CARLOS MARTÍNEZ-CAVA
El Manifiesto, 20 de
febrero de 201
“¡Que no. Que no nos
representan!”
“¡El pueblo, unido,
avanza sin partido!”
(Movimiento 15-M)
Pocos se han parado a
analizar qué latía bajo aquellas protestas que llenaron la Puerta del Sol en
concentraciones sin precedentes en los casi cuarenta años transcurridos desde
la desaparición del régimen del General Franco.
Para muchos, con sus
ópticas de partido, aquello era manipulación contra el entonces partido en el
poder para desbancar en la calle lo que no se podía desde las urnas. Para
otros, en una perspectiva de cierta pedantería intelectual, se reproducían
comportamientos propios de los preludios de la Revolución francesa. Y
para unos cuantos, aquello se convirtió en la oportunidad para ideologizar
desde un extremo lo que era, desde el inicio, una explosión y muestra de la
parálisis de todo un sistema.
Se llegó incluso a
comparar a los manifestantes de Sol con los camisas negras de Mussolini en ese
alarde que tiene el ultraliberalismo cuando ve que el individuo deja de serlo
para formarse voluntariamente como Comunidad Política.
Pero, pasados los
fastos de aquellas concentraciones y diluido en puro asamblearismo estéril
aquel movimiento, cabe preguntarse si el cuestionamiento de la democracia con
partidos contiene puntos de razón para transformarlo en una auténtica
plataforma de acción regeneradora de España.
Decía Alain de
Benoist que “liberalismo y democracia no son sinónimos. La democracia como
“cracia” es una forma de poder político, mientras que el liberalismo es una
ideología para la limitación de todo poder político. La democracia está basada
en la SOBERANIA
POPULAR ; el liberalismo en los derechos del individuo. La
democracia liberal representativa implica la delegación de soberanía, lo que
estrictamente equivale —como Rousseau se dio cuenta— a la abdicación del poder
del pueblo. En un sistema representativo, el pueblo elige a sus representantes,
los cuales gobiernan por sí mismos; el electorado legitima un poder que yace,
exclusivamente, en manos de los representantes. En un verdadero sistema de
soberanía popular, los candidatos votados sólo expresan la voluntad del pueblo
y la nación; no la representan.
La democracia, tal y
como la contemplamos expresada en España —y en Europa— ha muerto víctima del
mercantilismo.
La banalización de la
democracia y su transformación en algo superficial y mercantil que ha
secuestrado el poder de las personas se evidencia —como bien enuncia Antoni
Aguiló— en estas manifestaciones:
1) La financiación de
los partidos políticos y de las campañas publicitarias y electorales por
empresas privadas, hecho que convierte a los partidos en lacayos del poder
económico.
2) La compraventa de
votos con dinero público o privado (una de las formas más flagrantes de
corrupción y mercantilización) y otras prácticas clientelares afines.
3) La transformación
de la política en un espectáculo de masas de ínfima calidad, observable en fenómenos
como la teatralización (al estilo de Berlusconi) y la patetización de la
democracia parlamentaria (el “que se jodan” de la diputada Andrea Fabra,
gritado en el Congreso al aprobar los recortes en las prestaciones de
desempleo, es un ejemplo elocuente, pero no el único).
4) La desposesión de
derechos económicos y sociales de los ciudadanos, lo que recorta el campo de la
democracia social y económica y lo limita a la democracia política (voto y
representación).
5) El vaciamiento de
la esfera pública como espacio de deliberación y acción cívico-política, que
pasa a ser comprendida como un espacio privado de consumidores que utilizan los
medios públicos para satisfacer y proteger sus intereses particulares.
Deliberar y decidir en común proyectos de sociedad son cuestiones secundarias
en la esfera pública de mercado, que promueve una ciudadanía despolitizada y
articulada sobre el deseo de acumular y consumir.
6) La privatización
de la democracia representativa. ¿Se imaginan acudir a las urnas y que en las
papeletas electorales en lugar de partidos políticos aparecieran instituciones
financieras y empresas multinacionales como candidatas a representantes? Pues
no se lo imaginen porque ya ocurre de alguna manera. La privatización de la
democracia se traduce en dos procesos.
El primero es su transformación en un
nido de intereses privados encubiertos por un simulacro electoral en el que los
votantes refrendan políticas impuestas por una élite minoritaria y en su
beneficio.
El segundo es la banalización del voto: la pérdida de la capacidad
real de elegir de la ciudadanía. La influencia del poder económico sobre la
política es tan grande que el derecho a voto termina siendo el derecho a elegir
los representantes específicos de la clase dominante que nos “representarán” y
oprimirán en el Parlamento a través de partidos-marioneta.
¿Cómo realizar por
tanto la transición de la democracia de partidos a la democracia soberana?
Arthur Moeller van
den Bruck [uno de los teóricos de la Revolución conservadora alemana. N. de la R.] afirmaba que “la
democracia es la participación de un pueblo en su propio destino”. Pero… ¿cómo
hacerlo posible?
Sin duda, la
existencia de partidos políticos cuestiona —y mucho— esa posibilidad soberana.
En el fondo (y no tan en el fondo) estos partidos no son sino meros carteles
electorales del capitalismo donde se captan políticos profesionales que sirvan
intereses particulares. No en vano los medios de comunicación han actuado como
instrumento de manipulación masiva. No en vano la corrupción institucionalizada
en medio de un sistema ya cerrado por una Ley electoral injusta y
antidemocrática actúa como plataforma de sobornos, favores, donaciones
ilegales, comisiones y todo un infierno que, de cuando en cuando, aflora en
titulares de cierta prensa no domesticada.
No iba descaminado
Karl Marx cuando definía a esa clase política privilegiada como “cuadrillas de
especuladores políticos que alternativamente se posesionan del poder estatal y
lo explotan por los medios y para los fines más corrompidos”, convirtiendo los
Parlamentos —como dice Antoni Aguiló— en comités de empresa donde la
representación política es un servicio al alcance de quienes tienen medios para
pagarlo; una clase que vive a costa de una democracia plutocrática globalizada,
sin participación social, de sujetos apáticos e individualistas, represiva,
privadora de derechos, sin redistribución social, anclada en el discurso de la
falta de alternativas, supeditada al mercado y saturada de corrupción.
Hay otras formas de
representación política que pasan por la complementariedad y la articulación
entre diferentes formatos organizativos.
La pregunta obscena
que nadie se atreve a formular es: si aceptamos el ejercicio de la
representación mediante una estructura parlamentaria, ¿por qué los partidos
ostentan el monopolio de la representación? ¿Por qué no pueden postularse a
cargos electivos candidatos de movimientos sociales?
Una democracia
soberana, según el concepto elaborado por Vyacheslav Surkov, es aquella que une
indisolublemente estos dos conceptos políticos: SOBERANIA y DEMOCRACIA. No
puede existir una sin la otra. Así, esta noción no reclama tan solo el control
sobre las organizaciones controladas desde el exterior, sino también sobre las
empresas cuya actividad económica tiene un impacto directo sobre el contexto de
la puesta en marcha o de la concepción de las opciones políticas.
Conceptos como el mandato imperativo, la rendición de
cuentas, la transparencia de los procedimientos, la revocabilidad de los cargos
públicos o la rotación de cargos y funciones han de retornar a un primer plano.
El sufragio universal —como recuerda de nuevo Alain de Benoist— no agota las
posibilidades de la democracia: existe más ciudadanía que la que simplemente
ejerce su voto.
Por más que muchos,
de uno y otro lado del espectro político, se empeñen, hay conceptos que están
retornado al escenario de la política: La nación, la soberanía nacional y el
Estado.
Un apasionante tiempo
llega.