Javier Boher
Alfil, 27-10-23
Hay algo que la
gente parece haber olvidado por completo: la vida sigue más allá de los
políticos. Está claro que los gobiernos nos condicionan en múltiples
dimensiones, pero a quienes ejercen los cargos los tiene completamente sin
cuidado lo que le pasa a la gente común. Ni siquiera saben que existe algo más
allá de la búsqueda del cargo.
Esta reflexión
viene a que estas elecciones nos han enfrentado a un problema que se vende como
una cuestión moral. El ballotage es un mecanismo institucional que existe a los
fines de elegir el presidente más tolerable para la mayoría de la gente. El
momento de expresar preferencias por un deso positivo ya pasó. Ahora se trata
de otra cosa.
En el medio, la
gente no termina de aceptar que es una herramienta de construcción de
legitimidad de gobierno. Los reproches a los potenciales votantes de una u otra
fórmula se van apilando, llegando incluso a exponer a la gente a situaciones de
violencia. No se trata solamente de encono hacia los que siempre votan
distinto, sino de rechazo a los que suelen coincidir, pero que ahora se
diferencian en esta situación poco común en la que hay que tomar una decisión
maniquea.
Esta omnipresencia
de la política, que empuja a la gente a un sentimiento de agobio, es producto
de exponer a los ciudadanos a esa elección puntual. Todo se pasa por el tamiz
del ballotage, con juicios de valor sobre la calidad de la persona que tiene en
su mano el poder para decidir quién será el próximo presidente. A modo de
ejemplo, un amigo decidió suspender un asado porque no quería tener que ponerse
a hablar de política y economía a lo largo de la noche.
Entiendo que a
algunas personas les cuesta discutir sobre política, especialmente porque creen
que las cosas son personales. Parte de la maduración y el gusto por una
actividad tan noble -y oscura a la vez- es el lograr separar la discusión sobre
el poder y las formas en las que se lo ejerce, de la vida cotidiana. Nadie es
un enemigo por pensar distinto, fundamentalmente porque siempre se pueden
buscar puntos en común para pasar el rato charlando. Si no existiera esa
posibilidad de intercambio y convivencia la política misma no tendría sentido.
A partir de que
toda esta situación es un poco violenta para algunas personas -que se sienten
más tranquilas si otros deciden por ellas- es que vino a mi mente una figura en
desuso. De hecho, las primeras elecciones que puedo recordar son las de 1995,
posteriores a la reforma constitucional de 1994. De allí que el Colegio
Electoral sea una figura que para mí existe solamente en los libros, no como
una experiencia personal.
Dicha institución
es un mecanismo que todavía existe en Estados Unidos, aunque allá es un tanto
diferente. La idea es poner una instancia de intermediación y de acuerdo entre
cúpulas partidarias para resolver los potenciales problemas de gobernabilidad
de liderazgos sin raigambre territorial.
La ley electoral
argentina vigente para las elecciones de 1983 y 1989 establecía que los
miembros del colegio electoral se calculaban con un umbral del 3% del padrón
electoral, no sobre los votos afirmativos. De esa manera, haber superado el 3%
en el recuento que se conoció el domingo no significa que hubiesen podido
quedar habilitados para ingresar al colegio electoral. Eso le pasó en mis
cálculos al FIT, que apenas si pudo pasar el corte dos veces, pero sin suerte:
no se llevó ninguna banca para votar por el presidente y el vice.
Para ver cómo se
repartirían los escaños se usaba el sistema D´hondt, que los asigna
proporcionalmente a la cantidad de votos que obtiene cada espacio. Las tres
opciones mayoritarias saldrían así beneficiadas, mientras que la cuarta opción,
la de Schiaretti, quedaría subrepresentada.
Para el cálculo
opté por dejar los tres senadores por provincia, algo incorrecto si se parte de
la premisa de que se incluyó al tercer representante en la misma reforma en la
que se eliminó el colegio electoral. Sin embargo, de esa manera se aumentaría
la representación de las provincias pequeñas en detrimento de los distritos más
grandes (situación ya agravada por el piso de cinco diputados).
De ese modo, el
Colegio Electoral hubiese quedado con 658 miembros y hubiesen sido necesarios
330 para ser elegido presidente o vice, porque se necesitaban la mitad más uno
de los votos. Según los resultados del domingo, Sergio Massa hubiese obtenido
255, Javier Milei 215, Patricia Bullrich 158 y Juan Schiaretti habría alcanzado
los 30. En realidad, siendo rigurosos, los votos habrían sido para los
partidos, ya que cualquier ciudadano en condiciones de ser elegido para la
presidencia podría haber sido encumbrado por la institución. En ese contexto,
las negociaciones hacia dentro de las coaliciones y entre las mismas podrían
haber sido muy intensas, tratando de conseguir algún tipo de acuerdo que les
permitiera alcanzar el número mágico para llegar al gobierno.
Esas negociaciones
podrían haber significado llegar a un acuerdo para un gobierno de coalición,
con un presidente y un vice que representen a dos de las fuerzas en pugna. La
tensión entre el Pro, la UCR y la CC podría haber significado que se quiebre la
coalición a la hora de votar por el ejecutivo, pero ninguna facción tendría
poder para torcer la elección. Si o si el acuerdo sería político y significaría
la posibilidad de construir gobernabilidad. Si además existiera la figura del
Jefe de Gabinete, tres partidos podrían haberse asegurado tener un pie dentro
del futuro gobierno, fulminando la posibilidad del estancamiento.
No podemos saber
qué habría pasado si existiera el Colegio Electoral, porque ese incentivo
también hubiese jugado a la hora de armar coaliciones. Sin embargo, los
partidos políticos hubiesen vuelto a la centralidad de la escena: formar
gobierno hubiese sido su responsabilidad, no la de los ciudadanos que ya fueron
a las urnas entre tres y cuatro veces y están saturados por la política. Al
final, por culpa del Pacto de Olivos me terminé perdiendo un asado.