domingo, 12 de abril de 2015

EN DEFENSA DE LA UNIVERSIDAD



por CARLOS DANIEL LASA 

Fuera los metafísicos • ABRIL 12, 2015

En mi ciudad natal existía un Club de Planeadores el cual, poco a poco, se fue transformando en un lugar de encuentros gastronómicos y de juego. Sólo quedaron algunos planeadores viejos y unos pocos avezados pilotos que aún lo hacían funcionar manteniendo, de esta manera, la razón de ser que había dado origen al nombre del Club. Todo el presupuesto pasó a destinarse, obviamente, al arte culinario y lúdico.

La metamorfosis sufrida por ese viejo Club me hace acordar mucho a la sufrida por la universidad actual. Ella se ha ido inficionando, lenta y sostenidamente, de un espíritu fenicio que ha ahogado casi por completo al espíritu universitario. De este modo, los negocios han reemplazado la existencia de un pensar que exige, para su desarrollo, un tiempo no medido en función de la lógica del aprovechamiento. Esta lógica comercial se ha propuesto convertir al docente universitario en una suerte de máquina productora de objetos vendibles y rentables. Por esta razón, la vida dedicada al estudio y a la investigación ha sido reemplazada por la realización de actividades que poco tienen que ver con la formación de hábitos del pensar riguroso.

¿Qué importancia tiene para un fenicio, por ejemplo, enseñar a pensar y a elaborar adecuadamente una tesis si éstas son operaciones “no rentables” y no cuantificables? Estos fenicios, estos “no iniciados” —como los denomina Sócrates en el Teeteto— pululan hoy, lamentablemente, en las universidades. Sócrates los tipifica de este modo: “Me refiero a los que piensan que no existe sino lo que pueden agarrar con las manos. Ellos no admiten que puedan tener realidad alguna las acciones, ni los procesos, ni cualquier otra cosa que sea invisible”[1]. Por eso, a renglón seguido, los califica de hombres muy rudos.

Estos hombres rudos sólo validan aquellas actividades importantes (como las de contar billetes, manejar cajas o administrar presupuestos): nada diverso —pienso— a lo que podría hacerse en un criadero de cerdos. Pero sin embargo, estas actividades, convertidas, a instancias de los fenicios, en grandes e importantes tareas universitarias, son las únicas que merecen hacerse acreedoras de un salario. Los salarios destinados a aquellas otras tareas que “no pueden agarrarse con las manos”, y que cultivan los auténticos universitarios, son considerados despilfarros; y, a los que los perciben, se los califica de ladrones. Claro está que estos fenicios no tienen la inteligencia necesaria para percibir que las ideas no son “humo” sino que, por el contrario, son ellas las que gobiernan las acciones de los hombres y señalan los destinos de las naciones. 

Vale recordar, al respecto, un interesante diálogo que sostuvo el filósofo escocés Thomas Carlyle con un hombre de negocios. Carlyle exponía una idea en el contexto de una cena y, cansado de su locuacidad, el hombre de negocios le reprochó: “¡Ideas, señor Carlyle, nada más que ideas!”. Carlyle replicó: “Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que no contenía nada más que ideas, pero la segunda edición del libro, fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera”.

La brutalidad institucional a la que asistimos se traduce en una pobrísima calidad académica, disfrazada de una parafernalia de actividades completamente insustanciales. La barbarie, caracterizada por la más absoluta incapacidad de percepción de las grandes cosas, se ha instalado en nuestras universidades, y con ella, la degradación de aquellos hombres que debieran tener un altísimo sentido de las cosas bellas.

La educación, en lugar de liberar al hombre de la vulgaridad, lo consolida en la misma. La apeirokalia, la falta de experiencia de las cosas bellas, extiende su dominio y sofoca el espíritu universitario.

Los universitarios auténticos, sin embargo, al igual que aquellos pilotos del Club de Planeadores de mi ciudad, no dejan de renunciar a la finalidad propia de las instituciones a las que pertenecen. Los académicos siguen bregando para que el espíritu de fineza se sobreponga al espíritu geométrico propugnado por la barbarie fenicia.


Cita

[1] Platón. Teeteto, 155e.