Por José Antonio
Riesco
En estos días los
diarios grandes han difundido opiniones ciertamente ocurrentes pero vertidas en
admirable literatura. De parte de columnistas de ganado prestigio se leyó, por
ejemplo, la proclamación de Sergio Massa, intendente y dictador de Tigre, como
el mejor calificado para ser candidato a Presidente. Otro fue un reconocimiento
inconfundible a la “legitimidad” que ostenta la Sra. Cristina
Fernández por sus triunfos electorales, e incluso dándolo como argumento para
que expulse a su equipo de inservibles y genere una suerte de gran acuerdo
entre los argentinos. Con los opositores y las multitudes del 13-S y sucesivos.
No hay que
sorprenderse. La política suele brindar sorpresas y novedades, de su
laboratorio todo puede surgir. El caso Kirchner no fue único. Pero el
lanzamiento de Massa para una futura conducción del País tiene más de
caprichosa promoción marketinera que de contacto con los hechos. Al menos hasta
este momento. La hipótesis ya desató las furias en el propio frente oficialista
donde el pre-candidato, si es tal, desde hace largo tiempo tiene instaladas sus
posaderas. No hay que descartarlo, pero tampoco inventarlo antes de que sonría.
En cuanto a la “legitimidad”
de la Presidente ,
por sus éxitos electorales, no es justo olvidar que viene reiteradamente
fundada en el ejercicio a pleno del “clientelismo”. O sea, de modo directo o indirecto, en
la compra-venta de votantes y punteros,
algunos con diplomas de intendentes o gobernadores. Para peor, esta conversión
de la democracia en un “toma y daca” con signo monetario, se financia mediante
el uso y abuso de los recursos del Estado. Una curiosa manera de lograr
legitimidad pisando el Código Penal.
Parece más sensato
mirar hacia la realidad y preguntarse sobre cómo van las cosas. El gobierno no
se muestra caído pero sí acorralado. A medida que le ha ido explotando el
fracaso del “modelo” --evidente por la
degradación de las instituciones, el
carácter galopante de la inflación, el déficit financiero y energético y el
aislamiento internacional-- sólo atina a
medidas de salvataje “a la carta”. En especial aquella que llama “blanqueo”
para postergar el ascenso del dólar y, de paso, ofrecerle una salida legal a los
que tienen “bodegas”.
El gobierno no hace
lo que ya no puede. Hace tiempo que quemó las naves con la sociedad –que no son
los aplaudidores ni los corruptos--,
dominado, diría Freud, por la compulsión de ir “por todo”, con más el
notorio vicio del resentimiento y la soberbia. Cuando se ha hecho una mala
guerra muy raramente se logra una buena paz (San Agustín). Le pasó a Napoleón
en sus últimas campañas y a más de un dictador argentino. Alguien dijo,
sabiamente, que en la brega política no se puede retroceder del tiempo y menos
del ridículo.
Tampoco le serviría
releer el último documento de Carta Abierta, uno que lleva la letra del
director de la Biblioteca
y los giros poemáticos del Cuervo. Es tarde para aplaudir la corrupción y
sentirse un revolucionario; los santones de la izquierda no cerraron su ciclo
vital acunados en la riqueza mal habida. En la cárcel donde terminó sus días,
Gramsci no disponía de bóveda; y Marx, otro ejemplo, murió tan pobre como las
ratas que se comieron sus “manuscritos”.
La última trinchera
para el oficialismo –“impunidad no me abandones..!”-- está en la reforma de la Judicatura , y
precisamente a los jueces, los de la base, los del medio y los más altos, les
cabe ahora decidir si son leales a la Constitución o a un “modelo” que se cae a
pedazos. Si harán como el juez Jeffreys, amanuense de Jacobo II que en Londres
de a fines del siglo XVII, fallaba únicamente “para la corona”, o harán de su
sentencia el símbolo de la dignidad nacional.-