Inadvertido en medio de la incesante catarata de escándalos que sacude al kirchnerismo, el 4 del corriente mes se cumplió un año de uno de los más sonados casos de corrupción de la actual gestión: el secuestro de la valija con 800.000 dólares que el venezolano Guido Alejandro Antonini Wilson quiso ingresar en la Argentina tras bajar de un taxi aéreo contratado por la empresa estatal argentina Enarsa.
Por tratarse, debido a la valija, de algo mucho más gráfico y asible que el complejo caso Skanska, con sus coimas y sobreprecios millonarios en gasoductos, el llamado “valijagate” y sus dólares de origen desconocido se convirtió en símbolo de la corrupción kirchnerista, que nada tiene que envidiarle a la del menemismo, precursor en el trasiego de valijas con dólares, como las del “narcogate” o lavado de dinero de la droga, en 1991.
En este sentido, hay una continuidad entre los gobiernos de los Kirchner y los de Carlos Menem. Esta continuidad se extiende a la forma como la Justicia aletarga las investigaciones de estos hechos, al tiempo que procura beneficiar a los funcionarios involucrados.
Mientras tanto, el caso Skanska languidece, igual que las causas conexas a que dio origen, todas referidas a presuntos negociados con las obras públicas. La investigación del recorrido y monto de los fondos de Santa Cruz que Néstor Kirchner depositó en el exterior cuando fue gobernador de esa provincia se archivó, igual que la del notorio incremento del patrimonio de la pareja presidencial.
Ante este panorama, no debe extrañar que, desde hace años, la Argentina obtenga malas calificaciones en los rankings de corrupción o transparencia institucional que elaboran entidades internacionales. Según el informe difundido el año pasado por la organización Transparencia Internacional, nuestro país apareció en el lugar 105 de la tabla de posiciones, sobre un total de 179 naciones relevadas, y se ubicó entre los Estados de mayor corrupción de América latina.
La corrupción ha llegado a formar parte del sistema político, lo que demuestra que existen instituciones débiles. Para desterrar la cultura de la corrupción, tanto del ámbito público como del privado, deberá garantizarse la ausencia absoluta de impunidad, cuyo presupuesto fundamental es la independencia real y efectiva del Poder Judicial. Sin una justicia independiente, no hay forma alguna de combatir la corrupción.
(La Nación, editorial, 24-8-08)
Por tratarse, debido a la valija, de algo mucho más gráfico y asible que el complejo caso Skanska, con sus coimas y sobreprecios millonarios en gasoductos, el llamado “valijagate” y sus dólares de origen desconocido se convirtió en símbolo de la corrupción kirchnerista, que nada tiene que envidiarle a la del menemismo, precursor en el trasiego de valijas con dólares, como las del “narcogate” o lavado de dinero de la droga, en 1991.
En este sentido, hay una continuidad entre los gobiernos de los Kirchner y los de Carlos Menem. Esta continuidad se extiende a la forma como la Justicia aletarga las investigaciones de estos hechos, al tiempo que procura beneficiar a los funcionarios involucrados.
Mientras tanto, el caso Skanska languidece, igual que las causas conexas a que dio origen, todas referidas a presuntos negociados con las obras públicas. La investigación del recorrido y monto de los fondos de Santa Cruz que Néstor Kirchner depositó en el exterior cuando fue gobernador de esa provincia se archivó, igual que la del notorio incremento del patrimonio de la pareja presidencial.
Ante este panorama, no debe extrañar que, desde hace años, la Argentina obtenga malas calificaciones en los rankings de corrupción o transparencia institucional que elaboran entidades internacionales. Según el informe difundido el año pasado por la organización Transparencia Internacional, nuestro país apareció en el lugar 105 de la tabla de posiciones, sobre un total de 179 naciones relevadas, y se ubicó entre los Estados de mayor corrupción de América latina.
La corrupción ha llegado a formar parte del sistema político, lo que demuestra que existen instituciones débiles. Para desterrar la cultura de la corrupción, tanto del ámbito público como del privado, deberá garantizarse la ausencia absoluta de impunidad, cuyo presupuesto fundamental es la independencia real y efectiva del Poder Judicial. Sin una justicia independiente, no hay forma alguna de combatir la corrupción.
(La Nación, editorial, 24-8-08)