por Jorge Raventos
El gobierno prefirió
incrementar la tensión a concederle a Moyano algo a lo que ya está resignado:
modificar la aplicación del impuesto al salario. La tensión dañó al
oficialismo, que se mostró incoherente, conspirativo y débil. La crisis fiscal
(y la voracidad de la caja central) se proyecta en el horizonte sumada al
paisaje de alta inflación, al aislamiento,
a las fisuras que sufre la
coalición oficialista, a la pérdida de instrumentos de disciplinamiento que el
gobierno empleó en otros momentos y a un agravamiento de los conflictos.
La Casa Rosada no va
a eliminar el impuesto al salario, porque la caja del gobierno central no
parece tener límites para su voracidad. Lo que sí hará la señora de Kirchner es
elevar el piso a partir del que se aplica.
Pese a que esa decisión ya está asumida in pectore, la señora no vaciló en
exponer a su gobierno (y a la sociedad) a una enorme tensión esta
semana, con tal de no concederle un triunfo al secretario general de la CGT,
Hugo Moyano, convertido en el principal abanderado de esa reivindicación.
El impuesto al
salario
La clave de la
discusión paritaria de los camioneros pasaba por ese tema: Moyano hace tiempo
que puso el foco en el tema impositivo porque -venía diciendo- “lo que ganamos
con nuestro trabajo y en las negociaciones colectivas después es expropiado en
gran parte por el gobierno a través del
impuesto a las ganancias; terminamos trabajando para el Estado”. Los estudios técnicos de los economistas
del Instituto Argentina de
Responsabilidad Fiscal (IARAF) ratifican esa hipótesis del líder camionero. Hoy
casi dos millones de trabajadores –desde petroleros hasta maestros, sin excluir
a jubilados- son alcanzados por el impuesto al salario y aportan a la caja del
gobierno central casi 4.000 millones de pesos. La carga tributaria total que
soportan los trabajadores formales que ganan más de 6.000 pesos oscila entre
el 47 y el 53 por ciento, y equivale
para el segmento inferior de esa escala a trabajar 171 días al año para
tributar al Sector Público. Los dos millones de trabajadores que deben oblar el
impuesto a las ganancias pierden entre un sueldo y un sueldo medio por ese
concepto.
Moyano ha enarbolado,
junto al reclamo de eliminación del impuesto al salario, la no discriminación
en el pago de retribuciones familiares. Por ese concepto, que elude o reduce el pago por ese concepto a partir de
niveles muy bajos, el gobierno se queda
con unos 1.500 millones de pesos de los asalariados.
Dos semanas atrás, la
secretaria de Trabajo, Noemí Rial, admitió que el gobierno tomaría medidas en
relación con el piso de ganancias y con los salarios familiares. Pero que eso
ocurriría “en julio”. En la conjetura optimista del oficialismo, el anuncio se reservaba para
después del congreso de la CGT, para premiar con él a una conducción distinta
de la de Moyano. Un vocero informal pero
notorio del oficialismo, el periodista Horacio Verbitski, señalaba el último
domingo en su columna de Página 12 que recién
“una vez cerradas las principales paritarias y definida la sucesión en
la CGT”, el gobierno “deberá incrementar las asignaciones familiares y el
mínimo no imponible para la cuarta categoría del impuesto a las ganancias, para
que el fastidio que Moyano expresa no se extienda a sectores asalariados más
significativos”.
La estrategia de la
tensión
Las medidas de fuerza
decididas por el sindicato de camioneros
en el contexto de su discusión paritaria pusieron el tema sobre la mesa
antes de lo que el gobierno quería y desde el exterior, después de comprobar
que el vicepresidente Amado Boudou no estaba en condiciones de pìlotear lo que
sus ideólogos estimaban un conflicto peligroso, la Presidente decidió no
descomprimir las tensiones abriendo conversaciones sobre el íntimamente asumido impuesto al salario sino,
por el contrario, agudizarlas a través
de un comité de crisis que expuso sus intenciones con la elección de su sede de
reunión: el Edificio Centinela, de la Gendarmería. La composición de ese comité
y los mensajes que empezó a emitir expusieron su idea de la situación. Las dos
figuras principales fueron el vicegobernador bonaerense Gabriel Mariotto y el
secretario de Seguridad, el teniente coronel Sergio Berni.
Actuando fuera de su
rol como (en ese momento) responsable provisorio del gobierno bonaerense, ya
que Daniel Scioli se encontraba en el exterior por motivos de salud, Mariotto
ratificó su papel de ariete de la Casa Rosada, y se dedicó a golpear
simultáneamente a Moyano y a su propio gobernador. La hipótesis que se
implicaba –y que algunas otras voces oficialistas explicitaron- era la de un
complot de carácter político entre Scioli y Moyano. Los reclamos del camionero
no eran, según esa visión, sindicales sino de intención política.
Berni, por su lado,
actuaba por encima de la ministra del ramo, Nilda Garré (algo que no sorprende
demasiado en un gobierno en el que el viceministro de Economía Axel Kicilof
tiene más mando que el ministro Hernán Lorenzino y un subordinado formal de
ambos, el secretario Guillermo Moreno, muestra más poder uno y otro sumados).
En fin, el teniente coronel Berni
amenazó con convocar a las Fuerzas Armadas para intervenir en el paro de
camioneros y movilizó a los gendarmes a la planta de YPF de La Matanza, aunque
prudentemente evitó el uso de la fuerza ante los huelguistas que mantenían
inmóviles los camiones de combustible.
Poder y no poder
Tan revelador como el
tratamiento elegido por el gobierno – movilización de gendarmes, denuncia penal
de los líderes camioneros, encuadramiento jurídico compatible con la aplicación
de la ley antiterrorista promulgada en diciembre – fue el hecho de que el
gobierno debió contentarse el jueves por la noche con sacar por accesos laterales de la destilería
unos pocos camiones con combustible, mientras unas horas más tarde era el
propio Hugo Moyano quien ponía fin a esa tensión, acordaba con el sector
patronal una convenio salarial y despejaba el terreno para focalizar la discusión
en el tema impositivo, llamando a una movilización “a todos los que se sientan
afectados” por esa política. La movilización se dirigirá el miércoles a la
Plaza de Mayo.
Un primer balance de
lo sucedido necesariamente debe anotar el desconcierto y desorden del gobierno.
El sistema de conducción hipercentralizado que ha impuesto la señora de
Kirchner paraliza por momentos la gestión y las reacciones políticas. Muchos de
los ministros están inmovilizados por la falta de comunicación adecuada con la
Presidente (esa comunicación sólo ocurre de arriba hacia abajo) y también por
la acción de las segundas líneas que la Casa Rosada ha instalado en los
ministerios, que controlan el manejo
cotidiano. “No estoy en condiciones ni de firmar un contrato de 6.000 pesos”,
confesó el titular de una cartera a un allegado. El canciller tuvo que pagar de
su propia moneda un cóctel diplomático, porque las damas camporistas que
manejan la burocracia del Palacio San Martín no le autorizaron el gasto.
Víctimas de la
voracidad
En ese desorden se
incluye la predisposición conspirativa que ha querido dañar al gobernador
bonaerense, observado por el cristinismo fundamentalista como un riesgo
político potencial. Daniel Scioli ha evitado responder a esas agresiones y
consiguió, en cambio, la solidaridad de varios de sus pares; el más notorio de
todos fue el gobernador sanjuanino José Luis Gioja, que cuestionó la “caza de
brujas”. En rigor, las provincias sufren como los asalariados la voracidad de
la caja central: cerca de 5.000 millones anuales que deberían volver a las
provincias enriquecen los fondos de ANSES de que dispone el gobierno central
para hacer política, mientras la coparticipación automática se achica y la no
automática se retacea, hasta el punto de poner en riesgo el pago de sueldos
públicos en los distritos.
Los jubilados
actuales (y los futuros) observan, por otra parte, como los fondos destinados a
sus retribuciones son empleados para muchas otras cosas, pero no para cumplir
con la ley y con los fallos judiciales. También ellos son víctimas de la
voracidad.
La crisis fiscal se
proyecta en el horizonte sumada al paisaje de alta inflación, al
aislamiento, a las fisuras que sufre la coalición oficialista, a la
pérdida de instrumentos de disciplinamiento que el gobierno empleó en otros
momentos y a un agravamiento de los conflictos. El gobierno podría repetir hoy
la vieja consigna de Alvaro Alsogaray: “hay que pasar el invierno”.