interclasista, interétnica y antiideológica
Eugenio Capozzi
Brújula
cotidiana, 07_11_2024
La contundente
victoria de Donald Trump sobre Kamala Harris en las elecciones presidenciales
de 2024 representa -incluso más que su anterior éxito en 2016 frente a Hillary
Clinton- un punto de inflexión histórico para Estados Unidos y todo Occidente
en varios aspectos.
Uno de los más
importantes es el hecho de que, tras la controvertida e impugnada derrota en
2020 frente a Joe Biden, esta victoria integral -de Trump en los “grandes
electorados” de los estados y en el voto popular, y del Partido Republicano en
ambas Cámaras del Congreso- representa emblemáticamente el fin de un ciclo en
la política estadounidense y occidental: el de la hegemonía del progresismo
basado en la política identitaria, el “derechismo”, la “corrección política” o
la ideología woke. Y a su vez representa la consagración y consolidación de un
conservadurismo muy distinto del dominante a finales del siglo XX y principios del
XXI: ya no un liberalismo económico abstracto y doctrinario dominado por una
élite blanca y anglosajona, sino una cultura concreta interclasista e
interétnica de libertad y crecimiento bajo la bandera de la cohesión nacional.
El colapso de la
hegemonía de la izquierda woke –anticipado por muchas críticas, también desde
la izquierda, a su fanatismo extremista cada vez más alejado de la realidad de
la sociedad- se vio de hecho acelerado y acentuado por la propia elección,
decidida por la clase dirigente del Partido Demócrata estadounidense el pasado
verano, de sustituir al actual presidente Joe Biden, ganador de las primarias
del partido, por su adjunta Kamala Harris como candidata, en una práctica
literalmente sin precedentes. Y, del mismo modo, basar casi toda la campaña
electoral de esta última en el énfasis de temas propios de esa ideología,
sostenidos por el axioma del “interseccionalismo” (la alianza natural entre
grupos que se identifican de forma diferente como discriminados): el feminismo
de contraposición, y en particular el aborto reivindicado como bandera de
libertad y emancipación; la agenda Lgbt/género, con especial insistencia en la
exaltación de la transexualidad y las identidades “fluidas”; la defensa a
ultranza de la inmigración ilimitada; la pretensión de una protección especial
para toda minoría étnica “no blanca”.
El énfasis de
Harris en cuestiones identitarias, culturales y simbólicas ha ido de la mano de
su evidente falta de profundidad política, liderazgo y propuestas concretas
creíbles sobre los problemas más sentidos por la opinión pública, como la
crisis económica, la inflación, la inmigración, la seguridad y las guerras en
curso en el mundo. Y así, a pesar de un inicial efecto dinamizador del
consenso, al final no produjo, como esperaban los demócratas, una compactación
identitaria del electorado progresista, sino por el contrario muchos conflictos
entre sus componentes, además de irritación y desafección. Los resultados
electorales muestran sin piedad cómo Harris y su partido se han atrincherado en
la posición de representantes políticos de una clase media predominantemente
blanca, urbana y metropolitana, acomodada y educada, y en cambio han perdido
terreno, en diversos grados, entre todas las categorías que aspiraban a
hegemonizar: mujeres, jóvenes, afroamericanos, hispanos, asiáticos. El
resultado es una derrota neta incluso en los Estados que en un principio se
creían a su favor.
En cambio, Donald
Trump ha proseguido con coherencia y determinación un camino político -que se
había hecho arduo y difícil por la derrota en 2020, por diversas persecuciones
de orientación política en su contra y por el dominio mediático y cultural casi
absoluto que detentan los liberales- hacia la transformación, ya iniciada en
2016, del Partido Republicano en el sentido de la cultura política “MAGA” (Make
America Great Again, ed.) encarnada por su liderazgo. Su liderazgo en la
oposición, su nueva victoria casi sin confirmar en las primarias, su campaña
electoral a la Casa Blanca en 2024 se han fijado el objetivo de coagular y
cimentar una coalición social lo más amplia y variada posible, concreta y no
ideológicamente inclusiva, fundada en la idea de un renacimiento de la nación
que reporte beneficios a todos sus componentes, y en objetivos concretos y realistas
de mejora de la calidad de vida individual y colectiva.
En particular, el
programa del conservadurismo antiideológico trumpiano se ha centrado aún más en
la ambición de representar a los olvidados, las capas sociales fuertemente
perjudicadas por la dinámica de la globalización, la deslocalización de la
producción, los conflictos internacionales y la pinza entre recesión e
inflación, es decir, la clase obrera y las distintas clases medias; apoyando al
mismo tiempo a los sectores punteros de la alta tecnología del empresariado
nacional, cuya alianza estuvo simbólicamente representada por el apoyo dado a
Trump por el volcánico y polifacético Elon Musk, que ha acabado
estruendosamente con el monopolio izquierdista de Silicon Valley y de los
medios digitales. Aranceles a China y otros fabricantes asiáticos,
desgravaciones fiscales al trabajo y a la inversión, lucha decidida contra la
inmigración ilegal y su competencia a la baja sobre los salarios, son puntos
programáticos claros y comprensibles que pueden ser vistos por sectores
heterogéneos del electorado como funcionales a un diseño de crecimiento y
seguridad social. Al igual que una línea de política exterior realista centrada
en el intento de resolver los conflictos en curso, y de restablecer la seguridad
global basada en el diálogo global y la disuasión.
Una plataforma,
ésta, que es exactamente lo contrario de cualquier abstracción ideológica, y
que significativamente va de la mano de la restauración de la moderación y el
sentido común, transversalmente compartidos en los estratos populares de la
sociedad, en cuestiones de derechos e identidades.
No es casualidad,
pues, que mientras los demócratas han perdido cada vez más contacto con la
cultura y la sensibilidad generalizadas del país, Trump -también gracias al
papel fundamental desempeñado por su candidato adjunto y “delfín” J.D. Vance-
ha logrado atraer el consenso de la working class, las clases medias
empobrecidas, los menores de 30 años, las principales minorías étnicas y el
electorado católico (tradicionalmente muy extendido entre la minoría latina),
sin perder votos, pese a las arremetidas feministas de Harris. Está claro que
el trumpismo ya no es tanto un populismo, como suelen calificarlo
despectivamente sus enemigos, sino un “partido del pueblo” que expresa los
nuevos equilibrios económicos, sociales y culturales de Estados Unidos que han
madurado en las últimas décadas en un mundo en el que se ha hecho mucho más
difícil un papel hegemónico para Estados Unidos y Occidente.