LUIS ALBERTO
ROMERO
HISTORIADOR.
En junio de 1955, después del cruento y fallido golpe de la Marina, Perón decidió iniciar el camino de la pacificación política. Anunció que
dejaba de ser el jefe de la Revolución Nacional , para convertirse en el
presidente de los argentinos. Prescindió de algunos funcionarios conflictivos
-como Raúl Apold y Ángel Borlenghi- y le encomendó al ministro de Interior
Oscar Albrieu el diálogo con los partidos opositores.
Albrieu -riojano y ex
radical- convocó a los dirigentes y les ofreció la Cadena Nacional
para que hablaran al país, algo notable después de diez años de cerrojo.
Arturo Frondizi usó
un tono firme pero mesurado, pero Alfredo Palacios dijo todo lo que pensaba, y
el gobierno decidió no transmitir su discurso, que había sido grabado. El 31 de
agosto -iban dos meses de pacificación- Perón convocó al pueblo a la Plaza y pronunció uno de sus
discursos más violentos, que incluyó el célebre “cinco por uno”.
Quizás lo había
planeado, o simplemente no pudo con su genio.
Cuando Albrieu,
sorprendido, ofreció su renuncia, Perón lo invitó a continuar con el dialogo.
Lo que siguió es conocido.
Algo de eso parece
haber sucedido en el reciente episodio de Córdoba y en los que luego se
encadenaron en otras provincias. La enfermedad le permitió a la Presidenta zafar de las
consecuencias personales de la derrota electoral e iniciar discretamente una
reorientación de su gobierno, que incluyó algo parecido a lo de Perón en 1955.
Capitanich, el primer ministro con discurso propio desde Lavagna, convocó a los
jefes de gobierno provinciales, incluyendo a los opositores. Con Macri hubo
sonrisas, buenas intenciones y hasta el inicio de solución de algunas
cuestiones pendientes, con las que el Gobierno venía haciéndole sentir el rigor
al gobernante opositor.
¿La Presidenta encaraba un
fin de mandato con conciliación y acuerdos? Parece que no, que apenas tomaba un
descanso.
Al estallar los
saqueos en Córdoba, De la Sota
pidió apoyo al gobierno nacional y nadie respondió. Capitanich viajó a
Paraguay, luego de afirmar que se trataba de un conflicto exclusivo del
gobierno de Córdoba, y como en los viejos tiempos, las voces siempre alineadas
reforzaron el argumento.
Quienes conocen los
entretelones aseguran que fue una orden de Cristina. Si es así, pateó el
tablero, como en agosto de 1955.
Hasta quizá le haya
dicho a su jefe de Gabinete que siguiera adelante con el diálogo.
Es probable que
transitemos los dos años próximos sin acuerdo político, pero de alguna manera
ya estamos acostumbrados.
Lo verdaderamente
grave es que también será sin Estado, pues el Gobierno ha demostrado, una vez
más, que lo considera apenas un instrumento de la política.
A Perón se le
atribuyó una frase que sonaba terrible: “Al enemigo, ni justicia”. Pero al
menos tenía un costado alentador: los amigos, la mayoría, gozarían de sus
beneficios.
La versión actual es
peor: “al enemigo, la justicia”, y a los amigos, el dulce y arbitrario estímulo
del poder.
Justicia se ha
convertido en sinónimo de represalia o de amenaza. Es lo que hace la AFIP , cuando inspecciona
hasta las entretelas de quien critica al Gobierno. Es lo que hizo la Presidenta , a quien la Constitución
encomienda garantizar el orden público, cuando con ortodoxia federal se deja a
una provincia a merced de los saqueadores.
Quien llenó de
gendarmes Santa Cruz y el Gran Buenos Aires consideró que la Capital , Santa Fe o
Córdoba debían resolver por las suyas esas cuestiones locales. La “igualdad
ante la ley” significa que el Estado debe tratar del mismo modo a todos. Es el fundamento
del Estado de Derecho. Hace mucho que nos alejamos de él, y por lo visto en
estos episodios, no hay intención sincera de acercarse.
Esto ocurre en un
momento del país muy serio, en el que las instituciones y la ley serán
imprescindibles para contener y ordenar una sociedad con un ánimo cada vez más
intolerante y violento.
Una buena parte de
ella -el mundo de la pobreza- vive al margen de la ley, según la fórmula de
Carlos Nino, o en la zona “marrón” de la legalidad de Guillermo O’Donnell.
En el mundo de la
pobreza -y en otros también-, las acuciantes necesidades de supervivencia y el
comportamiento errático de policías y jueces han estimulado la proliferación de
grupos con jefaturas de facto -los célebres”poronga”- que garantizan su propia
legalidad.
No es la romántica
muchedumbre hambrienta, que en un día de furia asaltaba panaderías, colgaba a
algún recaudador de impuestos y luego se disolvía. Es un entramado de
organizaciones que desborda cualquier marco estatal, con capacidad de acción e
intereses que defender.
Algunos viven de la
delincuencia y otros, de fondos del Estado. Están organizados, pueden unirse
fácilmente, tienen recursos para ejercer la violencia -desde bastones y piedras
hasta armamento convencional- y se ejercitan en acciones ocasionales, como los
combates entre barras futboleras.
Pero además, treinta
años después del “ Nunca Más”, el discurso político circulante -el llamado
relato- ha ido recreando las condiciones imaginarias para movilizar la
violencia.
Hace nueve años, en
referencia a un discurso de Néstor Kirchner, escribí: “palabras que matan”,
señalando ese posible crescendo del decir al hacer.
Hoy la violencia está
rondando. Muchas comunidades enfrentan en el mundo problemas similares. Las más
civilizadas los resuelven con el Estado y la ley. Hay una escala y un ránking
de estatalidad, y en este aspecto nuestro país está tan retrasado como en
educación.
Clarín, 12-12-13