Alberto Asseff*
Hace unos días se
volvió a reunir en Cali la Alianza del Pacífico, originalmente integrada por
México, Colombia, Perú y Chile y a la que es inminente que ingresen Costa Rica,
Guatemala y Panamá. Llamativamente, estuvieron como observadores Canadá – a
través de su primer ministro, nada menos -, España, Australia, Nueva Zelanda,
Japón y…Uruguay.
Es sabido que si
fuera por su voluntad, Uruguay se mudaría de vecindario. Tiene una incomodidad
histórica y genética que lo acompañará toda su existencia. Habría que escribir
algunos apuntes al respecto, pero será para otra ocasión. Lo cierto es que
Uruguay se atrevió a ir como observador y los anfitriones lo recibieron con
placer geopolítico.
¿Qué se proponen los
aliados del Pacífico? Objetivos tan osados como simples: el mundo tiene su
“nuevo Mediterráneo” y es el inmenso océano Pacífico. En sus riberas viven casi
los dos tercios de la humanidad y emergen las economías más poderosas, desde la
china, japonesa e hindú hasta las sólidas de Australia y Nueva Zelanda, pasando
por las ascendentes de Corea, Vietnam, Thailandia, Singapur, entre otras,
incluyendo a nuestra prima lejana, las Filipinas. Consecuentemente, en esa
enorme cuenca está el futuro que ya se está presentando en el escenario. La
inferencia surge nítida: aliémonos para ir al encuentro del porvenir.
En el sustento de la
Alianza del Pacífico se halla un concepto propio de la modernidad: la economía
de la prosperidad no se forja con brigadas juveniles ni obreros armados
“cuidando” los precios de las góndolas, sino trabajando con mucha libertad,
creatividad, iniciativa y búsqueda constante de la productividad (con iguales insumos
mejores resultados).
Los aliados del oeste
americano apuestan al ahorro e inversión y a libertad desechando que el pesado
pie y la no menos aplastante mano del Estado segue impulsos y estímulos para
generar riqueza y ensanchar la actividad.
Todos somos
conscientes que nadie cree que el Estado deba irse a casa y ausentarse del
escenario socio-económico. Su rol de control es irrenunciable y su condición de
equilibrador de las relaciones sociales e individuales es esencial. Pero esa
alta función requiere mucha sabiduría y aptitud de gestión basadas en la
inspiración del bien común.
Me detengo un renglón
en estas dos palabras, bien común. Han desaparecido con presunción de
fallecimiento. Sólo falta extenderle el certificado de defunción. Mientras no
renazca el ideal de bien común como musa de los dirigentes, jamás tendremos los
anhelados resultados de un país rico que distribuye prosperidad en el marco de
una sostenida esperanza colectiva e individual.
Nosotros nacimos
primigeniamente del Pacífico, sea por la corriente proveniente del Perú o por
la de Chile. La veta atlántica fue casi secundaria.
En Río Turbio estamos
a 10 km del Pacífico. Allí se encuentra Puerto Natales, con el majestuoso Paine
al oeste. La cordillera de los Andes que acordamos en 1881 nos delimitaría con
Chile está dentro del territorio de nuestro vecino. El deslinde es aquende los
Andres, no allende. El capitán, explorador y gobernador de Santa Cruz –
1884-1887 – , el mendocino Carlos María Moyano, enarboló la bandera argentina
allí, con las Torres del Paine como testigos. En 1893 nos retiramos de esa área
en aras de la amistad con Chile, pero eso no nos transformó en ajenos del
Pacífico, al que seguimos olfateándolo, pues sus brisas llegan a nuestra
tierra. Inclusive, Ushuaia se ubica al oeste del meridiano del cabo de Hornos y
por ende está geográficamente en el Pacífico.
El recuerdo sirve
para contextualizar y actualizar el vínculo de la Argentina y el Pacífico.
Nunca viene de más un poco de antecedentes y remembranzas.
Según los titulares
de algunos diarios extranjeros “la Alianza del Pacífico se afianza como el
nuevo motor latinoamericano”, sin disimular que el Mercosur declina ¡Vaya
novedad!
Es harto
inconveniente replantear falsos dilemas. No se puede caer en la trampa de
Atlántico versus Pacífico ni tampoco en la añagaza de Estado o Libertad
económica. Nuestra América pertenece a ambos océanos y es una sola.
Precisamente su destino la enlaza con todos los escenarios y junto con África
son los dos continentes convocados a emerger en este mundo mutante y de
oportunidades. No es tiempo de envejecidas antinomias ni de rivalidades
gastadas. Es hora de articulaciones. Por eso, la Argentina y Brasil debemos
rápidamente sentarnos en la Alianza del Pacífico como observadores. Sería un
primer paso y además correlato de Chile como socio no miembro del Mercosur.
La disyuntiva
estatismo o privatismo es tan falaz que no amerita detenerse. Basta ver cómo
China sigue apartando gradualmente al Estado para incrementar el protagonismo
del pueblo y sus emprendimientos, para entender que es una redonda falsedad.
Se tiene que subrayar
un punto: los tratados de libre comercio no son todo. Son condición necesaria,
pero no suficiente para promover el desarrollo. Se requiere una integración
industrial activa y vínculos viales y ferroviarios que nos posibiliten
intercomunicarnos. Y como decía el otro día el embajador de Brasil en Buenos
Aires – pronto a retirarse – “debemos ir construyendo la ciudadanía común a
partir de los lazos culturales y políticos”.
A esta altura de la
evolución resulta inconcebible que no tengamos un acuerdo sobre el relato de la
historia común – algo que tributaría al entendimiento – o que aún estemos
celebrando convenios para reconocer la validez de los títulos universitarios.
Hace 120 años que centroamericanos y sudamericanos estudian en Córdoba, La
Plata o Buenos Aires y todavía no tenemos acordado, en algunos casos, el
reconocimiento de los diplomas. Estamos a contrapelo del mandato de un mundo
que se vertebra en bloques, no tanto para rivalizar, sino para incentivar la
creación de bienes y empleos- que implican educación y formación -, único modo
conocido para desterrar la pobreza.
*Diputado nacional
por UNIR, integrante de Compromiso Federal
www.unirargentina.com.ar