Por José Natanson
¿De qué se
alimenta el miedo?
Le Monde, EDICIÓN 294 -
DICIEMBRE 2023
Como sabía
Pennywase, el payaso de It que era capaz de adoptar la forma del terror de cada
niño para arremeter contra él en las alcantarillas de Derry, el miedo está
hecho de retazos de memoria, imágenes fragmentadas del pasado, traumas
reprimidos que asoman. Por eso cuando pensamos en los riesgos de la democracia
nuestra imaginación vuela hacia las escenas clásicas de los golpes de Estado
del siglo XX, con los tanques entrando a la Casa de Gobierno o los aviones
bombardeando el Palacio de La Moneda. Pero hoy el peligro democrático no pasa
por un arrebato militar: es un proceso más largo y viscoso, menos claro. Esto
no quiere decir que Argentina no cruja ante la inminencia de un gobierno de
Javier Milei, sino que hay que sacudirse los miedos ancestrales para entender
mejor el peligro real de lo que viene.
Y lo que viene es
un retroceso. El pacto democrático imperante desde 1983 implicó la aceptación
del juego electoral por parte de todos los actores políticos, incluyendo a
aquellos que, como las derechas autoritarias y las izquierdas insurgentes, en
el pasado lo habían impugnado. Pero también supuso otras cosas, como la exclusión
definitiva de la violencia política, la aceptación de la pluralidad y la
autocontención de la represión estatal. Este contrato social, que algunos
llaman el “pacto del Nunca Más”, fue un proceso de construcción colectiva
trabajoso y en absoluto lineal, que a lo largo de cuatro décadas tuvo que
superar alzamientos carapintadas, un copamiento guerrillero y la crisis del
2001, pero que pese a todo siguió avanzando.
El 55% de los
argentinos que eligieron a Milei el domingo pasado no lo hicieron pensando que
lo que estaba en juego era la continuidad democrática, que estaban de algún
modo plebiscitando la democracia. Votaban mayoritariamente otra cosa. Como
sostiene Marina Franco (1), resulta tentador pensar que el ascenso de Milei
revelaría que la democracia argentina está pagando el precio de su propio
éxito, que su estabilidad la convirtió en un “paisaje abúlico” que ya no
aparece ante los jóvenes como un valor a conquistar, porque nunca conocieron
otro sistema y no pueden por lo tanto imaginar el horror de perderlo. Pero esta
perspectiva, afirma Franco, es falaz: lo que explica que una mayoría social
haya votado a un candidato que pone en cuestión estos consensos no es el éxito
de la democracia sino su fracaso, su incapacidad para garantizar mejoras concretas
en las condiciones materiales de vida o un horizonte de autosuperación para las
nuevas generaciones.
¿Qué nos espera
entonces?
En primer lugar,
la secuencia conocida de ajuste, movilización popular y represión. Aunque Milei
ha desandado algunas de sus propuestas económicas más radicales, el corazón de
su programa de gobierno, con o sin dolarización, incluye un fuerte recorte del
gasto público, la eliminación de la emisión monetaria y el achicamiento del
Estado. En sus propias palabras, “cambios drásticos, sin gradualismos”. Habrá
que ver cómo reacciona el Presidente electo cuando se activen las
movilizaciones y se convoquen las primeras huelgas. En los momentos más
calientes del largo paro de los obreros mineros de 1984, Margaret Thatcher
llegó al extremo de ordenar a las autoridades escolares no entregar los
uniformes a los hijos de los huelguistas y hasta excluirlos de los comedores de
los colegios. Más cerca en espacio y tiempo, Carlos Menem osciló entre, por un
lado, la necesidad de compensar su giro ideológico con gestos sobreactuados,
como cuando eligió como día para firmar el decreto de limitación del derecho a
huelga un 17 de octubre, y, por otro, la negociación de diversas concesiones
con los sindicatos más poderosos.
¿Cómo responderá
Milei a la previsible resistencia que producirán sus políticas? Las dos
experiencias más recientes, los gobiernos de Donald Trump y Jair Bolsonaro, no
resultan del todo pertinentes para ensayar una comparación, porque se trata de
países en donde las movilizaciones populares no son un factor determinante del
juego político, donde el poder de los sindicatos es relativo y donde las
capitales están alejadas de los principales centros urbanos. En contraste con
Estados Unidos y Brasil, la sociedad argentina es una sociedad movilizada, con
una larga memoria igualitarista y un sesgo jacobino cercano al francés. Bajo
estas condiciones, con sindicatos y organizaciones sociales acostumbrados a una
gimnasia de protesta permanente y con fuerzas de seguridad subcalificadas y proclives
al gatillo fácil, cualquier intento de contener la movilización puede generar
un saldo trágico. Contra lo que a veces se piensa, ningún gobierno democrático
busca de manera deliberada heridos o muertos. No es que Eduardo Duhalde buscó
el asesinato de Kosteki y Santillán; simplemente no lo previó ni pudo evitarlo.
En contraste con
Estados Unidos y Brasil, la sociedad argentina es una sociedad movilizada, con
una larga memoria igualitarista y un sesgo jacobino cercano al francés.
Otro punto
importante es la dimensión liberal de la construcción democrática. Desde 1983,
sucesivos gobiernos vienen impulsando una serie de leyes tendientes a permitir
que cada persona viva su vida, disfrute de su intimidad y experimente su
sexualidad de la manera que más le guste, proceso que se completó con una serie
de normas y decisiones administrativas orientadas a garantizar los derechos de
las mujeres y las minorías. Así, Raúl Alfonsín impulsó la ley de divorcio, la
patria postestad compartida y la equiparación de derechos de los hijos
extramatrimoniales; Carlos Menem apoyó la ley de cupo femenino; el kirchnerismo
sancionó la ley de matrimonio igualitario, la ley de vientre subrogante y la
ley de identidad de género, y Mauricio Macri habilitó por primera vez la discusión
parlamentaria sobre el aborto, que finalmente se sancionó durante el gobierno
de Alberto Fernández, que además creó el Ministerio de la Mujer.
Resultado de una
combinación de luchas colectivas y decisiones ejecutivas (incluso
oportunistas), estas políticas, algunas de ellas muy avanzadas para el contexto
regional, fueron conformando un entramado legal y administrativo de espíritu
liberal que contribuyó a consolidar el pluralismo, la tolerancia y el derecho a
la identidad.
En la campaña,
Milei dijo que la educación sexual integral (ESI) busca “destruir a la familia”
y que es una política “ligada al ecologismo”, Alberto Benegas Lynch anunció que
intentará derogar la interrupción voluntaria del embarazo, Lilia Lemoine
propuso la renuncia voluntaria a la paternidad y Diana Mondino comparó el
matrimonio igualitario con tener piojos. Aun si la correlación de fuerzas
legislativas y la resistencia social impiden llegar a estos extremos, el
retroceso parece inevitable. Como sabe cualquier persona que haya ejercido
algún cargo de responsabilidad estatal, construir una política pública es muy
complejo: exige voluntad, pericia técnica, construcción de equipos,
neutralización de vetos políticos. Desmontarla, en cambio, es fácil, a veces ni
siquiera hay que anunciarlo: alcanza con abandonar una política pública para
que ésta languidezca hasta desaparecer. Por poner un ejemplo, ¿qué pasará de
ahora en más con la ESI, una línea de trabajo que lleva años, involucra
diversas jurisdicciones y áreas de gobierno y que ha demostrado su éxito para
evitar embarazos no deseados, prevenir el HIV y detectar casos de abuso?
El último punto a
considerar es la cuestión de los derechos humanos, una dimensión de la
construcción democrática que puede parecer extemporánea (hablamos de “los
derechos humanos del pasado”) pero sobre la cual los grandes líderes políticos
depositaron parte de su capital simbólico. Si Alfonsín impulsó el Juicio a las
Juntas, Menem los indultos y la “política de reconciliación” y Kirchner los juicios
contra los represores, fue porque intuían que en estos gestos se cifraba su
relación con la sociedad, que eran una forma de enviar un mensaje sobre el
presente dialogando con el pasado. ¿Qué hará Milei? Los testimonios de quienes
lo acompañan desde hace tiempo y los registros periodísticos sugieren que hasta
hace un par de años la cuestión no figuraba en el centro de sus preocupaciones,
que era un tema que sencillamente no le interesaba, y que fue la incorporación
a su dispositivo político de Victoria Villarruel lo que lo llevó a adoptar
posiciones como las que exhibió en el debate. Al cierre de esta nota no se
conocían todavía los nombres de los ministros de Seguridad y Defensa, posible
indicio de la decisión del Presidente de evitar la tercerización de estas áreas
en su vice.
Concluyamos.
Aunque habrá que
esperar a la asunción, el programa de gobierno de Milei y los trascendidos de
las primeras designaciones confirman que estamos ante el inicio de una etapa
política nueva, muy distinta a los gobiernos peronistas pero también a la
gestión de centroderecha coalicional de Mauricio Macri. ¿Hasta dónde llegará
Milei? ¿Qué forma asumirá su gobierno? Quizás una forma de abordar esta
pregunta sea pensar si se limitará a aplicar políticas de ajuste que busquen
recuperar la “normalidad macroeconómica” para relanzar la economía, incluyendo
privatizaciones, apertura económica y desregulación, es decir una agenda
neoliberal clásica, o si además se embarcará en una batalla cultural. ¿Liderará
una gestión pragmática al estilo de Giorgia Meloni o empujará una agenda
conservadora a lo Vox?
La primera
alternativa es difícil, pero factible. La larga experiencia de Menem y el
resultado de las elecciones de 2019, en las que Juntos por el Cambio quedó a
sólo 7 puntos del peronismo, y de las elecciones de 2021, en las que se impuso
ampliamente, demuestran que la sociedad argentina no es necesariamente hostil a
los programas de ajuste: lo que pide es que la estabilización que prometen se
concrete. El pacto social de los 90 –legitimado en la reelección de Menem en
1995– implicó el sacrificio del empleo y la igualdad a cambio de diez años de
estabilidad y consumo.
La segunda
alternativa es mucho más riesgosa. En una nota reciente (2), Pablo Touzón y
Federico Zapata sostienen que Milei deberá neutralizar su frente interno y
evitar la tentación de caer en la guerra cultural. “El éxito o el fracaso de su
gobierno se cifra en saber elegir las batallas, y la más relevante es la
económica (reformar y estabilizar Argentina). Todas las demás, y sobre todo las
reformas culturales, son excentricidades que le abrirán un Vietnam de
conflictos”, escriben.
El planteo es
lógico: a Milei lo eligieron básicamente para que arregle la economía y la
batalla cultural es, en efecto, extenuante y conflictiva. Sin embargo, permite
también constituir un núcleo duro de apoyos, que es lo que hizo Cristina a
partir del conflicto del campo y lo que descubrió tardíamente Macri.
Desprovisto de un partido político potente, de aliados territoriales y de
mayorías legislativas, el nuevo Presidente necesitará sostener su gobierno de
algún alfiler si quiere avanzar con su programa de reformas, y la activación de
un contingente militante podría ser una tentación. Las minorías radicalizadas
agrietan el debate público y ponen en cuestión la convivencia democrática, son
perjudiciales y peligrosas, pero también garantizan una base mínima de
respaldos en circunstancias difíciles, proveen un activismo 24 horas y hasta
ofrecen una fuerza de choque en las calles. Es lo que hicieron Trump y
Bolsonaro y es de hecho lo que dijo Macri cuando señaló que esta vez los
“orcos” peronistas no van a poder bloquear una eventual reforma previsional
tirando piedras porque habrá “miles de jóvenes” dispuestos a enfrentarlos.
Si la alternativa
de un ajuste neoliberal es mala pero conocida, el segundo escenario hundiría a
la democracia argentina en un abismo tan hondo como nuestras peores pesadillas.
1. www.eldiplo.org/notas-web/la-fractura-del-nunca-mas/