Por
Alejandro Fargosi
La
Nación, 09 de julio de 2014
El miércoles de la
semana pasada, la Cámara de Diputados aprobó un proyecto de ley que ordena
"incorporar el pañuelo blanco de las Madres de Plaza de Mayo al acervo de
los emblemas nacionales argentinos, en similares condiciones de tratamiento,
usos y honores", sumándolo así a la Escarapela de 1810, a la Bandera y al
Himno de 1812 y al Escudo de 1813.
Nuestros símbolos
jamás fueron cuestionados en 200 años, porque nunca, ni en su origen, fueron de
algún sector en particular, sino de todos los argentinos.
No se trata de
evaluar a las Madres de Plaza de Mayo. Antes de sus escándalos y divisiones
internas, entraron a la historia como otros grupos que lucharon por la libertad
y por los derechos civiles y humanos. Pero entre reconocer ese mérito y
nacionalizar su emblema hay un abismo.
La oposición trató de
limitar esa iniciativa innecesaria e inconstitucional diferenciando entre
"símbolo" y "emblema". Confía en que usando esa palabra, el
pañuelo quede fuera de los símbolos patrios. Repasemos el dilema: en el
lenguaje corriente, la tendencia es usar "símbolo" sólo para la
bandera, el himno, el escudo y la escarapela, pero, para el diccionario, ambas
palabras son sinónimos.
En paralelo, desde
hace 90 años, hay imágenes, actividades y objetos calificados de
"nacionales" o de "argentinos" sin competir con los
símbolos patrios, porque no se los calificó ni de emblemas ni de símbolos.
Veamos: el hornero se consagró "ave de la Patria" en 1928 mediante
una simple encuesta del diario La Razón. En 1930, la Virgen de Luján fue
proclamada patrona de la Argentina, Uruguay y Paraguay por bula de Pío XI.
Desde 1942, el ceibo es la "flor nacional" (decreto 138.474). En 1953
el juego del pato devino "deporte nacional" (dec. 17.468). En 1956,
el quebracho colorado fue declarado "árbol forestal nacional" (dec.
15.190). En el siglo XXI, la danza del pericón se hizo "nacional"
(ley 26.297, de 2007), seguida por el vino argentino, "bebida
nacional" desde 2013 (ley 26.870); para los abstemios, el mate es
"infusión nacional" (ley 26.871, de 2013). Hasta es nacional un
isologotipo, la llamada "marca argentina" (decreto 1372 de 2008).
Pero sucede que
ninguna de esas normas -ni siquiera la bula papal- usa las palabras
"símbolo" o "emblema". Porque los respetan. En cambio, esta
nueva batalla culturaldel kirchnerismoviene por más y plantea una enorme
diferencia respecto de horneros, vinos, mates, ceibos, juegos de pato y
quebrachos: genera la nueva categoría legal de "emblemas" para
incluir al pañuelo y le extiende reglas de "tratamiento, usos y
honores".
El proyecto de ley,
que fue girado al Senado para su aprobación definitiva, ordena "incorporar
el pañuelo blanco de las Madres de Plaza de Mayo al acervo de los emblemas
nacionales argentinos, en similares condiciones de tratamiento, usos y
honores".
¿Cuál es el
"acervo de los emblemas argentinos"? ¿Incluye a los símbolos patrios
o sólo se refiere al ceibo y sus semejantes? ¿O acaso todos son emblemas
argentinos, al mejor estilo de "Cambalache"?
¿Qué significa darle
al pañuelo "similares condiciones de tratamiento, usos y honores"?
Dejando de lado a la respetada Virgen de Luján, es obvio que ni el hornero, ni
el ceibo, ni el pato, ni el quebracho, ni el vino, ni el mate gozan de
"condiciones de tratamiento, usos y honores".
Al kirchnerismo le
faltan emblemas y quiere que el pañuelo se convierta en bandera, escudo o
escarapela, según como sea impreso. Dado que sólo los símbolos patrios reciben
condiciones especiales de tratamiento, usos y honores, es a ellos que quiere
equipararse el pañuelo.
Todo impide que el
pañuelo sea un emblema nacional, empezando por el sentido común: los símbolos
patrios no pueden ser emblemas partidarios o de grupos, porque, salvo cuando el
invasor impone su bandera al vencido, los símbolos nacen siendo de todos y no
de algunos.
Para peor,
emblematizando al pañuelo iniciaríamos la nefasta costumbre de que cada partido
dominante nacionalice su emblema para entrar a la historia de prepo.
Y se suma un
impedimento constitucional: el Congreso no puede crear nuevos símbolos
nacionales, porque ni los constituyentes ni las reformas posteriores incluyeron
la fijación de símbolos patrios en la minuciosa enumeración de facultades del
Congreso. Es lógico, porque ya los había en 1853, están consolidados desde hace
dos siglos y vienen siendo respetados por todos, porque no son símbolos de
partidos ni de grupos ni de sectores.
San Martín, Belgrano,
Saavedra, Moreno, Rivadavia, Dorrego, Lavalle, Rosas, Urquiza, todos los que,
pese a sus luchas y enfrentamientos, nos dieron un país, respetaron a la
Bandera, al Escudo, a la Escarapela y al Himno.
En los 160 años
posteriores a la Constitución, ni Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Tejedor, Roca,
Juárez Celman, Pellegrini, Sáenz Peña, Yrigoyen, Alvear, Ortiz, Perón, Lonardi,
Frondizi, Illia, Isabel, Alfonsín, Menem, De la Rúa, ni ninguno de los
presidentes de facto, absolutamente nadie tuvo la soberbia de imponer un
emblema nuevo, porque todos -con sus más y sus menos- entendieron que los
símbolos patrios no dependen de una efímera mayoría.
Los símbolos patrios,
a los que les rendimos honores y usamos de acuerdo con reglas establecidas, son
preexistentes a la Constitución y representan a todos, aun a quienes se mataron
unos a otros creyendo que así lograrían un país mejor. Cambiarlos, aunque sea
para añadir uno nuevo, requiere, como mínimo, una reforma constitucional,
porque tienen igual naturaleza jurídica que los pactos preexistentes.
Hace 12 años que
vemos cómo los actos patrios, en vez de rememorar a nuestros fundadores, se
dedican a autoelogios kirchneristas. Puro Gramsci.
Hasta que con un
nuevo gobierno volvamos a ser normales, hagamos como las valientes diputadas
Patricia Bullrich y Silvia Majdalani (Unión Pro), María Azucena Ehcosor, Laura
Esper, María Schwindt y Mirta Tundis (Frente Renovador) y Elisa Lagoria
(Trabajo y Dignidad): no dejemos que el kirchnerismo deje una herencia de
divisiones hasta con nuevos símbolos que no son los nuestros.