Por Carlos Pagni
La Argentina no forma
parte del plan de Barack Obama para relanzar las relaciones de los Estados
Unidos con América latina. Las razones de esa exclusión radican, en principio,
en la peripecia que ha tenido la relación bilateral durante la era Kirchner.
Pero también operan factores más densos, como la posición de la Presidenta
frente a la acelerada reconfiguración que se registra en la región, sobre todo en
el mapa de las relaciones comerciales. Un proceso al que el Gobierno insiste en
sustraerse.
Buenos Aires no
estará entre las escalas del viaje del vicepresidente norteamericano, Joe
Biden. Tampoco Cristina Kirchner figura en la lista de latinoamericanos
convidados a la Casa Blanca.
La omisión tiene un
motivo inmediato, sólo en apariencia trivial: ningún diplomático norteamericano
quiere correr el riesgo de hacer pasar un mal momento a los máximos gobernantes
de su país. La memoria del Departamento de Estado está marcada por tres traumas
recientes: los malos tratos de Néstor Kirchner a George W. Bush en la Cumbre de
las Américas de Mar del Plata, en 2005; los insultantes reproches de Cristina
Kirchner en diciembre de 2007, a raíz de las investigaciones sobre Guido
Antonini Wilson y su valija precursora, con 800.000 dólares, y la irrupción de
Héctor Timerman en un avión de la fuerza aérea norteamericana, para incautar
material sensible con el pretexto de prevenir un eventual atentado terrorista.
Nadie puede asegurar al gobierno de los Estados Unidos que las autoridades
argentinas no agriarán una visita con algún exabrupto irreparable.
A esos escándalos se
les sumaron desaires menos estridentes. Durante la X Conferencia de Ministros
de Defensa de las Américas, que se realizó en octubre, en Montevideo, Arturo
Puricelli, presionado por su secretario internacional Alfredo Forti y contra lo
que había prometido, votó en contra de que las Fuerzas Armadas puedan prestar
servicios de ayuda humanitaria, por temor a un avasallamiento imperialista. Con
el mismo criterio, la Casa Rosada obligó a tres gobernadores a rechazar la
donación de otros tantos centros para atender emergencias naturales, ofrecidos
por los Estados Unidos.
Sin embargo, el
desencuentro entre Buenos Aires y Washington se profundizó con el acuerdo entre
Cristina Kirchner y el presidente iraní, Mahmoud Ahmadinejad. No sólo por la
aproximación argentina a un régimen como el de los ayatollahs, al que las
principales potencias occidentales pretenden aislar.
Lo más irritante para
la relación con los Estados Unidos es que esa aproximación es un giro de
política exterior todavía incomprensible. Alcanza con recordar que el 10 de
agosto de 2010, Héctor Timerman visitó a Hillary Clinton para denunciar que
Teherán encubría a los iraníes que atacaron la AMIA, y para hacerle notar que
esos terroristas estaban detrás del intento de voladura del aeropuerto Kennedy.
Cinco meses más
tarde, Timerman negociaba con el canciller de Irán, Ali-Akbar Salehi, en
Aleppo, una comisión bilateral que determinaría quiénes eran los autores del
atentado y quiénes sus encubridores. De proponer una alianza antiterrorista a
los Estados Unidos pasó a acusarlos de terroristas.
La pirueta todavía no
concluyó. El Gobierno no consigue explicarse por qué Ahmadinejad no envió el
acuerdo a la Asamblea Consultiva de su país. Aunque para cualquier lector de
diarios internacionales es obvio: Ahmadinejad está peleado a muerte con el
presidente del Parlamento, Ali Larijani.
Con independencia de
estas torpezas, para los Estados Unidos la decisión del kirchnerismo de
negociar con los iraníes la causa AMIA significa un cambio de bando en medio de
una guerra. El acuerdo se celebró dos meses después de que Obama promulgara una
ley para contrarrestar la influencia de Irán en el hemisferio occidental.
Washington interpreta
esa vuelta de campana como la expresión diplomática de la creciente falta de
compromiso de Cristina Kirchner con algunos rasgos de la democracia
republicana, como la libertad de prensa. Cuando hace 10 días la subsecretaria
para las Américas norteamericana, Roberta Jacobson, debió justificar por qué la
Casa Blanca no privilegiaba ciertas asociaciones, se refirió a esa defección.
Estaba respondiendo una pregunta sobre las amenazas a los medios de
comunicación bajo el kirchnerismo.
Sería incorrecto
limitar a estos entredichos las razones por las cuales la Argentina fue
separada del plan latinoamericano de Obama. Esa iniciativa es parte de un
proceso de integración que se desarrolla, sobre todo, en el plano comercial.
Estados Unidos firmó tratados de libre comercio con Costa Rica, Panamá, México,
Colombia, Perú y Chile. Los últimos cuatro países firmaron el jueves pasado un
acuerdo para liberar el 90% del intercambio de bienes. Al mismo tiempo, Chile,
México, Perú y los Estados Unidos negocian desde diciembre pasado un acuerdo de
Asociación Trans-Pacífica (Trans-Pacific Partnership, TPP), con Australia,
Singapur, Nueva Zelanda, Brunei y Vietnam.
Cristina Kirchner no
está dispuesta a examinar estas novedades. Su administración camina en sentido
inverso: fue eliminada del régimen de preferencias comerciales de los Estados
Unidos, y denunciada por más de 40 países en la OMC por prácticas desleales de
comercio.
En el campo
energético, también la aproximación es dificultosa. Obama impulsa una
asociación continental para la producción de energía, sobre todo la renovable y
la no convencional. Aspira a que en dos décadas su país se abastezca sólo en el
mercado de las Américas. Esa pretensión entraña una de las mutaciones más
importantes de la escena global. La Argentina podría jugar un rol destacado con
YPF y su yacimiento Vaca Muerta. Pero el gobierno de los Estados Unidos no
puede avanzar en esa dirección hasta que no se resuelva el conflicto con España
por la propiedad de esa compañía.
Desconfiada de la
tendencia a la desregulación del comercio y la integración económica que
prevalece en la región, Cristina Kirchner prefiere hacer de la Argentina una
fortaleza. Un país que elige por propia vocación el aislamiento, sin necesidad
de que lo excluyan..
La Nación, 26-5-13