fue herido en la
cabeza en un ataque del ERP y lo dieron por muerto
Adrián Pignatelli
Infobae, 14-3-24
Jorge Fernández
sintió como una explosión en su parietal derecho que lo hizo caer boca abajo.
Estaba consciente y su primera reacción fue la de alcanzar su fusil para
continuar disparando pero sus piernas no le obedecían. Sintió que la sangre le
inundaba el rostro, pidió la asistencia de un médico y llamó a su madre a los
gritos. Luego se desvaneció. Era la noche del sábado 11 de agosto de 1974 y fue
uno de los heridos en el intento de copamiento de la Fábrica Militar de
Pólvoras y Explosivos de Villa María por parte del Ejército Revolucionario del
Pueblo, de donde se llevarían secuestrado al entonces mayor Argentino del Valle
Larrabure, subdirector de ese establecimiento.
El objetivo de los
70 terroristas era robar armas y apresar al coronel Osvaldo Guardone, jefe de
la fábrica, quien se encontraba enfermo en su casa, ubicada en el barrio de
oficiales. Al no poder hacerlo, se llevaron a Larrabure, a quien mantuvieron
cautivo bajo tierra durante 372 días para luego matarlo. También se llevaron al
capitán Roberto García, ingeniero químico.
El saldo del
ataque fue de un policía muerto y siete heridos. Uno de ellos fue Jorge
Fernández, uno de los primeros soldados conscriptos heridos en la lucha contra
la guerrilla, que cumplía con la ley del servicio militar obligatorio durante
un gobierno constitucional. Es el único que esos primeros soldados que vive.
Cómo fue el ataque
Este joven soldado
nació el 16 de agosto de 1953 en la localidad cordobesa de Villa María, y
residía a unas veinte cuadras de la fábrica. Tendría unos 14 o 15 años cuando
decidió ser seminarista y como su padre quería que estudiase lo que quisiera,
pero que estudiase, accedió. Estuvo algo más de un año en Río Cuarto cuando se
dio cuenta que la vida de religioso no era para él.
En los primeros
días de marzo de 1974 fue incorporado al Ejército y destinado a la fábrica
militar, donde se desempeñaba como estafeta. Como el 16 de agosto era su
cumpleaños y quería festejarlo en su casa, cambió la guardia con un compañero.
Así que ese sábado, luego de terminar con sus comisiones, regresó a la unidad.
Ya era de noche
cuando se dispuso a ir al puesto número 5, cercano a la bomba de agua cuando se
desató un tiroteo infernal. Levantó el fusil, lo cargó y logró disparar cuatro
o cinco veces, hasta que se trabó. Manos anónimas había intercalado en los
cargadores proyectiles de fusiles máuser, con un calibre sensiblemente mayor
que los FAL. Las armas se trababan.
El conscripto
infiltrado
Los atacantes
habían entrado gracias a la ayuda de un soldado conscripto, Mario Antonio
Eugenio Pettigiani, considerado por todos como un buen tipo, algo introvertido.
Con Fernández se conocían muy bien, y “Petti”, como lo llamaban sus compañeros,
se las arreglaba para que otros le comprasen sus cigarrillos preferidos,
Particulares cortos sin filtro. Sus camas en la cuadra estaba una al lado de la
otra.
Ese día Pettigiani
no tendría que haber estado en la fábrica. Había pedido permiso porque su madre
estaba enferma pero como al día siguiente debía presentarse temprano, había
preferido dormir allí. Era una persona de bajo perfil, que no discutía con
nadie. Solo llamaba la atención el vocabulario que empleaba. Cuando todos
hablaban de la esposa o la novia, él se refería a “su compañera”. Para los
soldados fue un duro golpe enterarse de que estaba con los terroristas.
Minutos antes del
ataque, Fernández se había cruzado con Pettigiani y le dio un par de paquetes
de cigarrillos y un puñado de fósforos Ranchera.
Alguien, con una
pistola, le disparó de atrás de muy corta distancia. Por lo que le dijeron los
médicos, en el momento justo del disparo o al agresor le tembló la mano o
Fernández giró su cabeza. Eso explicaría el trayecto de la bala, que entró por
el parietal derecho y salió por el mismo parietal y no por la cara.
Se desvaneció, por
eso no se dio cuenta de las patadas que le dieron los terroristas, que los
médicos descubrieron cuando lo revisaron.
Fernández aseguró
a Infobae que no tiene la certeza, pero se presupone que su ejecutor fue el
propio Pettigiani, porque no había otro atacante en ese lugar.
Cuando todo había
terminado, sus compañeros creyeron que Fernández estaba muerto, pero aún vivía.
No pudo usarse la ambulancia de la fábrica porque tenía el motor agujereado por
los disparos. Se buscó una puerta y se la usó como camilla. Así lo llevaron a
un jeep de un soldado, que vivía en el campo y que lo dejaba estacionado en los
fondos.
En la Asistencia
Pública de Villa María no querían atenderlo ya que no disponían de los medios.
Lo llevaron a Córdoba capital y en el trayecto le transfundieron sangre y le
colocaron una vía de suero en la pierna. Los médicos aseguraron que llegó vivo
de casualidad.
Tan grave estaba
que los registros de Ejército lo habían dado como muerto en combate.
Fue internado en
el Hospital Militar de la provincia, donde le salvaron la vida. Estuvo casi un
mes en coma. Cuando se despertó pidió a los gritos su fusil para seguir
peleando. No entendía por qué estaba vestido de blanco y no con su uniforme.
El sobreviviente
milagroso
Al mes lo
trasladaron al Hospital Militar Central donde entró nuevamente en coma.
Esperaban que recuperase la conciencia para saber cómo reaccionaría el cerebro,
ya que se creía que no quedaría bien. Durante 26 días le punzaron la columna, y
él interpreta como un milagro de Dios que haya podido expulsar los coágulos por
la nariz y los oídos.
Tan grave estaba
que le suministraron la extremaunción en tres oportunidades.
Cuando recuperó la
conciencia, se sentó en la cama y pidió una Coca Cola y un cigarrillo. El
hermano recorrió el hospital y solo encontró Pepsi. El médico recomendó no
contradecirlo y fueron a buscar la bebida que pedía. También lo dejaron fumar.
En ese momento
pensaron que por el disparo había perdido sus cabales. En la cama de al lado
estaba el capitán García, recientemente ascendido. García había intentado
escaparse y saltó del vehículo de los terroristas. Le dispararon en la espalda
y volvieron a subirlo. Quisieron interrogarlo, le hicieron dos disparos a
quemarropa en el abdomen y lo tiraron al camino, dándolo por muerto.
Contó Fernández
que cuando estuvieron con García en el hospital, se halló un pan de trotyl
debajo de sus camas.
No era el único
internado víctima de la guerrilla. En el hospital conoció a Agustín Luna, a
quien le habían volado siete falanges por un escopetazo, con cartuchos rellenos
de clavos y materia fecal, para que la herida se infectase más rápido. También
estaba el teniente coronel Rodolfo Richter, herido gravemente en el combate de
Pueblo Viejo, un enfrentamiento con el ERP ocurrido el 14 de febrero de 1975. Y
se hizo amigo de “los manchaleros”, los soldados Adrián Segura, César Roberto
Mamani, Juan Sulca y Luis Alberto Peñaranda, heridos en el enfrentamiento en
Manchalá, también contra miembros del ERP, el 28 de mayo de 1975.
Fernández estuvo
internado hasta entrado el año 1977. Ese flaco alto, de 1,92, tenía una
debilidad: las rubias de baja estatura. Se enamoró de Norma Abram, la enfermera
que lo atendía. Ella, 14 años mayor, decía que él era muy joven para ella, pero
el muchacho hizo tanto que se casaron. Tuvieron un hijo, Diego.
Con medio cuerpo
paralizado, logró entrar en la Dirección General de Fabricaciones Militares,
donde estuvo 16 años. Cuando estalló la guerra de Malvinas, a pesar de su
estado físico, se presentó para ir como voluntario.
A Fernández le
habían otorgado una pensión que el gobierno militar le quitó, argumentando que
ningún soldado que había sido herido por defender a la Patria merecía una
retribución, mientras que los familiares de los guerrilleros cobraron
indemnizaciones millonarias. “Nos atacaron, nos hirieron, no lo puedo
entender”, expresó.
Como pudo, la fue
peleando hasta que la vida le dio otro golpe. En 2008 se enteró que en la
escuela IPEM 286 (ex ENCO) de Oliva, donde había estudiado Pettigiani, la
Asociación de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas de
Córdoba había colocado una placa en su honor.
Fueron las cosas
de la vida que apareció en el camino de Fernández el abogado penalista Mariano
Ludueña, quien denunció al intendente de entonces por apología del crimen:
Pettigiani había sido un traidor a la Patria y no podía ser puesto como ejemplo
para la juventud. Luego de un largo peregrinar por la justicia, este año
lograron que la quitasen. Aun así, debieron hacer otra presentación para evitar
que una calle de un loteo de tierras en las afueras del pueblo llevase el
nombre del guerrillero.
“Estamos todos
rotos”, confesó Fernández. “En Villa María peleamos como en Formosa cuando
atacaron el Regimiento 29; si bien no hubo un Hermindo Luna que gritó que nadie
se rendiría, nosotros tampoco lo hicimos. Tenemos mucho amor por la bandera”.
“Estábamos
defendiendo lo nuestro, y le pudo haber tocado a cualquiera”. Se lamenta que ya
no esté “Adriancito Segura, que es uno de los manchaleños”. Segura falleció en
noviembre del 2020 y fue enterrado con honores militares.
Volvió a la
fábrica para un acto presidido por el general Claudio Pasqualini, que era el
jefe del Estado Mayor General del Ejército. Dijo que fue muy emocionante para
él encontrarse con viejos soldados y de volver al lugar que lo había marcado de
por vida.
Guarda como
recuerdo de esa noche el birrete que usó, con el agujero provocado por el
proyectil que casi lo mata. La herida no se le nota ya que le hicieron cirugía
plástica y le colocaron una placa.
Todos los 24 de
marzo, en que se conmemora el día de la memoria, la verdad y la justicia, el
abogado Ludueña organiza un asado para los veteranos de Malvinas. Lo hace en
Oncativo, una ciudad cordobesa donde hay muchos ex combatientes. Suele hacerlo
en el salón de fiestas de la familia Salazar y todo el pueblo colabora. En uno
de esos encuentros invitaron a Fernández. Al entrar al salón, el veterano
Sergio Calderón se puso de pie y exclamó “¡llegó el soldado olvidado!”, y todos
lo aplaudieron. Fernández confesó que se siente cómodo entre los veteranos,
quienes lo tratan como un par.
Asegura ser una
persona de fe, y no pierde el tiempo en ponerse a llorar porque sería
desagradecido con Dios. El no lo dice, pero su abogado Ludueña contó a Infobae
que en su momento a su hijo le dijo que su hemiplejia se debía a que se había
caído de la moto, porque no quería que el chico creciera con odio.
Contó que Luis
Labraña, militante montonero, quiso conocerlo. En las presentaciones Fernández
le aclaró que no fueron, no son ni nunca serían amigos. Dijo que Labraña
insistía en que ambos debían ser reconocidos como veteranos de guerra. Sin
embargo, Fernández aclaró que, si bien tenían algo en común, que era el fusil,
los guerrilleros lo usaron para asesinar y los soldados para defender al país.
“No me gusta que
me palmeen la espalda, pero hay que entender que los guerrilleros no eran Robin
Hood, sino asesinos”. Y hoy, desde su casa en Villa María, tiene claro que los
que quedaron vivos representan la voz de los que ya no están. Y en eso está
Fernández, en un combate desigual contra la indiferencia y el olvido.