Por Oscar Oszlak
Los últimos treinta
años se caracterizaron, en la
Argentina , por una sucesión de diferentes modelos de
organización social. A la matriz Estado-céntrica, típica en el desarrollo del
país durante largos años, siguió el fracaso de la matriz mercado-céntrica
neoliberal y el posterior resurgimiento de la centralidad del Estado. ¿Qué
modelo se afianzará en las próximas décadas frente a las transformaciones que se
producirán en el mundo y a las exigencias de la gestión estatal?
Es probable que en el
futuro se vayan afianzando tendencias hacia una concepción de la organización
social más centrada en la ciudadanía. El "gobierno abierto" se
insinuará como nueva filosofía de la gestión pública. Crecerá la demanda por la
apertura y la participación comunitaria en el ciclo de las políticas estatales.
Quizá se fortalezca el federalismo y se modifique el rol de los distintos
niveles de gobierno. La globalización y la descentralización reducirán el papel
del Estado nacional como proveedor de bienes y servicios, y lo convertirán más
en un órgano de conducción y negociación política, en el marco de bloques
regionales que acentuarán la multipolaridad mundial.
Adaptarse a estas nuevas
y exigentes condiciones requerirá institucionalizar definitivamente el país,
terminar de construir el andamiaje político y organizativo sobre el cual
discutir y decidir nuestras opciones, deponer los enfrentamientos viscerales
que han caracterizado la vida política argentina y crear espacios para la
búsqueda de consensos; en suma, convertir la democracia delegativa en una
deliberativa. Esto supone que los gobiernos que vengan acaben con la
improvisación, con el presente continuo con el que se han conjugado
habitualmente las decisiones políticas, al menos desde que se inició en la Argentina la alternancia
cívico-militar.
DÉFICITS
INSTITUCIONALES
Venimos de medio
siglo de improvisación. En cada área de actuación estatal se observa la
ausencia de políticas de largo plazo o, como solemos decir sólo en Argentina,
de políticas de Estado, sobre el contenido de las políticas sectoriales, que
sucesivos gobiernos se comprometan a sostener porque expresan las preferencias
de la ciudadanía y las coincidencias básicas de las principales fuerzas
políticas.
Con muy pocas
excepciones, prácticamente no existen ni han existido, en las diversas áreas
funcionales del Estado, planes estratégicos que definan con precisión qué debe
hacerse, quién debe hacerlo, con qué recursos y en qué tiempos. Sea en el
ordenamiento ambiental y urbano, en la reforma tributaria, en la transformación
de la matriz energética del país, en la política industrial, de transporte, en
desarrollo social, ciencia y tecnología o profesionalización de la gestión
pública, el desafío de acordar orientaciones y reglas de juego perdurables
sigue pendiente.
Recuperar el futuro
también supone rescatar el pasado, para verificar si se cumplió lo planificado,
si los controles fueron realizados y los resultados fueron evaluados. Éste es
otro flanco débil. Hemos acumulado, una tras otra, instancias y mecanismos de
responsabilización -como contralorías, auditorías, defensorías u oficinas
anticorrupción- sin que haya mejorado la rendición de cuentas ni se hayan institucionalizado
los juicios de responsabilidad, lo cual alienta la improvisación y la opacidad
de la gestión pública.
¿Por qué estos
déficits de capacidad institucional? Parte de la explicación tiene que ver con
la premura por decidir, la renuencia a negociar y los costos que implica montar
las estructuras y sistemas que requiere un proceso de gestión "en tres
tiempos". Pero también se debe a la intención de evitar en lo posible el
control. Si no se explicitan las metas, resultados e indicadores, ni se programan
las acciones que deberían producirlos, nadie podrá verificar si se lograron.
Institucionalizar
implica construir espacios de deliberación y búsqueda de acuerdos que
estabilicen las expectativas de los actores estatales y sociales y permitan
proyectar acciones de largo plazo. Supone la adopción de una perspectiva
estratégica en la gestión pública. Significa incorporar el futuro y el pasado
como dimensiones temporales significativas de las políticas públicas, evitando
que la pura motivación e improvisación prevalezcan sobre la real comprensión de
los fenómenos sobre los que se elige actuar.
Si quienes manden en
los próximos treinta años no tienen proyectos, plataformas u objetivos (salvo
preservarse en el poder), si muestran conductas cortoplacistas, individualistas
o sesgadas en beneficio de intereses espurios, no podrán sino convertirse en
espejo para la sociedad a la que juren servir.