CARTA ENCÍCLICA
DEUS CARITAS EST
(Dios es amor)
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
2005
1. « Dios es amor,
y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él » (1 Jn 4, 16).
Hemos creído en el
amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida.
No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por
el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte
a la vida y, con ello, una orientación decisiva.
En un mundo en el
cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la
obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran actualidad y con
un significado muy concreto.
2. nos encontramos
de entrada ante un problema de lenguaje. El término « amor » se ha convertido
hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a
la cual damos acepciones totalmente diferentes.
se habla de amor a
la patria, de amor por la profesión o el trabajo, de amor entre amigos, entre
padres e hijos, entre hermanos y familiares, del amor al prójimo y del amor a
Dios. Sin embargo, en toda esta multiplicidad de significados destaca, como
arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual
intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser
humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del
cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor.
3. Los antiguos
griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del
pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano.
Digamos de antemano que el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces la
palabra eros, mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres
términos griegos relativos al amor —eros, philia (amor de amistad) y agapé—,
los escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego
estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia), a su vez, es aceptado y
profundizado en el Evangelio de Juan para expresar la relación entre Jesús y
sus discípulos. Este relegar la palabra eros, junto con la nueva concepción del
amor que se expresa con la palabra agapé, denota sin duda algo esencial en la
novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor. En la
crítica al cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a
partir de la Ilustración, esta novedad ha sido valorada de modo absolutamente
negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al
eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en
vicio
4. Pero, ¿es
realmente así? El cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros?
Recordemos el mundo precristiano. Los griegos —sin duda análogamente a otras
culturas— consideraban el eros ante todo como un arrebato, una « locura divina
» que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su
existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace
experimentar la dicha más alta.
A esta forma de
religión que, como una fuerte tentación, contrasta con la fe en el único Dios,
el Antiguo Testamento se opuso con máxima firmeza, combatiéndola como perversión
de la religiosidad. No obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como
tal, sino que declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa
divinización del eros que se produce en esos casos lo priva de su dignidad
divina y lo deshumaniza.
. Por eso, el eros
ebrio e indisciplinado no es elevación, « éxtasis » hacia lo divino, sino
caída, degradación del hombre.
5. entre el amor y
lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una
realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana.
Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no
consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto.
Esto depende ante
todo de la constitución del ser humano, que está compuesto de cuerpo y alma. El
hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; el
desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación.
Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si
fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad.
Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la materia, el
cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza.
Hoy se reprocha a
veces al cristianismo del pasado haber sido adversario de la corporeidad y, de
hecho, siempre se han dado tendencias de este tipo. Pero el modo de exaltar el
cuerpo que hoy constatamos resulta engañoso. El eros, degradado a puro « sexo
», se convierte en mercancía,
11. La narración
bíblica de la creación habla de la soledad del primer hombre, Adán, al cual
Dios quiere darle una ayuda. Ninguna de las otras criaturas puede ser esa ayuda
que el hombre necesita, por más que él haya dado nombre a todas las bestias
salvajes y a todos los pájaros, incorporándolos así a su entorno vital.
Entonces Dios, de una costilla del hombre, forma a la mujer. Ahora Adán
encuentra la ayuda que precisa: « ¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne
de mi carne! » (Gn 2, 23).
En la narración
bíblica no se habla de castigo; pero sí aparece la idea de que el hombre es de
algún modo incompleto, constitutivamente en camino para encontrar en el otro la
parte complementaria para su integridad, es decir, la idea de que sólo en la comunión
con el otro sexo puede considerarse « completo ». Así, pues, el pasaje bíblico
concluye con una profecía sobre Adán: « Por eso abandonará el hombre a su padre
y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne » (Gn 2, 24).
el eros orienta al
hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y
definitivo; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo. A la imagen del Dios
monoteísta corresponde el matrimonio monógamo.
13. Jesús ha
perpetuado este acto de entrega mediante la institución de la Eucaristía
durante la Última Cena. Ya en aquella hora, Él anticipa su muerte y
resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el pan y en el vino, su
cuerpo y su sangre como nuevo maná (cf. Jn 6, 31-33). Si el mundo antiguo había
soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre —aquello por lo que
el hombre vive— era el Logos, la sabiduría eterna, ahora este Logos se ha hecho
para nosotros verdadera comida, como amor.
14. Pero ahora se
ha de prestar atención a otro aspecto: la « mística » del Sacramento tiene un
carácter social, porque en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como
todos los demás que comulgan: « El pan es uno, y así nosotros, aunque somos
muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan », dice san
Pablo (1 Co 10, 17).
15. La parábola
del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37) nos lleva sobre todo a dos aclaraciones
importantes. Mientras el concepto de « prójimo » hasta entonces se refería
esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la
tierra de Israel, y por tanto a la comunidad compacta de un país o de un
pueblo, ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga
necesidad de mí y que yo pueda ayudar.
Se universaliza el
concepto de prójimo, pero Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y
sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados. « Cada vez
que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis »
(Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más
humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios.
17. nadie ha visto
a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible
para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado
primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de Dios ha
aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues « Dios envió al mundo a su
Hijo único para que vivamos por medio de él » (1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho
visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9).
Dios no nos impone
un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos
hace ver y experimentar su amor, y de este « antes » de Dios puede nacer
también en nosotros el amor como respuesta.
En el desarrollo
de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un
sentimiento. Los sentimientos van y vienen.
19. Al morir en la
cruz —como narra el evangelista—, Jesús « entregó el espíritu » (cf. Jn 19,
30), preludio del don del Espíritu Santo que otorgaría después de su
resurrección (cf. Jn 20, 22). Se cumpliría así la promesa de los « torrentes de
agua viva » que, por la efusión del Espíritu, manarían de las entrañas de los
creyentes (cf. Jn 7, 38-39). En efecto, el Espíritu es esa potencia interior
que armoniza su corazón con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los
hermanos como Él los ha amado, cuando se ha puesto a lavar los pies de sus
discípulos (cf. Jn 13, 1-13) y, sobre todo, cuando ha entregado su vida por
todos (cf. Jn 13, 1; 15, 13).
Toda la actividad
de la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser
humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos, empresa
tantas veces heroica en su realización histórica; y busca su promoción en los
diversos ámbitos de la actividad humana. Por tanto, el amor es el servicio que
presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las
necesidades, incluso materiales, de los hombres. Es este aspecto, este servicio
de la caridad, al que deseo referirme en esta parte de la Encíclica.
20. El amor al
prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero
lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones:
desde la comunidad local a la Iglesia particular, hasta abarcar a la Iglesia
universal en su totalidad.
También la Iglesia
en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor. En consecuencia, el amor
necesita también una organización, como presupuesto para un servicio
comunitario ordenado. La Iglesia ha sido consciente de que esta tarea ha tenido
una importancia constitutiva para ella desde sus comienzos: « Los creyentes
vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y bienes
y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno » (Hch 2,
44-45).
ya no hay
diferencia entre ricos y pobres (cf. también Hch 4, 32-37). A decir verdad, a
medida que la Iglesia se extendía, resultaba
imposible mantener esta forma radical de comunión material. Pero el núcleo
central ha permanecido: en la comunidad de los creyentes no debe haber una
forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una
vida decorosa.
22. La Iglesia no
puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos
y la Palabra. Para demostrarlo, basten algunas referencias. El mártir Justino
(† ca. 155), en el contexto de la celebración dominical de los cristianos,
describe también su actividad caritativa, unida con la Eucaristía misma. Los que poseen, según sus posibilidades y
cada uno cuanto quiere, entregan sus ofrendas al Obispo; éste, con lo recibido,
sustenta a los huérfanos, a las viudas y a los que se encuentran en necesidad
por enfermedad u otros motivos, así como también a los presos y forasteros
25. Llegados a
este punto, tomamos de nuestras reflexiones dos datos esenciales:
a) La naturaleza
íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de
Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia)
y servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican
mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no
es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a
otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de
su propia esencia
b) La Iglesia es
la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que
sufra por falta de lo necesario. Pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé
supera los confines de la Iglesia; la parábola del buen Samaritano sigue siendo
el criterio de comportamiento y muestra la universalidad del amor que se dirige
hacia el necesitado encontrado « casualmente » (cf. Lc 10, 31), quienquiera que
sea. No obstante, quedando a salvo la universalidad del amor, también se da la exigencia
específicamente eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia,
ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad. En este
sentido, siguen teniendo valor las palabras de la Carta a los Gálatas: «
Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a
nuestros hermanos en la fe » (6, 10).
26. Desde el siglo
XIX se ha planteado una objeción contra la actividad caritativa de la Iglesia,
desarrollada después con insistencia sobre todo por el pensamiento marxista.
Los pobres, se dice, no necesitan obras de caridad, sino de justicia.
Se debe reconocer
que en esta argumentación hay algo de verdad, pero también bastantes errores. Es
cierto que una norma fundamental del Estado debe ser perseguir la justicia y
que el objetivo de un orden social justo es garantizar a cada uno, respetando
el principio de subsidiaridad, su parte de los bienes comunes. Eso es lo
que ha subrayado también la doctrina cristiana sobre el Estado y la doctrina
social de la Iglesia.
27. No faltaron
pioneros: uno de ellos, por ejemplo, fue el Obispo Ketteler de Maguncia (†
1877). Para hacer frente a las necesidades concretas surgieron también
círculos, asociaciones, uniones, federaciones y, sobre todo, nuevas
Congregaciones religiosas, que en el siglo XIX se dedicaron a combatir la
pobreza, las enfermedades y las situaciones de carencia en el campo educativo. En
1891, se interesó también el magisterio pontificio con la Encíclica Rerum
novarum de León XIII. Así pues, cotejando situaciones y problemas nuevos cada
vez, se ha ido desarrollando una
doctrina social católica, que en 2004 ha sido presentada de modo orgánico en el
Compendio de la doctrina social de la Iglesia, redactado por el Consejo
Pontificio Iustitia et Pax.
El marxismo había
presentado la revolución mundial y su preparación como la panacea para los
problemas sociales Este sueño se ha desvanecido. En la difícil situación en la
que nos encontramos hoy, a causa también de la globalización de la economía, la
doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una indicación fundamental, que
propone orientaciones válidas mucho más allá de sus confines: estas
orientaciones —ante el avance del progreso— se han de afrontar en diálogo con
todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su mundo.
28. Para definir
con más precisión la relación entre el compromiso necesario por la justicia y
el servicio de la caridad, hay que tener en cuenta dos situaciones de hecho:
a) El orden justo de la sociedad y del Estado
es una tarea principal de la política. Un Estado que no se rigiera según la
justicia se reduciría a una gran banda de ladrones, dijo una vez Agustín»[18].
Es propio de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo
que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), esto es, entre Estado e
Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la autonomía
de las realidades temporales
La justicia es el
objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de toda política. La política
es más que una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su
origen y su meta están precisamente en la justicia, y ésta es de naturaleza
ética. Así, pues, el Estado se encuentra inevitablemente de hecho ante la
cuestión de cómo realizar la justicia aquí y ahora. Pero esta pregunta
presupone otra más radical: ¿qué es la justicia? Éste es un problema que
concierne a la razón práctica; pero para llevar a cabo rectamente su función,
la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva
de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro
que nunca se puede descartar totalmente.
En este punto,
política y fe se encuentran.
La fe permite a la
razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es
propio.
La doctrina social
de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir
de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y sabe que no es
tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente esta doctrina:
quiere servir a la formación de las conciencias en la política
Esto significa que
la construcción de un orden social y estatal justo, mediante el cual se da a
cada uno lo que le corresponde, es una tarea fundamental que debe afrontar de
nuevo cada generación. Tratándose de un quehacer político, esto no puede ser un
cometido inmediato de la Iglesia. Pero, como al mismo tiempo es una tarea
humana primaria, la Iglesia tiene el deber de ofrecer, mediante la purificación
de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las
exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables.
La Iglesia no
puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la
sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco
puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse
en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas
espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias,
no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la
Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por
la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las
exigencias del bien.
b) El amor
—caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay
orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor.
Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en
cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre
habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en
las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo. El
Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en
definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial
que el hombre afligido —cualquier ser humano— necesita: una entrañable atención
personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que
generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad,
las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la
espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. La Iglesia
es una de estas fuerzas vivas: en ella late el dinamismo del amor suscitado por
el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material,
sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria
que el sustento material. La afirmación según la cual las estructuras justas
harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del
hombre: el prejuicio de que el hombre vive « sólo de pan » (Mt 4, 4; cf. Dt 8,
3), una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que es más
específicamente humano.
29. El deber
inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien
propio de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado, están llamados a
participar en primera persona en la vida pública. Por tanto, no pueden eximirse
de la « multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa
y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común
»[21]. La misión de los fieles es, por tanto, configurar rectamente la vida
social, respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros ciudadanos
según las respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad
la caridad debe
animar toda la existencia de los fieles laicos y, por tanto, su actividad
política, vivida como « caridad social »
Las organizaciones
caritativas de la Iglesia, sin embargo, son un opus proprium suyo, un cometido
que le es congenial, en el que ella no coopera colateralmente, sino que actúa
como sujeto directamente responsable, haciendo algo que corresponde a su
naturaleza. La Iglesia nunca puede sentirse dispensada del ejercicio de la
caridad como actividad organizada de los creyentes y, por otro lado, nunca
habrá situaciones en las que no haga falta la caridad de cada cristiano
individualmente, porque el hombre, más allá de la justicia, tiene y tendrá
siempre necesidad de amor.
31. En el fondo,
el aumento de organizaciones diversificadas que trabajan en favor del hombre en
sus diversas necesidades, se explica por el hecho de que el imperativo del amor
al prójimo ha sido grabado por el Creador en la naturaleza misma del hombre.
Pero es también un efecto de la presencia del cristianismo en el mundo, que
reaviva continuamente y hace eficaz este imperativo, a menudo tan empañado a lo
largo de la historia.
34. En su himno a
la caridad (cf. 1 Co 13), san Pablo nos enseña que ésta es siempre algo más que
una simple actividad: « Podría repartir
en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de
nada me sirve » (v. 3). Este himno debe ser la Carta Magna de todo el
servicio eclesial; para que el don no humille al otro, no solamente debo darle
algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona.
35. Éste es un
modo de servir que hace humilde al que sirve. No adopta una posición de
superioridad ante el otro, por miserable que sea momentáneamente su situación.
. A veces, el
exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento. Pero,
precisamente entonces, le aliviará saber que, en definitiva, él no es más que
un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener
que mejorar el mundo —algo siempre necesario— en primera persona y por sí solo.
Hará con humildad lo que le es posible
y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es
Dios, no nosotros.
36. La experiencia
de la inmensa necesidad puede, por un lado, inclinarnos hacia la ideología que
pretende realizar ahora lo que, según parece, no consigue el gobierno de Dios
sobre el mundo: la solución universal de todos los problemas. Por otro, puede
convertirse en una tentación a la inercia ante la impresión de que, en
cualquier caso, no se puede hacer nada. En esta situación, el contacto vivo con
Cristo es la ayuda decisiva para continuar en el camino recto: ni caer en
una soberbia que desprecia al hombre y en realidad nada construye, sino que más
bien destruye, ni ceder a la resignación, la cual impediría dejarse guiar por
el amor y así servir al hombre.
Quien reza no
desperdicia su tiempo, aunque todo haga pensar en una situación de emergencia y
parezca impulsar sólo a la acción. La piedad no escatima la lucha contra la
pobreza o la miseria del prójimo. La
beata Teresa de Calcuta es un ejemplo evidente de que el tiempo dedicado a Dios
en la oración no sólo deja de ser un obstáculo para la eficacia y la dedicación
al amor al prójimo, sino que es en realidad una fuente inagotable para ello.