una construcción
artificial e ideológica
Stefano Fontana,
Brújula cotidiana,
22_07_2024
La elección de una
von der Leyen 2 que desafía por completo el voto del Europarlamento saca a la
luz el peligro que supone la Unión Europea: no un gobierno sino una gobernanza
que se aleja de la política basada en el bien común.
Una evaluación
completa de las elecciones europeas y de sus complejos resultados requiere que
no nos detengamos en la necesaria crítica a la nueva mayoría y a la Comisión
von der Leyen 2, sino que ampliemos nuestra mirada a la propia naturaleza de la
Unión que se ha puesto aún más al descubierto tras los últimos acontecimientos.
Todos los ingredientes de estas últimas elecciones que han dejado estupefactos a
muchos europeos, declaran sin sombra de duda que la Unión es una construcción
artificial que tal y como está planteada no puede durar mucho o que, como
mínimo, producirá graves daños.
La retórica del
europeísmo, la complejidad y la pesadez de las normas de procedimiento, la
falta de representatividad de los votos nacionales, la influencia de personas y
grupos no elegidos, el regreso a la escena europea de individuos que ya han
sido rechazados en sus propios países, el desprecio por la falta de unidad cívica
previa y constitutiva del momento electoral, la vacuidad de la noción de un
bien común europeo, la peligrosa primacía del derecho europeo sobre el derecho
nacional, la insidiosa mezcla de lo público y lo privado en la gestión
administrativa y no política de la Comisión... Todos ellos son aspectos
inquietantes que ha puesto al descubierto la reciente fase electoral.
El hecho de que
tengamos un duplicado del gobierno europeo precedente, incluso más a la
izquierda de lo que estaba el anterior, mientras que de las elecciones había
surgido un evidente deseo de cambio (no suficiente en términos de escaños pero
políticamente muy significativo), “desnuda” una vez más la propia naturaleza de
la Unión y la muestra como lo que es: un artificio antinatural y una construcción
ideológica.
En la Unión
Europea no hay gobierno en el sentido político clásico de este término. Hay
gobernanza, es decir, una red de actores que se van poniendo de acuerdo sobre
las cosas que hay que hacer en una complejidad de relaciones que parece
diseñada para desorientar.
Desorientar, en
primer lugar, a los electores, incapaces de hacerse una idea clara de la
relación de su voto con ese conglomerado de planes entrelazados. Esta
gobernanza no sólo incluye actores institucionales, como los Estados miembros
en sus articulaciones, o parlamentarios electos, o “expertos” nombrados por los
distintos gobiernos, sino también actores privados, agentes que van por libre,
técnicos de distintas especialidades, fundaciones y centros de influencia
privados, grupos de presión y lobbies.
La Unión Europea
no es un sujeto político por derecho propio porque combina el juicio político
con el juicio aparentemente neutral de la “competencia”, la “experiencia” o la
“técnica”. Se recurre a organismos independientes para que emitan una
valoración que se considera objetiva a fin de “escapar” a los resultados
electorales. En cualquier momento puede llegar un Draghi cualquiera para
“entrar” en el sistema y dar las directrices, o una ramificación del Foro de
Davos que presione para que continúe con el Green New Deal (o “Nuevo Acuerdo
Verde”, en castellano) como instrumento fundamental de un “reseteo” general de
la economía e incluso de la alimentación.
Los electores
votan a sus candidatos, pero saben que contarán poco -como confirmó von der
Leyen 2- y acabarán desapareciendo en la insignificancia dentro de esta
gobernanza entrelazada de intereses públicos y privados. Por eso puede decirse
que la Unión no es un sujeto político en el pleno sentido de la palabra, ya que
en su gobernanza tienen mucho que decir los actores impolíticos, los llamados
expertos o técnicos orientados por una ideología funcionalista y economicista.
Esta configuración
de la gobernanza europea no debe verse como un momento de transición hacia una
unificación política más clara tras la unificación de los mercados y de la
moneda única, ni como algo que ha ocurrido por casualidad, sino como un
proyecto deliberado de alejamiento de la política real, la que se basa en el
bien común entendido de forma realista.
Aquí nos
encontramos con otros elementos preocupantes de la naturaleza de la Unión
Europea. Nadie sabe qué es el bien común europeo. Cuando los protagonistas
hablan de “nuestra civilización” se refieren a pocas cosas: una libertad sin
criterios y sólo bienestar material. Nada trascendente, pero tampoco nada
verdaderamente humano. La gobernanza europea no contempla una unidad civil, una
amistad cívica basada en valores objetivos. Utiliza conceptos abstractos y
vacíos como Estado de Derecho o democracia, que significan todo y nada.
Para dar contenido
a esta unidad cívica ausente no sólo no hay un Dios, sino que ni siquiera hay
una visión de la persona humana que sea el resultado de una antropología
fundamentada de forma realista. Por el contrario, las instituciones europeas
adoptan una visión del hombre como algo polisémico y polivalente, como una
realidad cambiante dependiente de los cambios sociales y económicos.
El hombre europeo
debe desarraigarse y universalizarse, debe tener una naturaleza incierta y fluida,
la transnacionalidad europea debe prevalecer sobre las identidades nacionales.
La Unión desarrolla una verdadera reeducación y formación de masas con vistas a
este tipo humano. Se promueven dimensiones post-identitarias y masificadoras en
apoyo de un hombre europeo que no existe sino como abstracción construida, y
todo esto se llama “europeísmo”. Ursula von der Leyen ha dicho que quería
defender esta Europa del extremismo, entendiendo por “esta Europa” precisamente
este europeísmo ideológico que también trata los momentos electorales como
inconvenientes, porque el sistema se basa en otra cosa.