Josep Miró i Ardèvol
en la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio para los Laicos
Permítanme comenzar recodando el sentido de la política desde la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia.
Juan Pablo II, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, afirmaba que:”Para los fieles laicos, el compromiso político es una expresión cualificada y exigente del empeño cristiano al servicio de los demás.” La tarea social del cristiano se entiende como la búsqueda del bien común, desde el respeto de la autonomía de las realidades terrenas, y todo ello dirigido a construir la civilización del amor. “Esta caridad -nos decía Benedicto XVI en la Audiencia General del 28 de Julio 2009 glosando su encíclica Caritas in Veritate- tiene a la justicia y el bien común como partes integrantes en la vida social de las personas”. ”Se ama al prójimo como más eficazmente se trabaja por el bien común, pues gracias a él, la caridad adquiere una dimensión social”.
La acción política significa la manifestación de la caridad cristiana, por tanto, está dirigida a todas las personas:
La respuesta de los cristianos laicos a la exigencia de la fe, la cosmovisión y antropología de la que son portadores. La lucha en el ámbito de lo profano contra las estructuras de pecado, y al servicio de la liberación del ser humano. Constituye una garantía para la libertad de actuación de la Iglesia, y las demás confesiones en el marco de las tradiciones culturales propias de cada sociedad. Finalmente contribuye a la realización de aquello que la Iglesia ha venido salvaguardando a lo largo de la historia: el cumplimiento de la ley natural por parte de toda la humanidad.
EXIGENCIAS
Para desarrollar la acción política el cristiano asume unas exigencias. La definición que nos regaló el Santo Padre en la Audiencia al plenario de este Consejo el 15 de Noviembre de 2008, las contienen y son una magnifica guía y fuente de inspiración.
Son bien conocidas de todos Ustedes. Por consiguiente me limito a recordarlas, con suma brevedad.
La primera es el compromiso político. Juan Pablo II en su carta Novo Millennio Ineunte, refirió la vertiente social de la caridad en el programa cristiano de santidad y el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, (204) nos dice que el compromiso político, es “una de las más altas manifestaciones de la caridad en la que se puede resumir todo un programa de vida cristiana”.
Este compromiso tiene una dimensión específica, decisiva. Me refiero, y esta es la segunda exigencia, a la coherencia con la fe profesada. Si se participa en la vida política desde el sentido de fidelidad y pertenencia a la Iglesia, en caso de divergencia la consigna política nunca puede imponerse a lo que establece su Magisterio.
El tercer criterio que nos anunciaba el Papa era el rigor moral, la capacidad para dilucidar correctamente, lo necesario de lo superfluo, el bien del mal, lo injusto de lo justo. Pero no puede existir rigor moral, sin ejercicio de las virtudes necesarias, es decir de los hábitos buenos. Una de las grandes aportaciones de los católicos laicos a la política actual es la necesaria tarea de recuperar el sentido de las virtudes en la vida pública.
Es posible que la mayor dificultad de nuestro tiempo sea la insuficiencia en el juicio cultural, fruto de la pérdida de sentido de la tradición cultural y de la articulación con sus fuentes. Y esta es precisamente la cuarta exigencia.
La quinta es la competencia profesional. Un católico por el hecho de serlo no puede suplir con buena voluntad las carencias profesionales.
Pero todas estas exigencias servirían de poco sino se cumpliera la quinta y decisiva: el celo de servicio para el bien común. Sin vocación de servicio la manifestación de la caridad como constitutiva de la política es imposible.
LAS NECESIDADES
¿Cuáles son las necesidades que genera la llamada a la acción política? Puedo apuntar una breve e incompleta respuesta. La primera necesidad es la identificación o en su caso la construcción del sujeto o sujetos colectivos, que actúan políticamente y que cumplen en una medida razonable con los cinco requerimientos antes enunciados. No pueden ser organizaciones que choquen con la fe. Deben poseer rigor moral. Su concepción cultural ha de encajar con la concepción cristiana, y servir a la ley natural. Deben promover la excelencia en su tarea política, y han de practicar el bien común. Y obviamente han de hacer política, es decir han de construir estados de opinión, canalizarlos en las instituciones políticas, promover normas, y a ser posible gobernar o participar en el gobierno de acuerdo con ellas.
Como establece el Compendio Social de la Iglesia (573): “Las instancias de la fe cristiana difícilmente se pueden encontrar en una única posición política. De ahí que su adhesión a una organización política no será nunca ideológica, sino siempre crítica”. Pero atención, esta consideración no debe llevar a la conclusión de que no se deben de promover las organizaciones donde la adhesión del cristiano pueda ser más satisfactoria.
En ningún caso es aceptable en sociedades democráticas, la existencia de organizaciones católicas secretas, que encubran su actuación a la comunidad de fieles, y a la sociedad. Esto encierra un peligro grave para la propia Iglesia. En este sentido el Compendio afirma que (567) “(…) Los cristianos aprecian el sistema democrático, y rechazan los grupos ocultos de poder”.
Permítanme una reflexión que considero obligada. En los años sesenta, y setenta del siglo pasado, incluso algo más tarde, sobre todo en Europa, y en América Latina, la respuesta a la pregunta de quienes son los sujetos colectivos era más fácil que hoy en día: las organizaciones socialcristianas. No exclusivamente, pero sí de manera destacada. Estas organizaciones daban respuesta a la necesidad de estructuras en las que encuadrarse, y proponían proyectos políticos de gobierno. No solo aspectos aislados por importantes que resulten. Pretendían transformar el conjunto de la sociedad. Además, la participación era posible desde el ámbito local al nacional e internacional. Mejor o peor, pero los católicos, tenían un lugar definido, y la propia Iglesia un interlocutor permanente, imperfecto pero bien establecido.
Ante este pasado surge una pregunta. ¿Todo aquello, por qué ha sido substituido? La realidad y las circunstancias de la presencia social cristiana han desaparecido, ¿pero qué ha ocupado su lugar en las nuevas condiciones? Mi respuesta es que tal substitución no se ha producido. Hay un vacío político en muchos países, y sobre todo hay un enorme vacío en el plano supranacional.
Permítanme un ejemplo sobre lo que estoy diciendo. Cuando el debate sobre la mal llamada constitución europea, la Iglesia, con especial insistencia por parte de Juan Pablo II, planteó la necesidad de una referencia específica a las raíces culturales de Europa. Uno de los problemas, no el único, pero sí el decisivo, fue que en relación a la Comisión y Parlamento Europeo y los estados miembros, no existía un sujeto colectivo que pudiera en el plano estrictamente político y de acuerdo con sus reglas, intermediar, razonar en las instituciones políticas la petición de la Iglesia. Como presidente de la Convención de Cristianos por Europa, tuve ocasión de verificar reiteradamente el gran vacío existente. En una entrevista con el Sr. Gianfranco Fini, entonces vicepresidente del gobierno italiano, que me atendió en nombre del presidente Berlusconi, quien desempeñaba en aquel momento la presidencia de turno de la Unión, quedó sentado que el problema no era una posición abiertamente contraria de un buen número de estados. La dificultad que resultó insuperable se encontraba en que los países favorables, la mayoría, no plateaban la petición, no constituía ninguna prioridad para ellos.
La referencia a las raíces cristianas de Europa no se incorporó al texto constitucional y la causa no fue la gran beligerancia, sino el vacío político. Este es el problema irresuelto.
Las plataformas más o menos especificas, el uso de Internet no suple aquel vacio, porque sus roles son sectoriales y no constituyen sujetos políticos que lleguen a tener incidencia directa en las instituciones. No se puede olvidar una ley básica de la contienda política: los movimientos sociales que no alcanzan a estar representados en las instituciones políticas, se agotan. Los católicos laicos no podemos ser solo una combinación de principios fundamentales, acción resistente, reactiva, sobre unos pocos temas concretos, por importantes que sean. Entre los principios y la acción se requiere de la política en su plenitud de significado.
PROYECTO CULTURAL Y PROYECTO POLÍTICO
Y junto con los sujetos colectivos encontramos otras dos necesidades. Necesitamos proyectos culturales, globales en términos supranacionales, y también específicos para cada sociedad, dirigidos a lograr que, los marcos de referencia dentro de los que se concibe el ser humano en la vida cotidiana, resulten más compatibles con la cultura cristiana y la ley natural. Y a su vez, como consecuencia del proyecto cultural, es necesario el Proyecto Político.
Así mismo se necesita un sistema de formación bien establecida y de calidad. Y en esto resulta básica la idea de “minoría creativa” de Benedicto XVI. Requerimos de uno, o más centros internacionales de formación para la acción política, social y cultural, de muy alto nivel, articulados a su vez con centros y actividades de formación a escala estatal, y diocesana. Una acción formativa dirigida a formar cuadros y dirigente políticos de alcance internacional.
En definitiva cuatro son las grandes necesidades: la construcción de los sujetos políticos, la disponibilidad de los proyectos culturales que fundamenten aquellos sujetos, los proyectos políticos de los que son portadores, y la formación articulada desde el plano diocesano al internacional.
Y termino con una referencia necesariamente breve sobre los desafíos.
LOS DESAFÍOS
El gran desafío de nuestro tiempo es la cultura desvinculada, que empuja por su propia lógica a una guerra cultural porque el cristianismo, y en particular la Iglesia Católica, constituyen la única concepción global alternativa.
La desvinculación es la creencia de que la realización personal se logra solo mediante la satisfacción del deseo, convertido en hiperbien al que deben supeditarse los demás bienes morales. El deseo se impone a todo compromiso personal o colectivo, privado o público; a toda tradición, institución, norma, ley, y religión. El deseo es visto como la manifestación de la autenticidad humana. Las instituciones sociales y las condiciones que las definen han de adaptase a él y no a la inversa. El valor del compromiso desaparece, y con él la cultura del esfuerzo. La libertad se desvincula de la responsabilidad y se valora solo como oferta de supermercado en función del número de opciones que ofrece. Así, desaparece la dimensión necesaria de la libertad como vía para buscar la verdad y el bien. La libertad solo se entiende si satisface al deseo y se rechaza si impulsa al deber.
Se concibe al ser humano como independiente de sus objetivos y fines, porque no puede existir ninguna propósito colectivo de vida buena que condicione la libertad de desear. Solo lo correcto, es decir lo procedimental, tiene legitimidad. La ideología de género, producto degradado del marxismo, y estadio superior y político de la cultura desvinculada imprime a todo esto un sesgo totalitario. Las consecuencias religiosas de todo ello son graves, pero lo son todavía más las sociales y económicas, porque el modelo de conducta humana a que da lugar la sociedad desvinculada es incompatible con la cohesión y la armonía social, la primacía de la sociedad civil, la justicia y el desarrollo. Y ante este nuevo desafío, hay que decir que no existe un sujeto político cristiano que confronte con el cultural y políticamente. Todo no puede quedar reducido a un choque directo con la Iglesia, porque en este caso el papel religioso que le es propio puede quedar afectado. La ausencia de un sujeto secular cristiano entraña el riesgo, que en alguna medida la Iglesia asuma involuntariamente aspectos de un rol que no le corresponde.
Termino recordando que existe sobre todo en una cierta parte del mundo otro desafío como el que representa el que los países islámicos, dentro de su tradición cultural, respeten la libertad religiosa en todas sus dimensiones. Hay un desequilibrio objetivo entre los derechos que los musulmanes pueden reivindicar con toda razón en nuestras sociedades de raíz cristiana, y la ausencia de estos mismos derechos en el mundo islámico. Hacer frente a este desafío se inscribe en el diálogo interreligioso, pero también cae de lleno en la dimensión política.
Josep Miró i Ardèvol, miembro del Pontificio Consejo para los Laicos
FORUM LIBERTAS, 21-5-10