Andrés Torres (*)
El Decreto
191/2011, que creó la Comisión para la Elaboración del Proyecto de Ley de
Reforma, Actualización y Unificación de los Códigos Civil y Comercial de la
Nación, afirmaba que el Codificador del Código Civil originario, previó la
necesidad de incorporar las reformas que los tiempos futuros demandaren.
Más allá de que
esto es falso, porque los articulos 2 y 3 de la Ley 340 del año 1869 mencionaba
sólo eventuales modificaciones al Código ante las dudas y dificultades que
ofreciera su práctica, quiero sin embargo reparar en esta afirmación que
resalto en el primer párrafo, porque en realidad es el corazón del lamentable
experimento que constituye el nuevo Código Civil y Comercial.
Es curiosa la
expresión y llamativa, desde el punto de vista semántico. ¿Cómo es eso de que
los tiempos futuros pueden demandar reformas legales?
¿Quiénes son los
tiempos futuros para erigirse en sujetos de cambio, autores de reformas legales?
Subyace la
filosofía de que todo cambio operado en el tiempo, dentro de la sociedad, per
se, es una realidad imperativa, y por tanto superadora de una situación
anterior. Todo tiempo futuro es mejor que lo pasado. Por el sólo hecho de ser
más nuevo, más joven, más reciente.
¡Qué palabras
atractivas para la sensibilidad postmoderna! ¿Quién puede negar que lo nuevo es
mejor que lo antiguo, que lo joven es mejor que lo viejo, que lo reciente es
mejor que lo remoto?
Hay más parejas
homosexuales que antes, entonces, esa es una nueva realidad que por ser más
nueva conlleva el destino unívoco de ser mejor. Los niños y jóvenes de ahora
son más autónomos, ya no obedecen a rajatabla a sus padres: otra nueva
realidad, frente a la cual nos tenemos que rendir: porque es nueva, por lo
tanto, mejor.
Se trata del
hipnotismo que ejercen esos talismanes que son la juventud, la primicia, la
novedad.
Esta es la médula
del pensamiento progresista y su simple análisis nos revela su falsedad. El
futuro es visto como un río que viene con creciente, y que nos arrastra
inexorablemente: ¿qué otra cosa podemos hacer sino adecuarnos a las demandas
delos tiempos futuros? Si no nos adecuamos, nos lleva la corriente. Es inútil
resistir.
¿Cuánto falta para
que nos extirpemos este chip? ¿No se ha cansado la historia de darnos ejemplos
de que no siempre los nuevos tiempos son mejores que los pasados (y viceversa)?
Luego de que el liberalismo y el industrialismo nos hicieran creer que
estábamos ante una Humanidad más avanzada, se vinieron dos guerras mundiales
que casi aniquilan la Tierra, y hubo al menos dos exterminios raciales (el
soviético y el nazi) con ejemplos de antihumanismo de una crueldad
pre-cristiana.
Hoy, en plena
época de las computadoras y los robots, con orgullosas e increíbles misiones
interplanetarias, hay una guerra en el corazón de Europa con trincheras como
las de 1916. ¿Dónde está el avance? ¿Por qué entronizar al futuro por ser
futuro? ¿Alguien puede defender esa falacia sin avergonzarse?
La otra idea
fuerza que alimenta los fundamentos de la Reforma es que las transformaciones
culturales deben reflejarse en una reforma de las estructuras normativas. Si
cambia la cultura, debe cambiar la ley. Pero la ley es cultura, en sentido
amplio. ¿En qué sector de la cultura debemos detectar el cambio para luego
adecuar las normas a ella? ¿Dónde habita el mentor de los cambios necesarios e
inevitables? Las manifestaciones sociales actuales, espontáneas, vitales, deben
marcar la pauta para modificar las estructuras culturales ya consolidadas como
la tradición, la ley, o la religión. Ellas son mutables en tanto son pasado. Y
estas manifestaciones son reflejo de cambios si no felices, entonces siempre
inevitables.
Esta es la
filosofía errónea que al no erigir un patrón de referencia para lo bueno, lo
verdadero y lo bello, nos obliga a estar siempre dispuestos a cambiarlo todo,
siempre que el cambio sea hoy. Esto se llama secularismo, y esa enfermedad
puede que lleve siglos en conjurarse. Pero algunos, creo, ya estamos vacunados.
(*) Abogado.
Miembro del Centro de Estudios Cívicos