«Dad al César lo que
es del César, y a Dios lo que es de Dios», fue la respuesta de Jesús cuando le
preguntaron qué opinaba acerca del pago de los impuestos. Naturalmente, quienes
se lo preguntaban querían tenderle una trampa, obligándolo a tomar partido en
el candente debate político alrededor de la dominación romana sobre la tierra
de Israel. Pero el envite era aún mayor: si Jesús era realmente el Mesías tan
esperado, con toda seguridad se opondría a los dominadores romanos. La pregunta
estaba calculada, por lo tanto, para desenmascararlo, bien como una amenaza
para el régimen, bien como un impostor.
La respuesta de Jesús
traslada hábilmente la cuestión a un nivel superior, precaviendo discretamente tanto contra la
politización de la religión como contra la deificación del poder temporal y
frente a la búsqueda insaciable de la riqueza. Tenía que recordar a sus oyentes
que el Mesías no era el César, y que el César no era Dios. El reino que Jesús
venía a instaurar pertenecía a una dimensión absolutamente superior. Como dijo
a Poncio Pilato: «Mi reino no es de este mundo».
Los relatos de la Natividad contenidos en
el Nuevo Testamento pretenden transmitir un mensaje similar. Jesús nació
durante la elaboración de un «censo del mundo entero» ordenado por César
Augusto, el emperador célebre por haber llevado la pax romana a todos los
territorios sometidos al dominio de Roma. Pero aquel niño, nacido en un rincón oscuro y distante
del imperio, iba a ofrecer al mundo una paz mucho más grande, de alcance auténticamente universal y que
trascendía todo límite espacial y temporal.
Jesús nos es
presentado como heredero del rey David, pero la liberación que él trajo a su
pueblo no tenía el objetivo de mantener a raya ejércitos hostiles, sino el de
vencer al pecado y a la muerte de una vez por todas.
El nacimiento de
Cristo nos reta a replantear nuestras prioridades, nuestros valores, incluso
nuestra forma de vida. La
Navidad es, indudablemente, un tiempo de gran alegría, pero
es también una ocasión para reflexionar en profundidad, e incluso para hacer un
examen de conciencia. Al final de un año que ha traído a muchos privaciones económicas,
¿qué es lo que podemos aprender de la humildad, de la pobreza, de la sencillez
del pesebre?
Y es precisamente en
el Evangelio donde los cristianos se inspiran para su vida diaria y para su
implicación en los asuntos del mundo, ya sea en el Parlamento o en la Bolsa. No deben los
cristianos rehuir el mundo, sino implicarse en él; pero su implicación en la
política y en la economía debe trascender toda forma de ideología.
Los cristianos luchan
contra la pobreza porque reconocen la dignidad suprema de todo ser humano,
creado a imagen de Dios y destinado a la vida eterna. Los cristianos trabajan
con vistas a un reparto más equitativo de los recursos de la tierra porque
creen que los seres humanos, como administradores que son de la creación de
Dios, tienen el deber de velar por los más débiles y por los más vulnerables.
Los cristianos se oponen a la codicia y a la explotación porque están
convencidos de que la generosidad y el amor desinteresado, tales como los vivió
Jesús de Nazaret, son el camino que lleva a la plenitud de la vida. Y la
creencia cristiana en el destino trascendente de todo ser humano los apremia en
su cometido de fomentar la paz y la justicia para todos.
Como se trata de
objetivos que muchos comparten, es viable una gran colaboración fructífera
entre los cristianos y los demás; pero los cristianos dan al César solo lo que
es del César, y no lo que es de Dios. A veces, a lo largo de la historia, no
han podido acceder a las demandas de un César que, desde el culto al emperador
de la antigua Roma hasta los regímenes totalitarios del siglo pasado, ha
intentado ocupar el lugar de Dios. Si los cristianos se niegan a inclinarse
ante los falsos dioses propuestos hoy, ello no se debe a que tengan una visión
anticuada del mundo, sino a que están libres de ataduras ideológicas y animados
por una visión tan noble del destino humano, que no pueden transigir con nada
que lo pueda socavar.
Muchos nacimientos
italianos tienen un fondo que representa ruinas de antiguos edificios romanos:
ello muestra que el nacimiento del Niño Jesús marca el fin del antiguo orden,
del mundo pagano, en el que las pretensiones del César resultaban prácticamente
imposibles de desafiar. Ahora hay un nuevo rey, que no confía en el poder de
las armas, sino en la fuerza del amor. Él trae esperanza a todos los que, como
él, viven al margen de la sociedad. Trae esperanza a todos los que resultan
vulnerables ante los cambiantes avatares de un mundo precario. Desde el
pesebre, Dios nos invita a vivir como ciudadanos de su reino celestial: un
reino que toda persona de buena voluntad puede ayudar a construir aquí en la
tierra.
(Original inglés
procedente del archivo informático de la Santa Sede ; traducción de ECCLESIA)
Ecclesia, 20-12-12