POR MIGUEL ANGEL
IRBARNE
La Prensa,
07.01.2023
La palabra y el
concepto razón han sufrido marcadas peripecias desde lo que apareció como su
estallido primaveral durante el siglo XVIII.
En aquella centuria se impuso como consigna de la metodología del
conocimiento y, al propio tiempo, como principio ordenador de la vida personal
y social. Se habló con orgullo, desde Francia hacia el mundo, del siglo de la
Razón, en la que ésta afrontaba victoriosamente a la superstición y el
prejuicio, tanto en el plano cognitivo como en el normativo. La estudiantina
desatada culminaría simbólicamente en el entronizamiento de la esposa de un
extremista –la “Diosa Razón”- en plena
Notre Dame de Paris.
El siglo XIX sería
en esta materia más plural y, si se quiere, más cauto. No se equivocó Robert Nisbet al advertir en
los grandes precursores y fundadores de la Sociología –un Tocqueville, un
Comte- el recelo hacia los excesos
racionalistas, actitud conservadora que había hecho previamente suya un
político whig del calado de Burke.
Sin embargo, la
inclinación a instrumentar la razón, entendida reductivamente como medida y no
como ventana, se prolongaría en el período 1850-1950 con el auge de las
ideologías. La razón, en estos casos, es utilizada no tanto para percibir la
realidad, con todos sus matices y sus dinámicas propias, sino para pretender
diseñarla. Su resultado son los gemelos monstruosos del siglo XX, bolchevismo y
nacionalsocialismo, en los que se corporiza la utopía, esa “nostalgia del
futuro” que conduce inexorablemente a la violencia y al Estado totalitario.
Cuando Joseph
Ratzinger cumplió 18 años, su país estaba devastado, como lo estaba la mayor
parte del continente al este y al oeste de aquél. Pero, además, Europa había perdido la
centralidad histórico-política y, sobre todo, habían mostrado su verdadero
rostro las ideologías homicidas que encarnaron “el suicidio de la razón”. Sin
embargo, para un hombre de Iglesia, el panorama podía ser superficialmente
atractivo; los partidos de inspiración católica gobernaban en Italia, Alemania
y Austria y coparticipaban del poder en Francia, Bélgica y Holanda, las ideas
sobre el Derecho Natural parecían renacer de sus cenizas y hasta intelectuales
laicos tan marcados como Benedetto Croce argumentaban “perché non possiamo non
dirci cristiani”.
La verdad profunda
estaba en otra parte. Como lo
advirtieron en Italia cristianos tan reflexivos como Augusto Del Noce y Luigi
Giussani –entre otros-, el divorcio
entre la Fe y la Razón persistía, aunque de maneras más sutiles que en las dos
centurias precedentes. Ahora el desencuentro nacía de la reducción de la Razón a
un rol meramente instrumental, funcional a la tecnología, pero inhibida para
afrontar los interrogantes decisivos. El
primero de aquéllos se refirió a un tipo de cultura contemporánea caracterizado
por la “prohibición de hacer preguntas”. El segundo espoleó a la Razón para
reconocer su intrínseca sed de sentido y, consecuentemente, abrirse a la
posibilidad de una eventual Revelación; en esto constituiría su verdadera audacia.
Joseph Ratzinger
dio un alerta temprana sobre estos fenómenos culturales profundos, a veces
oscurecidos por las polémicas de índole meramente partidaria o por el
triunfalismo de ciertas burocracias eclesiales. Y advirtió todo lo que estaba
en juego en la relación Fe-Razón, incluso en el orden de la vida social y
política. De ello dan fe innumerables artículos, libros y homilías producidos
en las décadas inmediatas. Con el
tiempo, uno de los testimonios históricamente más significativos de esta lúcida
conciencia sería su memorable diálogo con el filósofo laico-progresista Jurgen
Habermas, producido meses antes de ser elegido Papa. Otro, quizás más difundido por la estridencia
de las reacciones que provocó, fue su discurso –ya Pontífice- en la Universidad
de Regensburg (Ratisbona) el 12 de setiembre de 2006. Entre uno y otro, cómo pasar por alto su
contundente denuncia de la “dictadura del relativismo” ante los Cardenales
reunidos en abril de 2005 para elegir al sucesor de Juan Pablo II.
Evoquemos muy
sumariamente estos hitos. En el primer caso, el tema de la conversación entre
el futuro Papa y el expositor de la Escuela de Francfort fue la existencia de
fundamentos morales y prepolíticos para el funcionamiento del Estado Liberal de
Derecho. En esa ocasión Ratzinger describió a la Fe como “una opción por el
primado del Logos”, es decir “la convicción de que la libertad y el amor no
están solo al final sino también al principio”.
Esta posición hace eco a la sostenida en su memorable Introducción al
Cristianismo (1968), cuando expresó que “el pensamiento y el sentido no son un
derivado accidental del ser, sino que todo ser es producto del pensamiento, es
decir, en su estructura más íntima es pensamiento”.
Pero, además, Benedicto XVI tenía en claro que las
relaciones entre Razon y Fe poseían consecuencias enormemente significativas
sobre el tema de la libertad religiosa. Es en esto en lo que pondría énfasis en su
discurso –un año después de electo- ante la Universidad alemana de Ratisbona,
en la que había ejercido la cátedra. Quizás lo mas esencial del mensaje de
entonces radica en la proclamación de que es razonable creer y no se puede
creer contra la razón: “la difusión de la fe mediante la violencia es algo
irracional”, afirma Ratzinger citando las palabras del emperador bizantino
Manuel II Paleologo sobre el Islam, que provocarían una reacción tan abrupta
como exenta de bases analíticas en el mundo musulmán. El verdadero objetivo
papal estaba en otra parte: en lograr que la Razon y la Fe se encontrasen de un
modo nuevo, trascendiendo las barreras que la filosofía moderna se ha
autoimpuesto y mostrándole a ésta un horizonte más amplio.
Dando,
cronológicamente, un paso atrás, detengámonos un momento en el discurso previo
al Cónclave de 2005. En el mismo, el aún
Prefecto de Doctrina de la Fe, sacará las conclusiones más actuales de la
desnaturalización de la Razón y su abandono de la búsqueda de la Verdad: “Se va
constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como
definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas”. Ratzinger sabía que a la Fe no le resultaba
indiferente la defección de la Razón: de hecho la exponía a sus propias
patologías, como el fideísmo, la tentación de la coacción, etc. De allí que se propusiera la enorme tarea
histórico-cultural de reanudar aquel diálogo del que, como subproducto,
nacieron la civilización europea y sus retoños. Esto no fue pacíficamente
aceptado en los ámbitos ajenos al Catolicismo.
Pero –como certeramente ha indicado Gabriel Zanotti- tampoco el elemento
humano de la Iglesia estaba totalmente preparado para comprender a Benedicto.
Será el intercesor para todos los que, desde instancias mayores o menores, nos
reconocemos en aquella vocación.-
Miguel Angel
Iribarne
* Profesor
emerito, Universidad Católica Argentina. Fue decano de la Facultad de Ciencias
Políticas y Sociales de la Universidad Católica de La Plata.