Julio César Labaké
Infobae, 19 de
Octubre de 2022
Esto es una
propuesta para pensar.
Hay mandatos que
son sólo el fruto de una concepción temporal, en un momento cultural
determinado. Y por eso están sujetos a los cambios culturales.
Y otros que son
imperecederamente reclamados por la condición (o naturaleza) humana.
Cuando se quiere
abolir “todos” los mandatos, en realidad se está imponiendo otro mandato. El
mandato de que no hay mandatos. Y en ese imaginario mundo, lo único coherente
sería no negar ni afirmar nada.
Suspender todo
juicio.
Matar la palabra.
Esa palabra que
nace inevitablemente de un mundo interior, que necesita expresarse y
comunicarse con esos otros que necesitan también expresarse y comunicarse, al
igual que nosotros.
Porque
“descubrimos” que somos semejantes, y diferentes incuestionablemente de una
gallina, de un perro o de un chimpancé, que jamás necesitaron ni pudieron
escribir los poemas de amor de Pablo Neruda, la profunda metáfora de “Cien años
de soledad, de Gabriel García Márquez, ni la lúcida Ética a Nicómaco, de
Aristóteles.
Sería espantoso
volver a la jungla…sin perder la lucidez de la conciencia humana, de la cual
somos portadores.
La palabra es un
testigo insobornable de nuestra condición social.
Y nuestra
condición social es un imperativo incuestionable de una vida compartida. Vivir
es convivir.
Y esa vida
compartida genera criterios compartidos para que sea posible vivirla.
Y esos criterios
compartidos son los mandatos de la especie, que detenta la exclusividad de la
comprensión de la verdad y los valores.
Negarnos como
especie humana, y pretender reducirnos al género animal, es un intento vano e
imposible. Porque, hasta para intentarlo, debemos afirmar que nos habita la
palabra, al emplearla para afirmar y decretar la abolición de todos los
mandatos.
La palabra que nos
habla es el testigo fiel de que somos una especie única y especial. Algo más
que un cuerpo animal.
Exactamente lo que
le hizo decir a Friedrich Nietzsche que “el hombre es una enfermedad de la piel
de la tierra”. Porque al decretar, con su mandato, “la muerte de Dios”, ya no
podía explicar de otra forma esta realidad desconcertante que somos. Porque le
era evidente que no somos connaturales con la tierra. Por eso…” una
enfermedad”, apenas.
La tierra no podía
explicar la palabra.
Ese mundo interior
de nuestra conciencia.
Y la “palabra es
la casa del ser”, como dijo Martín Heidegger.
Es una afirmación
que merece ser pensada.
Hay mandatos que
son inherentes y esenciales al ser humano. Portador de la palabra.