Por Jorge Fernández
Díaz
Perdón por abrazarme
a Byron: "La consecuencia de no pertenecer a ningún partido significará
que los molestaré a todos". Y una cosa más: el lector sensible, aquel que
crea que la política es el arte de los discursos altruistas y las buenas
conciencias, tiene la oportunidad ahora mismo de abandonar esta página plebeya
y pragmática, y seguir con las confortables monsergas al uso. Lo que se propone
este cronista no será perdonado por muchos lectores, y lo sabe, pero no puede
resistirse a pensar en voz alta y sin filtros sobre este asunto tan serio que
damos en llamar "la política".
Ahí vamos: la
nominación del papa argentino, acontecimiento fundante si los hay, fue el test
perfecto para calibrar el comportamiento y la pericia de las fuerzas locales en
pugna. Y el resultado fue notorio: el kirchnerismo tuvo reflejos, velocidad,
cinismo, fortaleza y contundencia, logró girar en el aire dejando un desparramo
a su alrededor y consiguió apoderarse impúdicamente de Jorge Bergoglio, su
enconado crítico, con el simple método de abrazarlo por la cintura. Gracias a
su instinto salvaje, acaso con un cierto fuego sagrado que se tiene o no se
tiene en política y en cualquier otra disciplina, logró que las diferencias
quedaran de pronto borradas. Quince días después, casi ningún sector popular
cree que el papa Francisco y la presidenta Cristina Kirchner sean realmente
enemigos.
La oposición, que
está plagada de almas bellas y verbales, tiene varios dirigentes que muy bien
podrían postularse como los representantes nacionales de "la ideología
Francisco". Todos ellos se quedaron con la boca abierta viendo cómo la
dama de negro viraba, les quitaba protagonismo y ocupaba una vez más el centro
de la escena. Mauricio Macri debió ser rescatado de la multitud anónima por un
allegado del Papa para lograr una mera foto de cabotaje. Los demás dirigentes
vernáculos que frecuentaban a Bergoglio y bebían de sus consejos, se quedaron
en Buenos Aires a mirar el espectáculo por televisión. Ni se les ocurrió hacer
el esfuerzo de abrirse paso a los codazos en la Plaza San Pedro para
ganar la tapa de las revistas y de los diarios del mundo. Eso les parece
marketing repugnante, oportunismo inconducente, demagogia sacrílega y otros
apelativos igualmente morales con los que arroparse para seguir durmiendo la
siesta.
Esa gente, que suele
ser honesta e incluso a veces hasta inteligente, cree que hacer política es ser
columnista radial o panelista del cable. Sólo el kirchnerismo, con su
monstruosa voluntad de poder, dio un paso al frente y produjo hechos políticos
de gran contundencia. Decía un viejo zorro del radicalismo: hay dos clases de hombres en la política,
los que la comentan y los que la hacen. La oposición está llena de
comentaristas que dan muy bien en cámara.
Resulta muy
decepcionante para los que de verdad creemos en la necesidad de un bipartidismo
que no exista un verdadero deseo irrefrenable por tomar el comando de este país.
Sin ese deseo animal, no puede haber tampoco un proyecto que enamore ni un
líder que lo encarne y lo explique. Lo que quedan son aspirantes a Capriles
grises, o amantes de las minorías, que se indignan por todo y que en su fuero
íntimo piensan que son demasiado buenos y honestos para ser elegidos por una
sociedad tan corrupta y equivocada.
Al Papa lo
entregaron. No fueron capaces siquiera de disputarlo un poco. Se trataba de una
valla baja para el antikirchnerismo, tenía todo a favor, y aun así no logró
saltarla. Algunos opositores parecen novios castos: los canallas suelen
birlarles a las chicas lindas.
Hay un segundo test
por delante y tiene la forma de una pregunta maldita. ¿Qué es el peronismo?
Parece una interrogación básica, y de hecho hay mucha bibliografía para
contestarla. Sin embargo, este asunto nunca fue debidamente resuelto por el
antiperonismo, y hoy interpela como nunca a la dirigencia que aspira a derrotar
en las urnas al gran partido del poder. Aquella respuesta galvanizante necesita
ser repensada una vez más y de manera crucial, dado que ese movimiento nacional
que practica el populismo, esa oligarquía estatal de ideologías a la carta, ha
reemplazado prácticamente a todo el sistema político. Propone tácitamente un
bipartidismo trucho (la interna abierta de dos o hasta tres neoperonismos) y
muestra simbólicamente un triunfo cultural e histórico: ahora resulta que hasta
el Papa es peronista.
Ser peronista ya no
es ser nacionalista, ni neoliberal, ni desarrollista, ni guevarista ni socialdemócrata.
Todos estos uniformes ideológicos sirvieron para diferentes momentos y
requerimientos de la historia. Voy a arriesgar mi propia respuesta. Es
sencilla, y a la vez muy compleja: ser peronista, en realidad, es hacer
política con los de abajo. El peronismo se ocupa de hacer política en las
clases trabajadoras, en el proletariado (dicho en términos marxistas), entre
los humildes y los marginales, y no hay en esto una valoración necesariamente
positiva en cuanto a sus propósitos: está visto que muchas veces sus gobiernos
han actuado para crear una clientela y mantenerla hundida en la pobreza como
voto cautivo y funcional.
Ser peronista, a
estas alturas del travestismo, sólo es operar en las zonas populares de la
sociedad, allí donde únicamente la Iglesia Católica , junto con algunas evangélicas,
actúa y crea conciencia. Salvo las honrosas excepciones del macrismo, que se ha
metido hasta el cuello en las villas porteñas, y algunos radicales de gestión o
feudo provincial, la mayoría de las fuerzas de la oposición se contentó siempre
con integrar partidos de clase media. Sin inserción territorial. Y el
territorio es muy grande: hay por lo menos 20 millones de pobres en este país.
Con sólo posar sus ojos sobre esa sociedad postergada y mejorarle mínimamente la
calidad de vida, Hugo Chávez les gana a todos sus enemigos como el Cid
Campeador: muerto y con la cabeza en alto. La tradición peronista de los
sectores bajos se debe a la memoria del agradecimiento del primer Estado de
bienestar de los años 40, abonada por el contacto sistemático del peronismo de
todos los pelajes a lo largo de seis décadas. El clientelismo me resulta
abominable y creo que no debería imitarse, pero no es la única herramienta
política para cautivar a las clases sumergidas. Y si no me creen, pregunten a
los intelectuales del Partido de los Trabajadores de Brasil.
En algunas ocasiones,
los radicales lograron que esos sectores los votaran. Pero nunca supieron,
quisieron o pudieron retener esa esperanza, insertarse en esas calles y ganar
definitivamente esos corazones. Como lo hicieron Perón y Evita, y en cierta
medida el "partido" de Jorge Bergoglio. Los opositores deberían
pensar seriamente en este hecho decisivo: no
se puede ser una opción real del poder sin trabajar de manera sistemática en el
barro.
Tampoco se puede
ganar el premio mayor sin crear una nueva épica y construir un nuevo relato. El
kirchnerismo ha abusado del montaje, pero la creación de una forma propia de
relatar el presente y el pasado ha tenido gran eficiencia. Es inviable producir
ilusiones sin presentarse como parte de un linaje histórico, así como es
ingenuo, en nombre de la concordia, no crear figuras a denunciar y a derrotar
para que el futuro sea mejor. Sin un linaje ni una narración vibrante y dura,
sin un perfume a epopeya, el votante actúa por default técnico: Macri es los
90, el radicalismo es la
Alianza , Binner es un santafecino y Carrió es la virgen
testimonial.
Un líder opositor debería tener un alegato tan
alejado del Gobierno como de los medios. Un alegato original, que cambie el eje
de discusión y que suene a nuevo. Un discurso sincero, lejos de la impostura,
pero lo suficientemente efectista como para comunicar con rapidez y sin
remilgos una idea, una verdad.
Como los viejos
colonos escondidos detrás de las carretas y acosados por los sioux, algunos
opositores parecen únicamente esperar la llegada salvadora del Séptimo de
Caballería, que sería un fracaso económico. Es cierto que este modelo parece
tener el tanque perforado, y resulta ciertamente probable que al final se
descubra que como Alfonsín y Menem, los Kirchner fueron negligentes con la
economía, nos hicieron vivir por encima de nuestras posibilidades y nos
condujeron dulcemente a la bancarrota. Tal vez un líder opositor pueda apelar a
la idea de terminar por fin con treinta años de descalabros y pueda prometer
algo modesto pero deslumbrante: construir por primera vez un país serio,
imitando a Chile, a Brasil e incluso a Uruguay. El discurso inaugural de Pepe
Mujica hablaba de eso; el primer kirchnerismo apostaba a "un país
normal" quizá sin imaginar que nos conduciría a este manicomio financiero.
La oposición, sin
embargo, no debería esperar que esta crisis se precipitara. Primero de todo,
porque sería como desearnos el mal a nosotros mismos y sobre todo a los
sectores más indefensos. Y en segundo lugar, porque el kirchnerismo ha sabido
capear tempestades y levantarse de amargas derrotas que parecían terminales.
Eso es lo que más rescato de la fuerza gobernante: su pasión por prevalecer.
Esa misma pasión se necesita para llegar a la Casa Rosada , probar
una alternancia y realizar una experiencia sanadora. No veo esa turbia pero
imprescindible pasión en nadie más.
Lector sensible, le
advertí que no me perdonaría. Le recuerdo, en mi defensa, algo que no dijo
Byron, pero que se advertía en mi barrio. El que avisa no es traidor.