Agustín Laje
InformadorPúblico,
23-7-14
Cuando de aplicar
categorías ideológicas a proyectos políticos contemporáneos se trata, el
desafío siempre resulta mayúsculo. Primero que nada, por la falacia del “fin de
las ideologías”, difundido cliché que encubrió ideológicamente proyectos
ideológicos –valga la redundancia– que, con pretensiones de neutralidad,
asumieron la etiqueta del “pragmatismo”, cuando lo cierto es que la política
desprovista de ideología es una contradicción lógica.
En segundo lugar, lo magnánimo
del desafío estriba también en la reacomodación ideológica que vivió el mundo
tras la caída de los totalitarismos del siglo XX. En efecto, han irrumpido
nuevas formas ideológicas que sintetizan y aggiornan elementos marxistas,
fascistas, populistas, feministas, indigenistas, etc. que conforman ideologías
híbridas en desmedro de los tipos puros fácilmente identificables.
En este orden de
cosas, aplicar categorías ideológicas a los “neopopulismos” regionales ha sido
una tarea controvertida sobre la cual nunca hay acuerdo. “Socialismo del Siglo
XXI” es una de las etiquetas que mejor cuadran con la naturaleza ideológica de
estos proyectos tales como el kirchnerismo, el chavismo, el moralismo, entre
otros. No obstante, los neopopulismos imperantes en la región tienen un
fortísimo elemento nacionalista de izquierda que no es referido por la citada
categoría. Pienso que los “neopopulismos” son, más bien, formas de “socialismo
nacional”, ése que configuraba ideológicamente a Montoneros. Y la expresión discursiva
más pura de esta ideología puede encontrarse en el insufrible eslogan
kirchnerista “La Patria
es el otro”, que está empezando a difundirse con una alevosía similar al
cacareado “nacional y popular”.
¿Pero qué operación
ideológica subyace a la simpática evocación de “La Patria es el otro”?
Fundamentalmente, lo que se esconde es un discurso profundamente igualitarista
que anula a la persona en una masa artificial pretendidamente uniforme. Se
trata de un mecanismo de abolición de los criterios valorativos; el otro,
independientemente de cualquier rasgo particular, conforma la Patria. Así las cosas,
“hace” Patria tanto el “pibe chorro” como el honesto laburante; tanto el eterno
subsidiado como el esquilmado trabajador; tanto el delincuente profesional como
sus víctimas; tanto el asesino como el asesinado; tanto el violador como la
víctima de su depravación; tanto el político corrupto como el político honesto.
Víctimas y victimarios, en cualquier orden, valen lo mismo, se confunden y, a
la postre, “hacen Patria” de igual manera o, si se quiere, “son la Patria ” por igual.
Es un dato de la
realidad el hecho de que los hombres no somos iguales en términos reales. En
efecto, son infinitas las posibilidades de variación entre un hombre y otro que
van mucho más allá de su renta: gustos, habilidades, aptitudes, actitudes,
intereses, facilidades, inteligencia, destrezas, fortalezas, adaptabilidad,
carisma, y un inacabable etcétera. La disparidad (genética y cultural) es
intrínseca al hombre, y sólo en términos exageradamente genéricos –usando un
criterio bilogicista por ejemplo– puede afirmarse lo contrario. Como dice
Vicente Massot en El poder de lo fáctico: “La desigualdad no es un tópico
patrocinado por quienes eventualmente pueden aprovecharse del mismo, sino una
evidencia que apenas si se desvanece en el cementerio”. La igualdad formal, es
decir, la igualdad ante la ley, ha sido un gran logro de la humanidad
consistente en medir con la misma vara a los hombres, independientemente de sus
desigualdades fácticas. La
Justicia retributiva depende de esta premisa.
Pero la consigna que
postula que “La patria es el otro” no promueve una sana idea formal de
igualdad, sino una perversa idea de igualdad sustantiva que, como tal, pretende
que los hombres son en todas sus dimensiones iguales. Y dado que la realidad se
impone al discurso y la verdad es que no existen dos hombres iguales en todas
las dimensiones valorativas, lo que impone este eslogan no es la igualdad, sino
la abolición de cualquier criterio valorativo.
Dicho en otras
palabras, al ser imposible hacer desaparecer la desigualdad en todas sus formas
(el comunismo ni asesinando a más de 100 millones de personas pudo hacer a los
hombres iguales), lo que se anula verdaderamente son los parámetros de
valoración de los hombres. Luego, igualar a un trabajador con un saqueador
exige no poner a trabajar a este último, sino simplemente desmantelar las bases
valorativas que los distinguen, es decir, el criterio de la honestidad sobre el
cual se establecen las diferencias entre ambos. Lo mismo se aplica a todos los
casos que se nos ocurran: igualar al torpe con el inteligente exige eliminar el
criterio de la sapiencia; igualar al perezoso con el empeñado exige eliminar el
criterio meritocrático; igualar al respetuoso con el maleducado exige abolir el
criterio de las buenas conductas, etc. Insistimos: la igualación no tiene
verdaderamente lugar (pues no se hace inteligente al bruto ni se hace honesto
al saqueador repitiendo tan burdo eslogan); lo que se opera es, al contrario,
una mera mutilación de los criterios de distinción.
El igualitarismo
conduce, a través de esta perversa lógica, a la destrucción de la
particularidad; un hombre carente de criterios de valoración es un ser amorfo
listo para ser absorbido por la masa. Como afirmó uno de los más grandes
estudiosos de los fenómenos de masas, Gustave Le Bon: “Una cadena de
argumentación lógica es incomprensible para las multitudes, y por este motivo
se puede decir que no razonan o que razonan erróneamente, y que no son influidas
por el razonamiento”. ¿Qué mejor panorama para un líder populista?
En efecto, el hombre
masa es el producto característico del populismo. El totalitarismo en general,
y el populismo como forma particular o larvada de aquél, necesitan de unidades
sociales bien compactas a las cuales manipular, y para lograrlas precisan
acabar no con las desigualdades (cosa naturalmente imposible), sino con los
criterios para identificar las particularidades que hacen de la sociedad algo
heterogéneo, abierto y discontinuo.
“La Patria es el otro” lleva
tras de sí esta lógica del todo vale lo mismo (típicamente posmoderna) porque
la masa, en tanto que unicidad, no puede ser sometida a comparación entre sus
partes conformantes. Se trata de un eslogan inconfundiblemente inscripto en el
“socialismo nacional” por el llamamiento a la Patria (concepto sin ningún sentido para el
marxismo clásico: en el Manifiesto Comunista el obrero es caracterizado como un
apátrida) combinado con una intención radicalmente igualitarista (eje de las
distintas variantes de izquierdas con origen en el marxismo).
Lo cierto es que
llamamos “Patria” al especial vínculo sociológico que se genera entre el sujeto
y el entorno físico y cultural de su nacimiento o crianza. La idea de Patria,
en su aspecto físico, está dada por la conexión con la tierra (proveniente del
latín, “patris” quiere decir “tierra paterna”); en su aspecto cultural, evoca
conjuntos de virtudes que han caracterizado a la comunidad en la que el sujeto
se inserta. Pero como la virtud sólo es definible en función de criterios de
valoración (la virtud es precisamente algo éticamente valorado), decir que “La Patria es el otro” no
tiene, pues, ningún sentido coherente dado que “valorar todo por igual” implica
una contradicción en sus términos. La idea de valor sólo tiene sentido en el
marco de la existencia de “desvalores”.
Es evidente a esta
altura que “La Patria NO
es el otro”, y que los eslóganes gramscianos del kirchnerismo pueden resultar a
simple vista simpáticos, pero entrañan de manera embozada perversas lógicas que
se derraman al grueso de la sociedad.