viernes, 13 de diciembre de 2013

SIN ESTADO, LA SOCIEDAD SE ORGANIZA EN LA VIOLENCIA

 LUIS ALBERTO ROMERO 
HISTORIADOR.

En junio de 1955, después del cruento y fallido golpe de la Marina, Perón decidió iniciar el camino de la pacificación política. Anunció que dejaba de ser el jefe de la Revolución Nacional, para convertirse en el presidente de los argentinos. Prescindió de algunos funcionarios conflictivos -como Raúl Apold y Ángel Borlenghi- y le encomendó al ministro de Interior Oscar Albrieu el diálogo con los partidos opositores.

Albrieu -riojano y ex radical- convocó a los dirigentes y les ofreció la Cadena Nacional para que hablaran al país, algo notable después de diez años de cerrojo.

Arturo Frondizi usó un tono firme pero mesurado, pero Alfredo Palacios dijo todo lo que pensaba, y el gobierno decidió no transmitir su discurso, que había sido grabado. El 31 de agosto -iban dos meses de pacificación- Perón convocó al pueblo a la Plaza y pronunció uno de sus discursos más violentos, que incluyó el célebre “cinco por uno”.

Quizás lo había planeado, o simplemente no pudo con su genio.

Cuando Albrieu, sorprendido, ofreció su renuncia, Perón lo invitó a continuar con el dialogo. Lo que siguió es conocido.

Algo de eso parece haber sucedido en el reciente episodio de Córdoba y en los que luego se encadenaron en otras provincias. La enfermedad le permitió a la Presidenta zafar de las consecuencias personales de la derrota electoral e iniciar discretamente una reorientación de su gobierno, que incluyó algo parecido a lo de Perón en 1955. Capitanich, el primer ministro con discurso propio desde Lavagna, convocó a los jefes de gobierno provinciales, incluyendo a los opositores. Con Macri hubo sonrisas, buenas intenciones y hasta el inicio de solución de algunas cuestiones pendientes, con las que el Gobierno venía haciéndole sentir el rigor al gobernante opositor.

¿La Presidenta encaraba un fin de mandato con conciliación y acuerdos? Parece que no, que apenas tomaba un descanso.

Al estallar los saqueos en Córdoba, De la Sota pidió apoyo al gobierno nacional y nadie respondió. Capitanich viajó a Paraguay, luego de afirmar que se trataba de un conflicto exclusivo del gobierno de Córdoba, y como en los viejos tiempos, las voces siempre alineadas reforzaron el argumento.

Quienes conocen los entretelones aseguran que fue una orden de Cristina. Si es así, pateó el tablero, como en agosto de 1955.

Hasta quizá le haya dicho a su jefe de Gabinete que siguiera adelante con el diálogo.

Es probable que transitemos los dos años próximos sin acuerdo político, pero de alguna manera ya estamos acostumbrados.

Lo verdaderamente grave es que también será sin Estado, pues el Gobierno ha demostrado, una vez más, que lo considera apenas un instrumento de la política.

A Perón se le atribuyó una frase que sonaba terrible: “Al enemigo, ni justicia”. Pero al menos tenía un costado alentador: los amigos, la mayoría, gozarían de sus beneficios.

La versión actual es peor: “al enemigo, la justicia”, y a los amigos, el dulce y arbitrario estímulo del poder.

Justicia se ha convertido en sinónimo de represalia o de amenaza. Es lo que hace la AFIP, cuando inspecciona hasta las entretelas de quien critica al Gobierno. Es lo que hizo la Presidenta, a quien la Constitución encomienda garantizar el orden público, cuando con ortodoxia federal se deja a una provincia a merced de los saqueadores.

Quien llenó de gendarmes Santa Cruz y el Gran Buenos Aires consideró que la Capital, Santa Fe o Córdoba debían resolver por las suyas esas cuestiones locales. La “igualdad ante la ley” significa que el Estado debe tratar del mismo modo a todos. Es el fundamento del Estado de Derecho. Hace mucho que nos alejamos de él, y por lo visto en estos episodios, no hay intención sincera de acercarse.

Esto ocurre en un momento del país muy serio, en el que las instituciones y la ley serán imprescindibles para contener y ordenar una sociedad con un ánimo cada vez más intolerante y violento.

Una buena parte de ella -el mundo de la pobreza- vive al margen de la ley, según la fórmula de Carlos Nino, o en la zona “marrón” de la legalidad de Guillermo O’Donnell.

En el mundo de la pobreza -y en otros también-, las acuciantes necesidades de supervivencia y el comportamiento errático de policías y jueces han estimulado la proliferación de grupos con jefaturas de facto -los célebres”poronga”- que garantizan su propia legalidad.

No es la romántica muchedumbre hambrienta, que en un día de furia asaltaba panaderías, colgaba a algún recaudador de impuestos y luego se disolvía. Es un entramado de organizaciones que desborda cualquier marco estatal, con capacidad de acción e intereses que defender.

Algunos viven de la delincuencia y otros, de fondos del Estado. Están organizados, pueden unirse fácilmente, tienen recursos para ejercer la violencia -desde bastones y piedras hasta armamento convencional- y se ejercitan en acciones ocasionales, como los combates entre barras futboleras.

Pero además, treinta años después del “ Nunca Más”, el discurso político circulante -el llamado relato- ha ido recreando las condiciones imaginarias para movilizar la violencia.

Hace nueve años, en referencia a un discurso de Néstor Kirchner, escribí: “palabras que matan”, señalando ese posible crescendo del decir al hacer.

Hoy la violencia está rondando. Muchas comunidades enfrentan en el mundo problemas similares. Las más civilizadas los resuelven con el Estado y la ley. Hay una escala y un ránking de estatalidad, y en este aspecto nuestro país está tan retrasado como en educación.


Clarín, 12-12-13