Por Martín Rodríguez Yebra
La Nación, 14-6-15
Cuenta el irreverente filósofo esloveno Slavoj Zizek
que en la vieja Yugoslavia socialista los jerarcas del régimen llegaron a ser
maestros en justificar los privilegios de los que gozaban, impensables para la
gente común. Decían, por ejemplo: el pueblo viaja en limusina a través de sus
representantes.
Algo de ese cinismo sobrevive en el relato
kirchnerista de la rebosante bonanza argentina. Un gobierno de millonarios, en
su mayoría enriquecidos en el ejercicio del poder según sus propias
declaraciones juradas, declara que para ver un pobre hay que irse a Alemania.
Que en el país ya casi no quedan. Que el hambre, el desempleo, la indigencia
han sido derrotados.
Resulta tan enternecedor como vano el esfuerzo
dedicado por analistas varios a desmontar con estadísticas y explicaciones
sesudas el tamaño de la mentira. Cuesta conceder que una persona en su sano
juicio, y Aníbal Fernández lo es, se crea que la situación social en la
Argentina mejora a la de la principal economía de Europa. Es inimaginable que
la Presidenta se tome en serio la cifra de 5% de pobreza que expuso en Italia.
A ella le sobra perspectiva: sólo tiene que mirar hacia abajo en sus recorridos
diarios en helicóptero.
Lo que refleja ese discurso es la celebración de una
forma de impunidad que el kirchnerismo disfruta en una etapa decisiva de su
desarrollo. Jugar a moldear la realidad con palabras, como un García Márquez
sin magia, ha sido un anhelo existencial de Cristina Kirchner a lo largo de su
aventura en el poder. En el momento en que tantos pronosticaban su ocaso
definitivo, ella vive como un triunfo moral la imposición de su voluntad sobre
el entorno.
Ya no hay pobres. Tenemos trenes de primer mundo y si
chocan es porque hay conductores suicidas. Los acusados de coimas en el
FIFA-gate nunca fueron socios del Gobierno en Fútbol para Todos. Los salarios
no dejan de subir por encima de los precios y los que se quejan son
extorsionadores. ¿La inseguridad?: un mito, como siempre. La Presidenta no
puede ir a una cumbre mundial en Bruselas por miedo a que le embarguen el
avión, pero exhibe como un éxito diplomático que le conceda un té el Papa
argentino.
Su mérito es retener suficiente poder de hipnosis para
que el truco funcione en un país cuya economía no crece desde hace casi dos
años. Logró superar en apariencia la crisis por la muerte misteriosa y
conmocionante del fiscal Nisman. Se ilusiona otra vez con arraigar su
influencia en los tribunales para desinflar las investigaciones de corrupción
que asomaban en el horizonte, amenazantes, meses atrás.
Los opositores miran el tablero con timidez, como si
temieran desafiar un clima social que los descoloca. Salvo excepciones, la
mayoría de ellos se expresa con eslóganes y palabras sueltas, como
"cambio", sin abundar en precisiones. Y mientras, los arrepentidos
del peronismo opositor peregrinan a rendirse a la Casa Rosada, al otro lado del
Jordán. Los tránsfugas en masa simbolizan el vaciamiento de la política. La
ética del oportunismo. No van obligados. Viven en un ambiente con una libertad
para expresarse y decidir que ya hubieran querido los disidentes yugoslavos.
Hay que entenderlos. En las limusinas, en representación
del pueblo, quieren seguir yendo ellos..