponer el Magisterio definitivo de la
Iglesia. En un medio de opinión como éste, uno puede encontrarse, ciertamente,
una defensa del Magisterio de la Iglesia ante los enemigos de dentro y de
fuera. Por ejemplo, creo que aquí hemos realizado una defensa excelente de la
verdad de lo que la Iglesia enseña ante las interpretaciones heterodoxas de
Amoris Laetitia. Pero es claro que estamos en un ámbito de opinión, donde no
pretendemos condicionar el juicio definitivo de la Iglesia sobre tal o cual
tema, y donde nos atenemos siempre a tal juicio en última instancia.
Entonces, sí, creo
que un sacerdote puede desarrollar tranquilamente un, vamos a llamarlo así,
«apostolado de la opinión». Tomo esta expresión de una indicación muy
interesante que nos hacía José Francisco Serrano Oceja en el último programa de
La Sacristía de La Vendée cuando nos hablaba del «apostolado de la pluma»,
ejercido especialmente por un sacerdote de la primera mitad del siglo pasado,
Rufino Aldabalde, y al que siguieron tantos otros. La expresión «apostolado de
la opinión» no creo que sea original. Me suena que ya la había usado antes, al
menos, san Josemaría Escrivá.
Terminando esta
reflexión, recuerdo un artículo de hace más de un año, firmado por Miguel Ángel
Quintana Paz, con el que hace tiempo tuve algún encontronazo (relacionado
lejanamente con este tema), que se resolvió afortunadamente gracias a que es
una excelente persona. En ese artículo se preguntaba este agudo filósofo: «¿dónde
están (escondidos) los intelectuales cristianos?». Como él mismo
constataría un año más tarde, toda la discusión que levantó su escrito quedó al
final en agua de borrajas, y eso a pesar de que despertó interés en algunos
obispos, como D. Luis Argüello.
No se refería
Quintana Paz directamente a los sacerdotes, aunque echando la vista atrás a la
Historia de la Iglesia, el grupo de sacerdotes que podríamos considerar
intelectuales es muy abundante. ¿Quién no consideraría, por ejemplo, al Papa
Benedicto XVI como un intelectual? Pero hay un problema: a los intelectuales
les suele gustar opinar, porque el camino de la inteligencia no se mueve, normalmente,
a través de la seguridad de las proclamaciones dogmáticas. Es más, para llegar
a esas proclamaciones las más de las veces ha habido un largo camino de
opinión, en el que, por la propia naturaleza de la opinión, caben perfectamente
los errores.
Erróneamente
opinaba Santo Tomás que la Virgen no había sido inmaculada desde su Concepción.
Sus adversarios defendían la opinión contraria, aunque con argumentos bastante
poco eficaces. El tiempo daría la razón a los adversarios, pero precisamente
desde los argumentos de Santo Tomás. Sin la opinión habría sido difícil que
hoy podamos alegrarnos de la proclamación de este dogma. Santo Tomás, por
tanto, también ejercía el «apostolado de la opinión».
Muchas veces se me
ha advertido que atreverme a dar mi opinión en público, especialmente cuando
esa opinión no es del gusto de “los que mandan", puede acarrear serias
consecuencias. Un apostolado como éste, para el bien de la Iglesia, que lleve
impreso en sí la persecución y el sufrimiento por la Verdad, no puede ser
infecundo y estoy muy orgulloso de ejercerlo, aquí y en La Sacristía de La
Vendée. Y mucho más si estoy acompañado de sacerdotes tan excelentes como mis
amigos tertulianos.