por CARLOS DANIEL
LASA
• MAYO 8, 2014
Es bastante trillado
el discurso político de nuestros dirigentes tendiente a poner en evidencia la
imperiosa necesidad de defender y promover un sistema republicano. Cabe
preguntarse, sin embargo, si esto será suficiente para salir de la anomia, de
la venalidad de la justicia, de la indecencia y de la decadencia espiritual que
vive la Argentina
de hoy.
Para responder a esta
cuestión debemos advertir, en primer lugar, que la existencia del estado
constitucional democrático ha sido un producto de la civilización y de la
cultura, y no un aerolito caído del cielo de una vez y para siempre. Este
estado da muestras de un tipo histórico de realización de la naturaleza humana
el cual, en consecuencia, es poseedor de una racionalidad moral que le es
propia.
En efecto, el estado
constitucional democrático posee un ethos fundante propio por cuanto se
presenta como un orden de paz, libertad y justicia. Él existe, precisamente,
para realizar en la ciudad estos valores. La opción en favor del estado
constitucional democrático es el resultado de una asunción previa de valores,
cuales son las mencionadas paz, libertad y justicia, que son partes integrantes
y fundamentales del bien común político de la polis.
Señala Martin
Rhonheimer que la elección de este tipo de estado “… también implica el
reconocimiento de que el estado constitucional democrático vive de presupuestos
que él mismo no ha creado, sino simplemente realizado de un modo practicable y
realizable: los derechos del hombre, como expresión de la dignidad humana…”[1].
Y añade: “La cultura política del estado constitucional democrático vive, por
lo tanto, de presupuestos que él mismo ni siquiera está en condiciones de
garantizar con sus medios institucionales, políticos, jurídicos y
económicos”[2]; y como es sabido que el hábito no hace al monje, tampoco son
las instituciones las que realizan y garantizan de suyo la paz, la libertad y
la justicia.
Pero entonces, ¿cómo
pueden las instituciones de una República compensar la corrupción de una
sociedad? Estoy pensando, obviamente, en nuestro país. La sola existencia de
las instituciones republicanas no basta sino que es preciso, siempre, contar
con los hombres que le otorguen el alma que las vivifique, que las haga existir
verdaderamente. Estas instituciones se fundarán y vehiculizarán valores sólo si
los hombres que las han creado, y que quieran mantenerlas vivas, han asumido y
practicado esos valores. El hombre del estado constitucional democrático no
puede mantener neutralidad respecto de los valores que sostienen a las
instituciones republicanas.
¿Cómo podemos
pretender, entonces, la existencia de instituciones republicanas fundadas en un
hombre que ha hecho del relativismo cultural más extremo su bandera? Cuando un
republicano respeta la pluralidad ética en cuanto manifestación de la libertad,
por ejemplo, está suponiendo la existencia de un perfil antropológico bien
definido, una verdad sobre el hombre.
Lo dicho
precedentemente nos permite aseverar que la Argentina no será jamás
republicana si detrás de la
República no existe un ethos cultural ciudadano que haya
incorporado valores como la paz, a la libertad y a la justicia. El domingo
próximo pasado Jorge Lanata sostenía, y con entera razón, que la violencia que la Argentina vivía se
imponía desde arriba hacia abajo, desde el mismo poder político hacia los
ciudadanos. Sin embargo, no advertía que también el lenguaje y la propuesta de
los mismos medios de comunicación son transmisores de un ethos violento. La
misma divisa de su programa, el fuck you, es una confirmación de esto.
Nuestros dirigentes
deben entender que una cultura política basada sobre los derechos del hombre y
organizada democráticamente no es impuesta por una élite de dirigentes sino que
la misma presupone el consenso de la sociedad la cual encarna, en la vida
cotidiana, los valores que dan vida al sistema democrático.
Ahora bien, cuando la
sociedad no está centrada en estos valores, resulta imposible sostener una
República, excepto, claro está, en un plano meramente formal y discursivo.
Existen en la Argentina
tres poderes, formalmente hablando, aunque en la práctica, la justicia casi
siempre responde al poder de turno, y el poder legislativo casi siempre también
expresa la voz del caudillo de turno.
Existen, pues, las
instituciones republicanas… aunque sin vida alguna. Y de esta situación no se
sale otorgando a la historia un papel salvífico, como si la historia tuviera
una lógica completamente autónoma respecto de las decisiones de los hombres. Y
digo esto porque el senador radical Ernesto Sanz señala que estamos asistiendo
a un final de ciclo. En realidad, el final de ciclo sólo se producirá cuando el
pueblo argentino y sus dirigentes encarnen los valores fundamentales sobre los
cuales debe asentarse el sistema democrático. Un fin de ciclo no es cambiar las
figuritas gubernativas por otras que seguirán conduciéndose de acuerdo a una
lógica totalmente alejada de los valores de libertad, de la paz de la justicia
–y, añadiría, de la verdad–: un nuevo ciclo se alumbrará cuando cada argentino
haya decidido fundar su vida individual y colectiva sobre los referidos
valores.
¿Cómo podrá ser
posible esta realidad cuando la educación actual es generadora de un absoluto
relativismo? Advertía, hace ya tiempo y con entera razón, Francis Fukuyama: «El
relativismo no es una arma que pueda apuntarse selectivamente a los enemigos
que se escojan. El relativismo, la doctrina que mantiene que todos los valores
son meramente relativos y que ataca todas las “perspectivas privilegiadas”, ha
de terminar socavando también los valores democráticos…»[3].
Por lo tanto, el
senador Sanz, más allá de su recta intención, la cual valoramos y no ponemos en
duda, debiera ocuparse con todas sus fuerzas en crear las condiciones
necesarias para que el ciclo auténticamente republicano, fundado sobre los
valores que lo hacen plenamente vital, se convierta en una auténtica realidad.
No resulta suficiente
luchar sólo por la existencia de las instituciones republicanas: se trata,
fundamentalmente, de trabajar en orden a la formación de un ethos republicano
que sea plenamente consciente que resulta imposible afirmar la inalienabilidad
de los derechos y la dignidad de las personas humanas desde una cultura que ha
perdido el sentido de la verdad.
Notas
[1] Martin Rhonheimer. “Perché una filosofia politica? Elementi storici per
una risposta”. En Acta Philosophica,
vol. 1 (1992), fasc. 2, p. 255.
[2] Ibidem, p. 255.
[3] Francis Fukuyama.
El fin de la Historia
y el último hombre. Bs. As, Planeta, 1992, p. 440.