P. Ramiro Pellitero
La visita de Benedicto XVI a Portugal volvió a manifestar que la propuesta de la fe es relevante para la vida de las personas y para la sociedad. El Papa no es, como alguien ha dicho, un buen profesor que tiene la clase casi vacía y en llamas.
Es el sucesor de Pedro, al que Cristo confió la dirección de su Iglesia. Es el portador de un mensaje revolucionario para el mundo. Y muchos se dan cuenta.
A su llegada a Lisboa anunció que traía “una propuesta de sabiduría y de misión”; porque la fe cristiana implica un anuncio de Dios y por eso un impulso hacia la verdad, el bien y la belleza, que encuentran su plenitud en Jesucristo.
Su propuesta –la propuesta de la fe cristiana– venía introducida por tres cuestiones, que planteó en el vuelo desde Roma: acerca de la razón y la fe, de la relación entre la fe y el mundo, y acerca del pecado. Primero, para comprender la vida humana no sirve una razón pura que se apoye únicamente sobre los datos empíricos (lo que se ve, se oye o se pesa), porque la persona está abierta a una verdad más profunda, la del espíritu. Segundo, es necesario que la fe cristiana asuma las cosas concretas del mundo –por ejemplo la economía–, sin quedarse “sólo en la salvación individual, en los actos religiosos”, pues “éstos implican una responsabilidad global, una responsabilidad respecto al mundo. Tercero, más que de los ataques que vienen del exterior de la Iglesia, los cristianos han de preocuparse del pecado que está en ellos; y por tanto “volver a aprender algo esencial: la conversión, la oración, la penitencia y las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad”.
Todo ello configura la propuesta cristiana del sentido de la vida. Esto tiene una implicación clave para la vida pública. “No se trata –explicaba el Papa nada más aterrizar en Lisboa– de una confrontación ética entre un sistema laico y un sistema religioso, sino de una cuestión del sentido al que se confía la propia libertad”. En efecto, se trata de preguntarse qué es lo que mueve mi vida, hacia qué verdad me dirijo, qué bien busco, qué belleza me atrae. Nada de esto se reduce al ámbito privado; desemboca en el tipo de sociedad y de cultura que todos contribuimos a configurar, en diálogo con nuestros conciudadanos.
Que la fe debe asumir las “cosas concretas” del mundo tiene una consecuencia que Benedicto XVI explicó a los obispos de Portugal: la necesidad de que los cristianos laicos que se sitúan en la configuración de la cultura (como los políticos, los intelectuales y los periodistas) sean testigos de Jesucristo. Ellos deben superar “el silencio de la fe”. Es decir, no cabe la resignación ante el hecho de que, particularmente en los ámbitos políticos, culturales y de la comunicación, “muchos creyentes se avergüenzan y dan una mano al secularismo, que levanta barreras a la inspiración cristiana”.
Por eso, en la misión evangelizadora, “será útil conocer y comprender los diversos factores sociales y culturales, sopesar las necesidades espirituales y programar eficazmente los recursos pastorales”. Pero lo decisivo es llegar a inculcar “un verdadero afán de santidad, sabiendo que el resultado proviene sobre todo de la unión con Cristo y de la acción de su Espíritu”.
Cuando, según la opinión de muchos, la fe católica ha dejado de ser patrimonio común de la sociedad, no bastan las “simples disquisiciones o moralismos” y menos aún las “genéricas referencias a los valores cristianos”; tampoco el “mero enunciado del mensaje”, puesto que “no llega al fondo del corazón de la persona, no toca su libertad, no cambia la vida”. Es otra la solución: “Lo que fascina es sobre todo el encuentro con personas creyentes que, por su fe, atraen hacia la gracia de Cristo, dando testimonio de Él”.
Aquí el Papa ha citado unas palabras de Juan Pablo II en 1985: “La Iglesia tiene necesidad sobre todo de grandes corrientes, movimientos y testimonios de santidad entre los ‘fieles de Cristo’, porque de la santidad nace toda auténtica renovación de la Iglesia, todo enriquecimiento de la inteligencia de la fe y del seguimiento cristiano, una reactualización vital y fecunda del cristianismo en el encuentro con las necesidades de los hombres y una renovada forma de presencia en el corazón de la existencia humana y de la cultura de las naciones”. Y haciendo de abogado del diablo, añadía el Papa actual: “Alguno podría decir: la Iglesia tiene necesidad de grandes corrientes, movimientos y testimonios de santidad…, pero no los hay”. Replicaba enseguida diciendo que no faltan activos movimientos y comunidades eclesiales, sólo que es necesario prestarles atención para que desarrollen un auténtico espíritu cristiano y de comunión en la Iglesia.
En todo caso –señaló más tarde en Oporto– los cristianos han de dar testimonio de Cristo en todos los ambientes, “sin imponer nada, proponiendo siempre”, dando razón de su esperanza a todos los que la piden, porque en el fondo todos la necesitan; puesto que, como dice la encíclica Caritas in veritate, “sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es”. Hoy el campo de la “misión” ha cambiado: “Nos esperan no solamente los pueblos no cristianos y las tierras lejanas, sino también los ámbitos socio-culturales y sobre todo los corazones que son los verdaderos destinatarios de la acción misionera del Pueblo de Dios”. Y como lamentándose, concluía: “¡Cuánto tiempo perdido, cuánto trabajo postergado, por inadvertencia en este punto!”.
En síntesis, apertura de la razón a la fe y de la fe al mundo, lucha contra el pecado; énfasis sobre la santidad y el testimonio: ejemplo de vida y formación cristiana para poder dar argumentos sobre la propia fe, y participar así en la gran misión cristiana.
La propuesta de sabiduría –primera parte de este viaje, centrado en la Virgen de Fátima– se completó en la segunda parte con la propuesta de testimonio y de misión. Y es que la luz del mundo no puede oscurecerse y la sal de la tierra no debería volverse insípida.