POR MARTIN BUTELER
La Prensa,
24.03.2024
Se ha dicho que en
nuestro país la Constitución Nacional es objeto de un culto que no tiene
semejante en otros lugares del mundo. Sea lo que fuere de ello, se trata de un
asunto que amerita una perenne reflexión, de suyo trascendente al orden del
derecho positivo, propio en este caso de los constitucionalistas, abocados al
estudio e interpretación del texto vigente.
En efecto, la
sanción del texto original, allá por 1853, fue un acontecimiento de carácter
esencialmente político, inteligible a la luz de la historia nacional que le
sirvió de antecedente y marco; y que expresó, en este sentido, el triunfo de un
determinado proyecto de nación sobre otro, con profundas implicancias
ideológicas. Ignorarlo, o pretender que se trató de un evento aséptico, que dio
sencilla y pacíficamente a luz los fundamentos sagrados de la Nación Argentina,
conlleva la marginación de todo análisis crítico, que la realidad argentina
desde entonces impone como una necesidad.
EL MALDITO
El carácter
totémico del texto constitucional, antes apuntado, ha traído como consecuencia
la inapelable condenación (¿ya felizmente superada?) de quien fuera a nuestro
entender uno de los más grandes próceres de nuestra historia, a saber, Juan
Manuel de Rosas; “el maldito de la historia oficial”, al decir de Pacho
O´Donnell, que así subtituló su popular biografía de “El Restaurador de las
Leyes”.
En efecto, la real
o supuesta resistencia de Rosas a la adopción de una constitución formal
escrita durante su largo gobierno, ha sido retorcida en su contra sin matiz
alguno; con la lamentable consecuencia de no profundizarse su rico pensamiento
en la materia. Ello agravado por la inclusión en el texto constitucional de la
cláusula, todavía vigente, del art. 29, que gravita como un estigma sobre su
figura, pese a haber asumido aquél sus omnímodos poderes (facultades
extraordinarias y suma del poder público, sucesivamente), sin excepción, por
expresa disposición de la Sala de Representantes, y no en virtud de acto de
fuerza alguno.
Los prejuicios
inveterados, de este modo, han terminado por clausurar toda sana discusión, sin
que las sucesivas reformas (ya llevamos siete: 1860, 1866, 1898, 1949, 1957,
1972 y 1994), y las numerosas y frecuentes interrupciones debidas a golpes de
estado y gobiernos militares de facto (cinco, de 1930 a la actualidad), nos hayan
traído de vuelta la pregunta acerca del régimen político adecuado a nuestra
realidad. Naturalmente, no se trata ya de algo susceptible de replanteamiento,
como lo fue hasta 1853, sino sustancialmente irreversible; pero ello no empece
la utilidad de una reflexión más profunda sobre el particular, corroborada por
la actualidad política de aproximadamente los últimos 200 años.
Con la agudeza que
caracterizaba todas sus reflexiones sobre el acontecer nacional, señalaba el P.
Leonardo Castellani: “La inestabilidad traba decisivamente el progreso de
cualquier país, pues no es sino falta de gobierno y guerra civil fría... La
Argentina políticamente se halla en estado de pecado mortal; no existe en ella
la causa eficiente de una nación, es decir, la autoridad; o sea, llanamente, el
Estado sólido” (Lugones-Esencia del Liberalismo-Nueva Crítica Literaria,
Ediciones Dictio, 1975, pp. 87-88).
Escribía
Castellani con varias décadas de Constitución a cuestas, y constataba algo que
quizá con mayor razón podríamos verificar hoy, otras tantas después. Ya había
señalado Rosas el peligro, desde otro ángulo, en su famosa carta a Facundo
Quiroga: “es en vano clamar por el Congreso y por Constitución bajo el sistema
Federal, mientras cada Estado no se arregle interiormente y no dé bajo un orden
estable y permanente pruebas prácticas y positivas de su aptitud, para formar
federación con los demás; porque en este sistema el gobierno general no une
sino que se sostiene por la unión” (20 de diciembre de 1834).
En síntesis, no
basta la adopción de modelos foráneos (particularmente franceses y
anglosajones), para dar solución al problema político nacional. Ello ha sido
una tentación recurrente para las clases dirigentes e ilustradas de nuestro
país de todos los tiempos, y aunque no se les puedan desconocer algunos éxitos,
el fracaso está a la vista. No podía ser de otra manera, habida cuenta de los
prejuicios ideológicos que están en la base del prurito extranjerizante antes
denunciado.
¿Qué era, en el
fondo, lo que sostenía el Restaurador? Que por encima de cualquier texto
escrito (constitución formal), se debe atender a la constitución material e
histórica, forjada lentamente a través del tiempo, mediante usos y costumbres
que tienen una innegable dimensión jurídica (también normas escritas).
Si bien claro
está, como dijimos antes, que la historia constitucional argentina nos muestra
un proceso irreversible, un poco de claridad al respecto deviene indispensable,
pues es evidente que la sanción de la Carta Magna no fue, ni sus reformas
posteriores, el expediente apto para traer orden y estabilidad duraderas, por
complejas y múltiples que se entiendan ser las causas de nuestra decadencia.
Argentina no es Alemania, ni Francia, ni Inglaterra; es lógico, por tanto, que
un idéntico sistema no funcione de la misma manera aquí y allá, siendo de
elemental buen sentido tomar nota de las diferencias, y un funesto sinsentido
la pretensión de suprimirlas.
DIVISION DE
PODERES
Vamos con algún
ejemplo, antes de terminar. Y para ello tomemos uno de los pilares del régimen
constitucional republicano: la división de poderes. La posibilidad de conflicto
es una debilidad inherente a la misma, pero esta posibilidad viene aquí
agravada, no solo por nuestra particular idiosincrasia, sino también ahora por
la desmedida expansión que a nuestro entender ha asumido la función judicial.
De modo que al nivel de conflictividad que existe en un país como el nuestro
entre los poderes políticos, sumamos el que entraña una suerte de co-gobierno
de los jueces (desde el más humilde de los magistrados hasta la Corte Suprema),
al amparo de un control de constitucionalidad de límites y alcances
desconocidos; más que co-gobierno, por cierto, sería el desgobierno de que hablaba
Castellani. ¿Es esto lo que pregonan los paladines de la democracia?
“Diálogo” y
“consenso” como fines en sí mismos, y no ordenados al bien común, verdadero y
único fin de la comunidad política, no conducen sino al caos (eufemísticamente
le llaman “inseguridad jurídica”). No se trata de convertir al Congreso en
escribanía del gobierno de turno, o al Poder Judicial en su corte de
amanuenses; pero sí de advertir que el estricto apego a la formalidad
constitucional no es genuino entre nosotros, y quizá ni siquiera posible. La
experiencia política de siglos lo evidencia, y no debería ello sorprendernos en
pueblos de tradición latina e hispánica como el nuestro, más propensos a
consagrar la figura de un líder fuerte y con poderes vastos (piénsese en el “caudillo”,
por ej., pero no exclusivamente), sin por ello caer en el centralismo, ni
incurrir en el “atraso” que nos endilga la leyenda negra anti-española.
Todo lo señalado
no implica desconocer los méritos del texto constitucional histórico y aún del
vigente; tampoco cuestionar su autoridad como norma superior del ordenamiento
positivo, pese a las críticas que legítimamente se le puedan hacer. Nuestro
análisis obedece más bien a lo que entendemos la necesidad de pensar la
realidad política argentina desde una perspectiva más amplia, y por lo mismo
también más realista. Es lo que hicieron nuestros grandes próceres, y debe
realizar en su tiempo cada generación.