EL
COMPROMISO DE LOS CATÓLICOS EN LA VIDA PÚBLICA
Y
EN LA REGENERACIÓN
ÉTICA
Mons.
D. Fernando Sebastián Aguilar
Obispo
Emérito de Pamplona y Tudela
Expresidente
de la Fundación Pablo
VI
11
de Septiembre de 2013
XXI
Curso de Doctrina Social de la
Iglesia
Fundación
Pablo VI
Introducción
En pocos lugares de
España se puede hablar del compromiso de los católicos en la vida pública, como
en esta Casa. El Fundador, D. Angel Herrera Oria, dedicó su vida a difundir
este convencimiento en la
Iglesia de España y trató de vivirlo activamente en las
diferentes etapas de su vida. Esta fue sin duda una de sus preocupaciones
dominantes tanto en su vida secular como en sus años de ministerio episcopal.
Resulta tentador
entrar ahora en un recorrido histórico para recuperar la memoria de lo que
fueron las páginas de El Debate durante
los años de la II ª
República, o los trabajos y actividades de la CEDA durante aquellos años. Todo ello representa
un ejemplo, no exclusivo pero sí significativo, de lo que pueden aportar los
católicos a la vida pública.
Pero no es hora de
recrearse en los recuerdos, sino más bien hora de clarificar nuestras ideas y
crear proyectos a la vez realistas e innovadores.
Clarificaciones
doctrinales
No se puede hablar
claramente del compromiso político de los católicos sin aclarar antes unas
cuantas cuestiones doctrinales. En España se ha impuesto un laicismo radical
que excluye la influencia de las convicciones religiosas en la vida pública. La
abstención de cualquier referencia religiosa se considera indispensable para
guardar la pureza democrática de cualquier actuación política. Si esto fuera
así no tendría sentido hablar del compromiso específico de los católicos en la
vida pública ni se podría precisar ninguna aportación de los políticos
católicos a la regeneración ética de la vida política. Para poder decir sobre
este asunto una palabra de provecho tenemos que romper el cerco que nos tiene
puesto el poder del laicismo dominante y contaminante.
Porque cuando
hablamos del compromiso de los católicos en la vida pública, nos referimos a un
compromiso específico, un compromiso que proviene de la condición de católico,
propio de los católicos y que supone además una influencia de la fe católica en
la actuación y en las aportaciones de los cristianos a la vida pública.
Podríamos apoyar
nuestro punto de vista aduciendo testimonios del magisterio de la Iglesia y de los últimos
Papas. Los hay muy abundantes. Las enseñanzas del C. Vaticano II, sobre la
vocación cristiana, el apostolado
seglar, los excelentes capítulos de la Constitución Gaudium
et Spes, sobre la cultura y la vida política. Podriamos aducir las enseñanzas
constantes de los Papas, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI,
Papa Francisco en Lumen Dei. En algunos escritos importantes de los Obispos
españoles, como Católicos en la vida
pública.
No lo vamos a hacer
así. Este procedimiento, en el mejor de los casos, podría valer al interior de la Iglesia ; pero si nos
proponemos hablar con los no católicos y aun con muchos que se consideran
católicos, no vale de nada esgrimir las enseñanzas de los Papas, pues su
autoridad no es reconocida en estas
materias y sí radicalmente impugnada. Tenemos, pues, que aducir razones
aceptables por todos y fácilmente comprensibles.
En esta perspectiva
podemos decir que el compromiso de los católicos en la vida pública es posible,
legítimo, obligatorio y necesario.
Posible. Porque la fe
en Dios y en Jesucristo ilumina nuestra mente con conocimientos decisivos sobre
el ser del hombre que condicionan y enriquecen la visión de la sociedad y de la
convivencia humana. El valor absoluto de la persona humana, la igualdad de
todos los hombres, la condición espiritual de las personas, son datos que la
revelación de Dios en Jesucristo nos descubre o nos confirma y que tienen
repercusiones importantes en la comprensión y el ordenamiento de la vida social
y política.
Legítimo. Primero
porque la luz de la fe no deforma la realidad ni nos saca de la esfera humana,
sino que nos la ilumina, nos la acerca, nos la descubre en su ser completo y
verdadero. Y en segundo lugar, Porque la atención a las luces de la fe y los
mandatos de la conciencia cristiana por parte de los políticos cristianos no
supone la injerencia de ninguna autoridad ni de ninguna institución ajena al
puro ordenamiento político. La influencia de la fe en la actuación pública de
los cristianos se hace presente a partir de la conciencia y de las
determinaciones de los mismos cristianos que intervienen en la vida pública,
sin interferencias de las autoridades ni de las instituciones eclesiásticas de
ningún género.
Obligatorio. Por la
unidad radical de la persona. El político cristiano no puede prescindir de su
conciencia ni de sus convicciones religiosas en el momento de valorar una
situación o de tomar unas decisiones, sin traicionarse a sí mismo y traicionar
su propia fe, que es lo mismo que traicionar a aquel en quien creemos. Para el
creyente no es posible la abstención religiosa, la suspensión de su fe en sus
compromisos sociales y políticos. Ser cristiano es creer en el amor como forma
universal de vida, la fidelidad a esta convicción nos obliga a todos a
colaborar con el bien universal del prójimo en general.
Necesario. La
conciencia del hombre es irremediablemente limitada y débil a la hora de
descubrir y cumplir las exigencias de la justicia. Los hombres necesitamos una
sanación interior para aceptar de forma clara y eficaz los derechos de los
demás cuando suponen limitación o corrección de nuestras propias apetencias. En
este sentido, la presencia y la influencia de la vida teologal en quienes
intervienen en la vida pública de una sociedad es necesaria para el bien de
todos, como garantía de la verdad, la justicia y la diligencia de las mil relaciones
e interdependencias que constituyen la vida social. Sin el reconocimiento y la
ayuda de Dios es hombre se pervierte sin remedio, y las perversiones interiores
del hombre repercuten también en sus actuaciones públicas. La sociedad necesita
la acción purificadora y sanante, el estímulo y el impulso de la vida teologal
de los hombres justos. La presencia de los cristianos en la vida pública
tendría que ser iluminación y justicia, defensa contra los errores posibles y
garantía contra las inevitables corrupciones, a favor de todos. Una riqueza y
un bien para la sociedad entera.
Es evidente que
cuando afirmamos la necesidad y el provecho de la presencia de los católicos en
la vida pública no pretendo atribuir a los cristianos unos valores exclusivos que los demás no
puedan tener, ni tampoco unos valores infalibles que los cristianos no puedan
traicionar. Los no cristianos pueden y
deben buscar sinceramente la justicia, pero la vida cristiana aporta al
creyente un plus de clarividencia y de fortaleza que no tendría sin la riqueza
de su vida teologal. Como es también evidente que el cristiano puede descuidar
o traicionar su conciencia y actuar en la práctica peor que un colega no
creyente o no practicante. Pero hablamos de conductas concretas sino de lo que
las cosas son en sí mismas, no de lo que son sino de lo que tendrían que ser
nuestros comportamientos.
Como complemento y
aclaración necesaria de esta primera
parte quiero decir que
1º, No hay una
política católica, homogénea, obligatoria, Porque en la elaboración del juicio
práctico que rige la vida política no entran solo los principios morales
comunes y obligatorios, sino la valoración de muchas realidades diferentes,
mudables, opinables, cuya mediación puede dar lugar a decisiones diferentes
aunque reconozcan la influencia de unos mismos principios. Con los mismos
principios morales puede haber formas diferentes de interpretar una situación
determinada o de conseguir unos mismos objetivos.
2º, La inspiración
cristiana de la política no se opone a ningún valor democrático sino que
fortalece el respeto y la tutela de todos los derechos humanos, La norma
suprema del obrar humano es el amor, amor gratuito, universal, efectivo; este
amor ejercitado en el ámbito de la vida política se concreta en la justicia, en
el servicio efectivo a la libertad y promoción de todas las personas en un
contexto de compatibilidad, integridad y gratuidad. El ejercicio de la
autoridad, entendida como servicio a la comunidad, no puede definirse por las
ideas o las preferencias del gobernante, sino por las necesidades de los
gobernados, por el bien de las personas y de las familias, en cada lugar, en
cada momento, en cada circunstancia concreta.
En la sociedad
española
No es fácil
explicar estos principios en el ambiente
de la sociedad española. Somos poco amigos de abstracciones y tendemos a
entender las cosas a partir de la experiencia. Tenemos que reconocer que
nuestra experiencia en estas materias no ha sido muy feliz. Pesan sobre
nosotros no cuarenta años, sino muchos siglos de “nacionalcatolicismo”, en los
que la conciencia cristiana de los gobernantes ha sido legitimación del
autoritarismo y privación de la libertad de conciencia y de actuación de los
ciudadanos no cristianos. Y por el lado cristiano el liberalismo y la modernidad
se han confundido con un laicismo radical, impositivo, y en algunos casos
excluyente y hasta persecutorio. Los españoles, sin olvidar nuestra historia,
para corregirla y superarla tenemos que hacer el esfuerzo de pensar y programar
nuestro futuro en verdadera libertad, con un gran esfuerzo de objetividad, sin
dejarnos dominar por los escarmientos del pasado.
Hoy no nos vale ni la
uniformidad del viejo régimen, ni el sectarismo de la segunda república, ni el
odio destructivo de los movimientos revolucionarios, ni el neo confesionalismo
franquista, ni el laicismo condescendiente de la derecha liberal, ni el
laicismo excluyente y represivo de nuestra izquierda socialista y radical.
Todas ellas son posturas condicionadas por las experiencias pasadas, todas son
actitudes parciales, desmesuradas, incapaces de fundar una convivencia
verdadera y por tanto incapaces de fundamentar una sociedad sólida, justa y
dinámica.
Aportaciones
actuales, posibles y necesarias
Sin embargo, sí es
posible imaginar una política orientada o fecundada por la fe cristiana, sí es
posible pensar en unas cuantas aportaciones importantes de la mentalidad
cristiana a nuestra vida política actual, sin caer en nostalgias, ni en clericalismos,
ni en adulteraciones de ninguna clase. Veamos.
Una visión cristiana
de la vida política tiene que comenzar por ser una visión realista de nuestra
sociedad, de nuestra historia, de nuestra convivencia. Una visión cristiana de
la realidad quiere decir unas visión objetiva, respetuosa, comprensiva y
comprehensiva, sin falsificaciones, sin omisiones ni exaltaciones, sin
particularismos ni menosprecios. Todos
los miembros, todas las regiones, todos los ciudadanos que formamos la sociedad
española somos básicamente iguales, todos dependemos de todos, tenemos una
historia y un patrimonio cultural común, las coincidencias son más que las
diferencias, no hay razones objetivas
para las divisiones ni las exclusiones ni las exaltaciones de ninguna clase.
Hoy en España es
importante que recuperemos el respeto a la primacía del orden moral objetivo y
de la recta conciencia también en la vida social y política. La política,
cualquier actuación en la vida pública, es un acto humano, consciente y libre,
que repercute, a veces gravemente, en el bien o en el mal del prójimo. Cómo
esta clase de actuaciones no va a estar sometida al imperativo moral de “hacer
el bien y evitar el mal”? Los políticos no pueden actuar en función de sus
propias conveniencias, ni de las conveniencias de su partido, ni de
consideraciones electoralistas, el ejercicio de la autoridad es siempre una
actividad moral, regida por la primacía de la verdad y de la justicia, que en
el caso de la política se concreta en el
bien común, en la atención a los legítimos derechos de los ciudadanos, sin
preferencias ni exclusiones de ninguna clase. El respeto a las exigencias
objetivas de una actuación moral no es sólo una cuestión de responsabilidad
social, sino que es también una cuestión de responsabilidad moral y religiosa,
de la cual cada hombre tendrá que dar cuenta ante el juicio de Dios. También en
política, también en lo público.
El ejercicio moral y
justo de la autoridad supondría la eliminación de la corrupción, de la mentira,
del robo, de las presiones sobre la justicia, de la discriminación ni a favor
ni en contra de nadie, a favor del respeto absoluto a la verdad,
la justicia, la generosidad
y la seguridad de todos y para todos.
Un planteamiento
cristiano de la política supondría también el respeto y la protección de los
valores morales inherentes al bien integral de la persona, la recuperación y el
respeto al bien del ser humano en su integridad material y espiritual, el
respeto a lo que se llamaba ley natural, o exigencias morales del bien integral
de la persona, el respeto y la protección de la vida humana desde su concepción
hasta su muerte natural, el respeto y protección a la familia fundada en un
matrimonio estable entre varón y mujer, el derecho a la sanidad, a la educación
y a la cultura, a la libertad. No sólo el fraude económico es malo para el
hombre y para la sociedad, sino también las carencias o las deformaciones
morales de la convivencia.
Y no vale esconderse
en la nube del escepticismo o del relativismo, refugiándose en la pretendida
imposibilidad de conocer o de distinguir el bien del mal. Es bueno lo que ayuda
a ser, a vivir, a crecer en el orden de lo real; y es malo lo que niega,
destruye o reprime el ser de la persona, lo que la persona es y lo que puede
llegar a ser, en comunión de amor con todos los demás.
Visión y valoración
de la persona, de todas las personas, en su integridad radical, sin reducirlas
a su condición de ciudadano, de
consumidor, o de votante. Habría
que reconocer efectivamente el bien integral de las personas como fin verdadero
de todo el sistema político. Como justificación moral de las decisiones y
actuaciones políticas. Sin partidismos, sin oportunismos, sin imposiciones
ideológicas de ninguna clase. La atención preferencial a los más débiles y necesitados,
el acceso de todos a los bienes materiales y culturales, el apoyo al
crecimiento y desarrollo de las personas en sus aspiraciones legítimas, se ve
fundamentado y urgido por la fe cristiana. No podemos confundir una política
cristiana con una política conservadora o de derechas. Conservar lo que no es
justo no es cristiano.
La fe cristiana
tendría que dar lugar a una serie de actitudes personales directamente
derivadas de la justicia interior, tales como la sinceridad, la diligencia, la abnegación, la
generosidad, El hombre, en su vida
pública, tiene que mantener también un comportamiento virtuoso, justo,
coherente con el amor al prójimo asumido como norma fundamental de la vida en
su integridad, en lo privado y en público, en lo personal y en lo comunitario.
La presencia
coherente de los católicos en las diversas instituciones de la vida pública
tendría que favorecer el acercamiento y el diálogo leal entre ellas, la
colaboración de unas con otras a favor de objetivos comunes, el saneamiento de
la opinión pública, el respeto y la aceptación de todos dentro del marco de los
intereses comunes, la revisión y el perfeccionamiento constante de las
instituciones y de los procedimientos a favor del bien común. La fe desemboca
en el amor, y el amor, la caridad política es fuente de dinamismo, de mejoras
constantes, de convergencias y sinergias que no se pueden producir cuando las
motivaciones de la política son el egoísmo personal o partidista.
Un corolario
arriesgado
Llegados aquí
podríamos preguntarnos si hoy en España sería conveniente la existencia de un
partido confesional. Un partido cristiano.
Para responder es
preciso precisar antes el sentido de lo que preguntamos.
Si entendemos por
“partido cristiano” un partido que pretenda presentarse como el intérprete
único y obligatorio de la posible política cristiana, o de la posible
influencia cristiana en la vida política, tenemos que decir clara y firmemente
que no, no es conveniente, ni sería tampoco legítimo.
Pero si decimos un
partido o una asociación desde la cual puedan actuar los cristianos en la vida
política de acuerdo con las exigencias de una conciencia cristiana de manera
organizada y efectiva, es evidente que sí es posible. Tal institución sería
doctrinalmente correcta, políticamente legítima. Otra cosa es si sería
políticamente oportuna y viable. Quede como una cuestión abierta. Puede ser que
en estos momentos no lo fuese, pero tal situación no es un adelanto sino
seguramente una deficiencia democrática.
Conclusión
Quiero terminar con
unas hermosas palabras de la reciente encíclica sobre la fe del Papa Francisco.
En el cap. IV dedicado a la construcción de la ciudad terrestre, el Papa dice
51. Precisamente por
su conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la luz de la fe se pone al servicio
concreto de la justicia, del derecho y de la paz.
La fe nace del
encuentro con el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el sentido y
la bondad de nuestra vida, que es iluminada en la medida en que entra en el
dinamismo desplegado por este amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio
hacia la plenitud del amor.
La luz de la fe
permite valorar la riqueza de las relaciones humanas, su capacidad de
mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida común.
La fe no aparta del
mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo.
Sin un amor fiable,
nada podría mantener verdaderamente unidos a los hombres. La unidad entre ellos
se podría concebir sólo como fundada en la utilidad, en la suma de intereses,
en el miedo, pero no en la bondad de vivir juntos, ni en la alegría que la sola
presencia del otro puede suscitar.
La fe permite
comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su
fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor, y así ilumina el
arte de la edificación, contribuyendo al bien común.
Sí, la fe es un bien
para todos, es un bien común; su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve
únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a
edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza.
Las manos de la fe se
alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida
sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios”.
La gran aportación de
los católicos a la vida pública consiste en edificar poco a poco una sociedad,
desarrollar una convivencia que esté inspirada en un amor universal y
verdadero, ese amor que viene de Dios y hace al hombre justo, el amor que nos
libera del egoísmo y nos pone al servicio de la vida, del crecimiento y de la
alegría de nuestro prójimo.