Por Rodolfo Terragno.
No sólo fue, junto a
Lula, cofundador del Partido dos Trabalhadores (PT): el partido que gobierna
Brasil desde hace trece años. No sólo fue presidente del PT durante siete de
esos años. No sólo fue el artífice de la estrategia que llevó a Luiz Inácio
Lula da Silva al gobierno. Cuando ambos llegaron al Palacio de Planalto, Dirceu
se hizo jefe de Gabinete de la Presidencia de la República y fue, a partir de
ese momento, el omnipotente número dos del Brasil.
Una de sus tareas era
armar alianzas en el Congreso, donde el oficialismo no tenía mayoría. Él era
dueño de la habilidad, el oficio y la capacidad de persuasión que se
necesitaban para tal ejercicio. Pero encontró un método más cómodo y (acaso)
más seguro: “alquilar” diputados opositores, que gracias a una generosa
“mensualidad” pasaron a formar una “bancada aliada ”. Creyó que los
“asalariados” practicarían, en su propio beneficio, la ley del silencio: como
la omertà, ese código de “honor” siciliano.
No fue así. Uno de
esos “asalariados” creyó que la complicidad que ya tenían lo autorizaba a
pedirle a Dirceu indemnidad para un corrupto amigo. Pero el superministro de
Lula sabía que abrir demasiado la corrupción podía ser fatal y, en ese caso, lo
fatal (para él) fue no abrirla. Se negó a hacer el favor que le pedían y se
ganó así un enemigo que, enfurecido, se sacrificaría para vengarse.
En una entrevista
concedida a un diario paulista, el diputado resentido reveló que —como él—
había muchos legisladores que cobraban sueldo para votar junto al gobierno.
La Cámara formó, al
día siguiente, una comisión investigadora, y los medios se lanzaron con
desenfreno a la búsqueda de testimonios y pruebas. Lula, quien poco después
diría por televisión que lo habían traicionado, echó a Dirceu; pero éste era
diputado “con licencia” y decidió volver a su banca. No le fue bien: la Cámara
lo expulsó por “quiebra del decoro parlamentario”.
No solamente las
“mensualidades” habían quebrado ese decoro. En su afán de financiar las
campañas del PT y calmar la ansiedad de algunos bolsillos, Dirceu había
incursionado en diversos campos.
La Corte Suprema lo
condenó a siete años de cárcel por corrupción, malversación de fondos,
extorsión y lavado de dinero.
Y allá está él
purgando su pena, en el Complejo Penitenciario de La Papuda.
En los últimos
tiempos, corrió una voz: Dirceu, se decía, era un preso VIP, que tenía celular,
se bañaba con agua caliente y comía feijoada: porotos con trozos de cerdo.
La Comisión de
Derechos Humanos y Minorías de la Cámara de Diputados envió una delegación,
compuesta por legisladores de distintas bancadas, a inspeccionar La Papuda y
comprobar si Dirceu gozaba, en verdad, de tales “privilegios”. Uno de los
inspectores era un diputado opositor, miembro de un partido de extrema
izquierda que suele hostigar al PP. En su informe, relató que Dirceu –vestido
con el uniforme blanco que deben usar allí todos los presidiarios— convive con
otros diez condenados por corrupción en una celda “para ocho personas”, limpia
pero “con filtraciones”, en la cual hay “pequeño televisor”; pero no artefactos
que los diputados pudieron ver en otras celdas, microondas, tostadoras y
estufas.
El diputado consignó,
además: “Las autoridades negaron rotundamente que Dirceu haya usado un
celular”. En cuanto a la feijoada, precisó que la había comido en la cantina de
la cárcel y con dinero que le habían traído sus familiares los días de visitas.
Muchos otros –políticos,
empresario, banqueros y publicistas— están conociendo las penurias de los
presidios.
Es que el caso Dirceu
se extendió, no sólo a sus cómplices en la asociación para alquilar votos. La
revelación de esa práctica fue la punta de un ovillo del cual empezaron a tirar
los diarios y los fiscales.
Y allí fueron cayendo
a las cárceles, también, otro cofundador y Presidente del partido oficialista,
que fue el jefe de campaña de Lula; el tesorero del partido y varios diputados,
tanto del oficialismo como de sus aliados.
Al indagar en la
conducta de quienes pagaban aquellos indignos sueldos, fueron encontrados:
funcionarios que recibían coimas para adjudicar obras. Y empresarios que no tenían
prurito en pagar. Y sociedades de hecho entre funcionarios y proveedores que
facturaban servicios inexistentes. Y asesores publicitarios pagados en paraísos
fiscales. Y banqueros que prestaban lo que no podían. Y administradores de eso
que los brasileños llaman “Caja 2”.
Fueron varios los
condenados. Políticos y no políticos. No obstante, la figura de Dirceu sigue
siendo el ícono de la corrupción castigada.
En la Argentina,
muchos se consolarán pensando que la corrupción es mal de muchos.
Lo que debe
importarnos es qué les pasa a los corruptos en otras partes. Para apreciar el
contraste, vale el siguiente ejercicio.
Sin necesidad de
esforzar la imaginación, supongamos que un caso similar ocurre en la Argentina.
Un hombre ubicado en
la cúpula del poder es acusado de corrupción por un ex aliado político, los
medios de comunicación y los opositores.
* El gobierno cierra
filas en torno del acusado.
* Dice que “todo es
una gran mentira”.
* Descalifica al
denunciante.
* Afirma que es
“mitómano” e “inescrupuloso”.
* Se declara víctima
de una “operación política”.
* Advierte que las
corporaciones periodísticas están detrás del escándalo.
* Critica a la
oposición porque, a falta de proyecto alternativo, recurre a la “calumnia”.
* Organiza marchas en
apoyo de su defendido.
* La emprende contra
fiscales y jueces que podrían ser desfavorables al acusado.
* Alerta contra un
presunto plan destituyente.
Corrupción puede
haber en todas partes.
Lo más desgarrante,
para el tejido social de un país, es la impunidad.
Clarín, 8-6-14