más allá de Milei
Andrés Pérez
Baltodano
La Prensa
(Nicaragua) 16 de noviembre de 2023
Hace algunos años,
tuve la oportunidad de visitar el campus del Ave María College, invitado por su
rector, Humberto Belli. Mientras almorzábamos, Humberto me dijo estar seguro de
que por debajo de nuestras desavenencias se escondían muchas coincidencias. El
artículo de Humberto, ¿Vale la pena discutir a Milei? (06/11/23), me confirma
que él tenía razón.
Ambos creemos, por
ejemplo, que el poder del Estado y del mercado deben armonizarse en función del
“bien común” y que la búsqueda y definición de esa armonía constituye uno de
los retos fundamentales de la política en nuestro país. Concuerdo con Humberto,
además, en que la doctrina social de la Iglesia católica (DSI), tiene mucho que
aportar a la definición de un marco normativo para la búsqueda de una relación
armoniosa entre el Estado, el mercado y la sociedad nicaragüense, que sea
congruente con el principio de la DSI que nos dice que “el sujeto y el fin de
todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana” (Gaudium et
spes, 25, 1).
El Estado, nos
dice el filósofo católico peruano, Víctor Andrés Belaúnde, en su análisis de la
DSI, debe crear “todos los factores que tiendan a mejorar la situación
económica, moral, intelectual y religiosa de los miembros de la sociedad”. Y
agrega: “Esta obligación es tanto más sagrada e imperiosa cuanto más débiles e
incapaces sean los asociados para proporcionarse por sí mismos esa suma de bien
que constituye el bien común”. El papa Francisco resalta y expande esta
obligación, cuando al referirse a la “opción preferencial por los pobres” en la
DSI, nos dice: “Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser
instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres” (Evangelii
gaudium, 187). Y añade: “Y si hay estructuras sociales enfermas que les impiden
[a los pobres] soñar por el futuro, tenemos que trabajar juntos para sanarlas,
para cambiarlas” (Ibid.). De igual forma, el papa Benedicto XVI, en su primera
visita a América Latina, en el 2007, nos recordó que la encíclica Populorum
progressio, “invita a todos [la Iglesia, el Estado, los capitalistas] a
suprimir las graves desigualdades sociales y las enormes diferencias en el
acceso a los bienes”.
La DSI no solo
define la función social del Estado, sino que también establece el principio de
la subsidiariedad para evitar que el poder estatal aplaste a los individuos y a
la sociedad: “No es justo que ni el individuo ni la familia sean absorbidos por
el Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad,
hasta donde sea posible, sin daño del bien común y sin injuria de nadie (Rerum
novarum, 26).
Así pues, una
sociedad que se autodenomina cristiana y que es mayoritariamente católica, como
Nicaragua, no puede optar por un Estado que, como el cubano, aplasta la
libertad del individuo y la familia en nombre de la justicia social. Pero
tampoco puede optar por la entronización del individualismo y de la libertad
irrestricta del mercado, como lo propone, por ejemplo, el libertarismo a
ultranza del argentino Milei.
Vale la pena
resaltar que la DSI no es hostil al mercado y, ni siquiera, a la acumulación de
capital. Esa doctrina es clara en decir que “el derecho a la propiedad privada
es válido y necesario” (Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 42). Pero
también es clara en señalar que, para que el capital cumpla con su “misión
social”, debe ser normado por una ética que lo subordine para evitar, como nos
dice nuestro filósofo Alejandro Serrano Caldera, que “se legitim[e] a sí
mism[o]”, es decir, que actúe sin el encauzamiento de una moralidad superior
(Los dilemas de la democracia, 1996).
En síntesis, el
mercado tiene “un lugar en la sociedad” pero al mercado “hay que ponerlo en su
lugar”, como dice el economista estadounidense Arthur Okun, quien fuera
director del Consejo de Asesores Económicos del presidente Lyndon B. Johnson.
Esto es, precisamente, lo que hicieron los costarricenses.
El ejemplo de Costa
Rica
Después de
alcanzar el poder en 1948, el partido Liberación Nacional, bajo el liderazgo de
José Figueres, estableció un balance entre la eficiencia económica y la
justicia social que, durante tres cuartos de siglo, ha evitado que Costa Rica
se desvíe hacia los extremos de la ecuación Estado-mercado. Para ello,
Liberación Nacional promovió lo que su principal ideólogo e intelectual,
Rodrigo Facio, llamó un “liberalismo constructivo”, promotor de la “justicia
social con eficiencia económica, para que la justicia no mate la eficiencia, ni
la eficiencia mate la justicia social” (ver José Luis Vega, El pensamiento
económico-social de Rodrigo Facio, 2012). Este “liberalismo constructivo” era
una alternativa al “liberalismo manchesteriano” que las elites tradicionales
costarricenses defendían y que Figueres describía como un “estímulo al instinto
de lucro individual, equivalente al instinto del individuo en la selva” (José
Figueres Ferrer; el hombre y su obra, 1955).
Costa Rica
operacionalizó la visión de Figueres y Facio a través de la
institucionalización de un Estado Social que dinamizó los avances de los
gobiernos anteriores, con enormes consecuencias en la educación, la salud y la
protección laboral, pero también en la modernización económica del país. La
abolición del ejército fue fundamental para lograr la estabilidad política y
los recursos económicos necesarios para estas reformas.
En Nicaragua
necesitamos un serio debate pluralista y multidisciplinario para identificar un
modelo de relaciones entre el Estado, el mercado y la sociedad, que responda a
la especificidad de nuestros problemas y necesidades. Pero aquí tropezamos con
un problema que ha preocupado a Humberto durante muchos años: el atraso
educativo de nuestra sociedad. Este atraso no solo se expresa en los bajos
niveles de escolaridad de nuestra población, sino también en la escasa
capacidad de nuestras elites para manejar y contextualizar las variables que se
conjugan en la DSI y otros marcos normativos, como los que ofrece la filosofía
política.
¿Cómo salir de
este atolladero? Sigamos conversando.
El autor es
profesor retirado del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de
Western Canadá.