y una doctrina que
asesina con la lapicera
Diana Cohen Agrest
Infobae, 12 Ago,
2023
En apenas un par
de días, perdieron la vida violentamente en intentos de robo la niña Morena
Domínguez en Lanús, el cirujano Juan Carlos Cruz en Morón, el profesor jubilado
Nelson Daniel Peralta en Guernica, el remisero Juan Pablo Pompa en Ingeniero
Budge y el changarín Alejandro Barrionuevo en Manantial Sur, Provincia de
Tucumán.
¿Acaso los dioses
se han ensañado con nuestra patria sangrante? ¿O es el Dios abrahámico que
castiga con su inteligencia los errores humanos? Leibniz dijo que habitábamos
el mejor de los mundos posibles. Los dioses o el Dios monoteísta nos castigaron
porque en la Argentina se vive el peor de los mundos posibles. Porque cada vez
que nos asomamos a la calle, incluso en nuestros hogares, vivimos con el
escozor provocado por el miedo, por la incertidumbre de que nuestra vida acabe
más allá de los designios divinos.
Pero en rigor de
verdad, tal vez no existan seres trascendentes que rijan tan perversamente
estos destinos humanos. En la Argentina que duele, quien condujo a esta
situación fue Eugenio Raúl Zaffaroni, una suerte de monarca del derecho de baja
estofa y alta perversión.
Casi medio siglo
atrás, inauguró una doctrina que asesinó con su lapicera y con las de sus
discípulos, algunos de ellos congregados cierta vez en la Asociación Justicia
Legítima: Alejandro Slokar, el fiscal/defensor Javier De Luca, Cristina
Caamaño, Alejandra Gils Carbó y la inefable Ana María Figueroa, quien se resiste
a los sabios embates que depara la edad de retiro. Y por supuesto, la pitonisa
“Malala”, esa increíble María Garrigós de Rébori que predijo que, una vez
liberados los presos, aumentaría el delito callejero.
Los principios de
la organización se resumen en “trabajar de forma activa en la democratización
de los poderes judiciales de la Argentina; en impulsar una justicia
independiente y transparente, que permita reconciliar al Poder Judicial con la
ciudadanía, interpretar las necesidades sociales e intervenir activamente en
las transformaciones sociales”.
De lo mucho que
lograron, se destaca la última de sus aspiraciones: por supuesto que
transformaron la sociedad, al punto de que los trabajadores del conurbano deben
salir de sus casas en manada para no ser asaltados y asesinados por la
delincuencia que Justicia Legítima y sus secuaces adoptaron como propia.
Pero vayamos al
huevo de la serpiente.
Quienes conocen la
controvertida trayectoria de Zaffaroni que lo llevó a ocupar, dedo presidencial
mediante, un cargo en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se
interrogan: ¿acaso una conducta intachable no debería ser condición ineludible
para merecer dicho honor? De serlo, pendía de un hilo deshilachado su elección.
Por empezar, el
artículo cuarto del Estatuto de dicho organismo estipula que el candidato debe
cumplir las mismas condiciones exigidas por la Ley del Estado que lo postula
como candidato. En el caso de Zaffaroni se lo impedía su edad: según la ley
argentina, un juez debe abandonar su cargo al cumplir 75 años y esa fue la
razón de su renuncia a la Corte Suprema. No fue un acto de apego a la ley, como
se pretendió divulgar: como las normas son volubles en nuestra (in)Justicia,
apuraron la jubilación de Zaffaroni tanto como recientemente intentaron dilatar
la de Ana María Figueroa.
Pero no se trata
sólo de un límite cronológico. En el caso del ex juez, el pasado lo condena:
juró por los estatutos de dos dictaduras, incluido el de la Junta Militar que
ordenó ejecutar a miles de desaparecidos durante los años 70. Y pese a ser hoy
considerado un adalid de los derechos humanos, jamás firmó un habeas corpus que
hubiese permitido salvar una vida durante esos años oscuros. Omisión refrendada
por las Madres de Plaza de Mayo, quienes incluyeron a Zaffaroni en una lista de
437 jueces que oficiaron de cómplices de la Dictadura.
Su historial como
juez en ejercicio no es menos asombroso, aunque ideológicamente explicable. Las
interpretaciones reñidas con la ética conforman una antología de la perversión:
en el juicio a un encargado de un edificio que forzó a una niña de 7 años a una
“fellatio”, el juez adujo que la luz apagada era un atenuante. En otro fallo
escandaloso resolvió que un robo a mano armada perpetrado con un arma blanca no
es considerado delito porque “un cuchillo no es un arma”.
En otro de sus
fallos dictaminó que un auto estacionado es una “cosa perdida o abandonada por
su dueño” (ya que el dueño no estaba presente) y por ende el delincuente no
habría incurrido en robo, sino en “apropiación indebida”. Y en el allanamiento
de un laboratorio de droga, donde requisaron elementos probatorios como
balanzas, droga, un molino y los dediles, dictaminó que no debía ser
considerado un local de venta de droga puesto que no se encontraba en el lugar comprador
alguno.
Cuando se
desempeñó como juez de la Corte Suprema de Justicia, sólo estuvo presente cada
vez que su alineación con el oficialismo lo requería, pues sus conferencias le
impidieron cumplir con sus obligaciones. Tal vez esa negligencia explique por
qué se considera al juez responsable de que la Argentina sea el único país que
aún no tiene un régimen de responsabilidad penal juvenil –tal como lo dispone
la Convención de los Derechos del Niño– y los jóvenes sobreviven en un limbo
legal.
Pese a que la
bandera de los derechos humanos es el mascarón de proa del gobierno y del juez,
sólo un 9% del presupuesto asignado fue ejecutado para el mejoramiento de
cárceles superpobladas, donde los presos conviven en condiciones infrahumanas.
La escalada del narcotráfico va acompañada de una progresiva naturalización de
las mafias donde florece la justicia por mano propia y la venganza privada.
En el plano
personal, el juez debió regularizar su situación de infractor a la ley
tributaria para poder ser designado en la Corte Suprema de Justicia. Y desde
siempre, tuvo conflictos con la ley penal: el juez alquilaba sus propiedades a
una red de 10 prostíbulos.
Prestigiosas ONG
denunciaron esta actividad ilegal ante la Procuración General de la Nación,
pero dado que el juez había delegado la administración de sus alquileres en su
pareja, Ricardo Montiveros, éste se declaró culpable de violar la ley de
profilaxis sobre las casas de tolerancia, y pagó una irrisoria multa con lo
cual logró regularizar la situación.
¿Cómo se explica
esta serie de disparates aceptados sumisamente por los tribunales de distintas
instancias? No puede soslayarse su ideario orientado a la abolición del sistema
penal enmascarado bajo título de teoría agnóstica de la pena. ¿A qué alude tan
pomposo título? así como el agnóstico religioso rechaza la posibilidad de un
conocimiento para afirmar la existencia de Dios, el agnóstico penal declara que
es imposible conocer la función de la pena: la teoría agnóstica de la pena
rechaza la posibilidad de que pueda demostrarse científicamente que la pena
estatal pueda tener algún fin positivo legitimador del sistema penal.
Más precisamente,
el concepto negativo de la pena defendido por Zaffaroni, ve en el castigo una
forma de coerción que impone la privación de derechos, causa dolor, no repara
el daño cometido, no restituye el bien perdido, no detiene las lesiones en
curso ni neutraliza los peligros inminentes. Ni siquiera posee un poder
disuasorio.
Según sus
defensores, la legitimidad de la pena puede ser cuestionada en la medida en que
todo castigo es expresión de un acto de poder. Un ejercicio ilegítimo del poder
en manos del Estado, enuncia un hecho político que no tiene ni una función
reparadora ni restitutiva de la condición previa al delito.
La doctrina
vigente defiende un abolicionismo disfrazado de derecho penal mínimo, orientado
a proteger a los perseguidos por un Estado-Leviatán. Una especie de monstruo
animado por una compulsión a castigar discrecionalmente a sus víctimas,
seleccionadas entre los más vulnerables, entre los pobres y los marginales que
sobreviven condicionados por fuerzas estructurales que los sobrepasan. Tales
como “la frustración escolar de la persona”, Zaffaroni dixit.
En este escenario
compasivo, no parece advertirse, como observa el teórico del derecho Tomasini
Bassols, que “esos factores socioculturales son nociones extrajurídicas que
señalan los condicionamientos de un sujeto y hasta las causas que pueden ser el
caldo de cultivo del delito, pero no son las razones motivacionales que llevan
a delinquir, que es el objeto de la juridicidad”.
Con el tiempo, y a
contramano de los objetivos esenciales a una sociedad bien organizada, en la
Argentina que nos duele los mecanismos punitivos fueron progresivamente
desarticulados. ¿Cuál es la estrategia falaz y fallida de la que se sirve el
abolicionismo?
Por empezar, una
vez que las garantías constitucionales son declamadas como si hubiesen sido
acuñadas por este ideario, mientras que, como se sabe y se dijo, en verdad
rigen en todo genuino Estado de Derecho. Su sentido primario sufre un
desplazamiento discursivo cuando parte de la premisa de que la ejecución de las
penas “resulta incompatible con la ideología de los Derechos humanos”,
Zaffaroni dixit.
Reteniendo en el
tiempo el modelo del Estado punitivo del régimen dictatorial, el ideario
abolicionista invoca los derechos humanos como un paraguas crítico con el que
enfrenta todo presunto abuso de poder -injustificado en un Estado de Derecho- y
que se atreva a violar las garantías constitucionales. Y dado que ese modelo
punitivo persiste abusivamente en los espacios intramuros, en el afán de
proteger los derechos de los -en su jerga- “prisionizados”, se procura eliminar
la ejecución de la pena en lugar de procurar el mejoramiento del sistema
carcelario.
El abolicionismo
acusa al modelo punitivo de no ser un modelo de solución de conflictos sino de
una decisión vertical del poder, mientras que el reparador es horizontal. En su
crítica a los sistemas penales punitivos, los abolicionistas se valen de la
noción de “confiscación del conflicto”, acuñada por Foucault. Se alude con
dicha expresión a que toda vez que se califica una conducta de criminal, la ley
“se apropia” del “conflicto” de los directamente afectados por el crimen. Y
que, en lugar de ayudar a resolver su “conflicto”, la ley traslada el
“problema” (otro eufemismo más) al contexto profesionalizado del sistema de
justicia penal, en cuyo marco ni la víctima ni el victimario poseen un rol
activo. La respuesta social al crimen, alegan, no debería ser el castigo sino
un proceso de mediación o reparación.
La teoría
propuesta por Zaffaroni fue acogida acríticamente por sus discípulos que serían
los jueces, fiscales y docentes universitarios que no percibieron los riesgos
de llevar al terreno operativo postulados que, si bien pueden ser la fuente de
interesantes debates teóricos, no deberían ser puestos en práctica, tal como lo
prueba el incremento del delito de los últimos años.
Quienes “caen
presos”, prosiguiendo con Zaffaroni, caen por “tontos” y “torpes”. Y en una
sociedad injusta es injusto castigarlos cuando no se castigan los grandes
negociados que se omite aclarar que son ejercidos en complicidad con las
autoridades políticas y, de más está decirlo, judiciales. Se impone entonces
una lógica impunitiva “igualitaria”, que en lugar de buscar sancionar a todo
aquel que transgrede la norma, lo exonera: como no se castiga al poderoso, se
concluye que tampoco debe castigarse al “tonto” y al “torpe”.
Corría 1989 cuando
Zaffaroni calificaba como una utopía al abolicionismo, eufemísticamente llamado
“minimalismo penal”. Pero según señalaba el autor en ese entonces, “utopía”
debía ser interpretada no como un ideal irrealizable, sino como un ideal a
realizar.
Tras décadas de
ser pronunciada esa sentencia, ese ideal se realizó en la Argentina. El costo
de ese experimento social utópico, fueron miles y miles de vidas sacrificadas
en aras de ese ideal: vidas de jóvenes victimarios y víctimas.
Su autor
intelectual e instigador es el Dr. Zaffaroni, un exjuez con tantos pergaminos
como escasas dotes para legitimar su nombramiento para un organismo que vela
por los derechos humanos. Esos derechos humanos conculcados en una Argentina
que día a día, llora a sus muertos por la desidia judicial.